Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Pedro Almodóvar


Enero de 2022 nos ha traído una versión restaurada de Arrebato (1979), película que supuso un hito en el cine español de la Transición y en la que Pedro Almodóvar prestaba su voz al personaje de Gloria, interpretado por Helena Fernán-Gómez. Hasta ahí, el hoy reputado cineasta manchego había dirigido unos cuantos cortos –en concreto catorce, desde Film político (1974) hasta Folle… folle… fólleme Tim! (1978)–, pero no había logrado poner en pie su primer largometraje, que vería la luz con la nueva década: Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980).

Antes se habían de cruzar en su vida Iván Zulueta y Arrebato. No es que por aquel entonces el donostiarra tuviera una extensa carrera, pero era su segundo largo, había rodado cortos desde 1966 y, para despejar dudas, Almodóvar ha reconocido en alguna ocasión el influjo de Zulueta en su cine, al menos en su primer cine.

Si por algo se caracteriza el quizá más importante director español desde Buñuel, es por absorber como esponja todo lo que se mueve alrededor, darle su toque personal y a menudo engrandecerlo –desde el melodrama clásico de los 50, con Douglas Sirk a la cabeza, hasta los intérpretes españoles de moda en cada momento–. Así que no sería de extrañar que en la simbiosis Zulueta-Almodóvar se viviera como algo similar a lo ocurrido entre Herbert Ross y Woody Allen en Sueños de un seductor (Play It Again, Sam, 1972). El realizador nacido Allan Stewart Konigsberg firmó el libreto, pero como a tenor de sus declaraciones “aún no sabía dirigir”, pidió la participación del también neoyorquino Ross y algo parece que aprendió de él.  

No obstante, volvamos a ese Almodóvar novel en cuyos dos primeros cortos –Film político y Dos putas, o historia de amor que termina en boda– ya estaban los temas que ha tratado de hilvanar en su última película: Madres paralelas. Nos referimos por un lado a la denuncia política, ahora a cuenta de la recuperación de la memoria histórica, y, por otro, a las relaciones de amistad y de pareja, en este caso y como en mucho de su cine anterior, homosexuales.

Pese al cortometraje iniciático Film político, en que lanzó el dardo de su crítica, y de paso sus heces, contra Nixon y una fotografía de este, el manchego soslayó después los ataques de ese tipo. Lo hizo en particular respecto al régimen en que se gestaron sus primeros cortometrajes, y del que su primera etapa como autor de largometrajes –todo o casi todo lo que rodó durante los años 80– resulta absolutamente contestataria, pero no por alusiones explícitas a la dictadura, sino por lo asuntos en los que pone la mirada. Como el propio realizador ha afirmado: “Mi modo de vengarme de Franco fue negarle en mi vida y en mi cine”.

Las primeras intenciones de Almodóvar se vieron claras desde Pepi, Luci, Bom…Algo torpe y con evidentes limitaciones técnicas, su ópera prima le dio un nuevo aire al panorama cinematográfico español, introduciendo un tipo de relaciones más libres, unos personajes con mayor desparpajo y, sobre todo, unas mujeres que serían protagonistas y sujetos activos de las tramas. De ella quedaron varias escenas para el recuerdo, aquí seleccionamos dos: la inolvidable lluvia dorada de Alaska sobre Eva Siva, y la violación de Carmen Maura por el personaje del policía de Félix Rotaeta, como símbolo de la España de la que veníamos.

En sus tres películas posteriores, Almodóvar continúa por los mismos derroteros: Laberinto de pasiones retrata una serie de romances en un entorno de ninfómanas, gays y grupos musicales; Entre tinieblas nos sitúa en un convento donde sus excéntricas monjas y el amor lésbico conviven con el tigre de una de ellas, y ¿Qué he hecho yo para merecer esto? regresa al ama de casa frustrada junto a un marido insensible, que ya veíamos en Pepi…, para dar una vuelta de tuerca a la trama. Sin embargo, en esta última hay un tono distinto que anticipa el melodrama con toques de comedia, marca de la casa del director. También ocurre fuera del ambiente de la Movida madrileña, propio de sus primeros filmes, para explorar el Madrid del extrarradio, la ciudad dormitorio.

Esas tres cintas que siguieron a su primer largo tuvieron como cartelista a Iván Zulueta. Almodóvar no solo dio trabajo a quien fuera su mentor, sino que varios de los actores de aquel decisivo Arrebato estarían también en sus primeras películas: Eusebio Poncela, Will More o Marta Fernández Muro, y alguna hasta la fecha: Cecilia Roth (con diversas apariciones desde Pepi… hasta Dolor y gloria, 2019). También su director de fotografía, Ángel Luis Fernández, sería el mismo desde Laberinto de pasiones (1982) hasta La ley del deseo (1987), para un total de cinco títulos.

En cuanto a esta última, podríamos decir que forma un díptico con la anterior, Matador (1986), con una figura que emerge en el cine almodovariano para quedarse: la de Antonio Banderas. En realidad, el actor malagueño ya desempeñaba un papel de reparto en Laberinto de pasiones, pero será en Matador donde sus dotes interpretativas tendrán mayor lucimiento. Por su parte, el director introduce como punto de partida un elemento típicamente español, la tauromaquia, y muestra una voluntad de refinamiento estético, incluyendo la faceta musical –con el bolero Espérame en el cielo como leitmotiv–, como no se había visto hasta entonces en su cine.

Esa senda de la estética permanece en La ley del deseo, de nuevo con Banderas con un personaje protagónico. Esta vez, en los roles principales le acompañan Eusebio Poncela, Carmen Maura y Micky Molina, y pasamos de las turbias relaciones heterosexuales de Matador al triángulo gay, con lo transexual por añadidura, en esos tránsitos de Almodóvar por los distintos modos de amar (y, a veces, de matarse) entre diversas formas de sexualidad. Aquí, al margen de la escena del chico en la cama y frente al espejo, seguramente sea la Maura quien se lleve el gato al agua de los momentos estelares con el “Vamos, riégueme” ante el limpiador de la manguera y su interpretación de La voz humana, en la primera aproximación de Almodóvar al texto de Cocteau.

Dicho monólogo se convertirá en el precursor del que sería el gran éxito de Almodóvar hasta entonces y obra cumbre de su primera etapa: Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988). Éxito de público y crítica, esta tragicomedia de enredos amorosos, algo deslavazada pero que funciona como agudo retrato de una nueva España –bañado por la cinefilia de su autor–, vuelve a mostrar unos personajes femeninos dotados de un fuerte carácter, dispuestos a luchar por sus querencias e intereses hasta la extenuación.

Para ello, el manchego cuenta con un plantel de actrices extraordinario, que empieza a conocerse como las chicas Almodóvar y que, encabezado por su musa hasta ese momento, Carmen Maura, estaría integrado por otras intérpretes que ya habían aparecido en algunas de sus películas y que por lo general lo seguirían haciendo: Kiti Mánver, Julieta Serrano, Rossy de Palma, Chus Lampreave, Loles León o María Barranco.           

Mujeres… le reportó al cineasta el reconocimiento internacional –la nominación a mejor película extranjera en los Oscar y en los BAFTA; galardones a mejor filme joven y actriz en los Premios del Cine Europeo, o a mejor guion y actriz en Venecia–, además de cinco Goyas, entre ellos los de mejor película, guion original y actriz principal para Carmen Maura. Pero esa colección de alegrías, de gloria (si nos remitimos al título de su cinta más autobiográfica) que le dio la película, tuvo su cara amarga, su dolor, en el alejamiento de Carmen Maura.

Esa sonada separación, que tuvo sus idas y venidas –y que en lo cinematográfico no se reparó hasta casi veinte años después con su colaboración en Volver (2006)–, marcó de forma inevitable el trabajo de Almodóvar en los años 90. Antes de entrar en la nueva década, el realizador ofrecería otra muestra de su talento con ¡Átame!, una lograda revisión del clásico de William Wyler El coleccionista (1965), con Antonio Banderas y su pretendida nueva musa, Victoria Abril, al frente el reparto.    

De hecho, la madrileña también protagonizaría sus dos siguientes filmes: Tacones lejanos (1991) y Kika (1993), el primero más notable que el segundo, dejando para la posteridad a un Miguel Bosé travestido cantando Un año de amor y a Marisa Paredes haciendo lo propio con Piensa en mí, ambos temas de Luz Casal.

Pero la relación Almodóvar-Abril para la pantalla duraría menos que la que mantuvo con Maura. Tampoco acabaron bien, y el director continuó el camino fiando su suerte a actrices que habían estado y se mantendrían ahí, como Marisa Paredes (La flor de mi secreto, 1995), y a otras que tuvieron un paso fugaz por su filmografía, como Francesca Neri (Carne trémula, 1997). Sin ser redondos, fueron dos interesantes trabajos, en los que el cineasta también se rodeó de algunos de los intérpretes masculinos más destacados del momento: los consolidados Juan Echanove e Imanol Arias, por lado, y los jóvenes Javier Bardem y Liberto Rabal, por otro.

Lejos de la frescura de los 80, pero más maduro y definitivamente instalado en el melodrama, Almodóvar seguía ahí. Era más reconocido fuera que dentro de España, pero no llegaba un éxito como el de Mujeres… hasta que llegó.

En 1999 y coincidiendo con el año del fallecimiento de la mujer que lo trajo al mundo, Pedro estrenó Todo sobre mi madre, quizá su mejor película hasta hoy. Con ella, el realizador cerraría de forma brillante una década de altibajos y abriría una época dorada en su cine, que se extendería hasta Volver (2006).

Una enorme Cecilia Roth, bien secundada por Marisa Paredes, Antonia San Juan, Candela Peña y Penélope Cruz, hace un viaje de vuelta a su pasado para buscar al padre del hijo que acaba de perder, y en su camino, a través de personajes de lo más variopinto, se encuentra consigo misma. Esta podría ser la elemental sinopsis de un guion bien armado y de una película con la que Almodóvar y su troupe salen de su Madrid habitual para situarse en Barcelona.

El nuevo entorno da un soplo de aire fresco a su cine –el director se atreve a probar cosas nuevas–, y también lo hacen actrices diferentes como Antonia San Juan, Candela Peña y, por supuesto, Penélope Cruz. El personaje de la Agrado construido por San Juan es inolvidable; Peña está a la altura como amante celosa de Marisa Paredes, pero la que llega para quedarse –tras su anterior paso por Carne trémula, y en la línea de lo ocurrido con Banderas quince años atrás– es Penélope Cruz.

Ahora sí, el director ha encontrado a su nueva musa, quizá todavía sin saberlo… Esa monja bondadosa a la que Cecilia Roth acoge, y a su manera da el testigo, resulta clave en el devenir de la película, pero también en el cine del de Calzada de Calatrava.

El que, desde este momento, podemos llamar sin temor a equivocarnos genio cinematográfico manchego vuelve a mostrar sus preferencias artísticas, aquí de forma explícita con Eva al desnudo (All About Eve, 1950), de Joseph L. Mankiewicz, y la obra de teatro Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, hecha película en 1951 por Elia Kazan. E igual que fueron premiados esos filmes, lo fue Todo sobre mi madre: ganó el Oscar a mejor película extranjera; los BAFTA a película en lengua no inglesa y a director, y un sinfín de reconocimientos a nivel internacional, entre otros el de mejor director en Cannes y los Premios del Cine Europeo a película, actriz protagonista y el del Público a director, categorías en las que repetiría en los Goya, para un total de siete cabezones.       

También fue ampliamente laureada su siguiente cinta, Hable con ella (2002), con la que Almodóvar raya otra vez a alto nivel. A mejor guion original ganó el Oscar y el BAFTA, recibiendo además en estos últimos el de mejor película de habla no inglesa. Los galardones volvieron a sucederse alrededor del mundo, aunque en España solo se llevaría el Goya a mejor música original. Almodóvar volvía a ser más valorado fuera que en su tierra, si bien hay que reconocer que en Los lunes al sol, de Fernando León, le había salido una dura competencia.

Hable con ella es una película de absoluta madurez, en que el autor plantea un dilema moral, que narra y resuelve con su habitual originalidad. Esta vez los hombres, encarnados por Javier Cámara y Darío Grandinetti, asumen un papel más activo, aunque sus vidas giran alrededor de dos mujeres paralizadas, Rosario Flores y Leonor Watling. Pocas veces como aquí el realizador encuentra una sensibilidad diferente en sus personajes varones, para hablarnos tal vez de una nueva masculinidad. A destacar el corto, mudo y en blanco y negro, que el director introduce dentro del largometraje, y las soberbias interpretaciones de Cámara y Grandinetti, que dan el peso necesario a una historia que demuestra que los años de escritura no pasan en balde.

Después llegaría La mala educación (2004), quizá el más político de sus largometrajes antes de Madres paralelas, por su crítica a los abusos dentro de colegios religiosos. Sin llegar a la excelencia de sus dos filmes anteriores, Almodóvar presenta una historia sórdida, en la que los toques de humor brillan por su ausencia y con la que probablemente ajuste algunas cuentas con su pasado. Y para completar, como se ha dicho, el periodo más destacado en la carrera del realizador, dos años después se estrenaría Volver. Ya solo el título de la película tiene una serie de connotaciones, fuera y dentro de la pantalla, por las que merece la pena el visionado, además de que podría ocupar el podio de sus mejores trabajos, junto a Todo sobre mi madre y Hable con ella.

Volver es el título del tango que inmortalizó Carlos Gardel y que aquí recrea Penélope Cruz, con la voz de Estrella Morente (todo sea dicho), mientras Carmen Maura la mira con los ojos bañados en lágrimas. Esa fue la primera gran noticia antes del estreno: que la Maura volvía a una película de Almodóvar después de su desencuentro a finales de los 80. Por lo que se supo después, las cosas tampoco terminaron bien y no ha habido más colaboraciones entre ambos. Eso, pese a los premios que recibieron tanto la actriz como la película, que esta vez pareció gustar más en España (5 Goyas) que fuera, salvo por excepciones como los Premios del Cine Europeo y sobre todo Cannes, que distinguió el guion y a todo el plantel de actrices.

Con este filme, el director también vuelve a su tierra, la Mancha, donde transcurre buena parte de la acción; retoma el tema del hombre machista al que su mujer no aguanta más, como en ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, y deposita su confianza en Penélope Cruz para protagonizar la cinta, algo que repetirá en varias de sus obras posteriores. Y por qué no decirlo, en Volver Almodóvar tuvo de nuevo a su lado a dos de los técnicos en los que más ha confiado a lo largo del tiempo, y que recibieron diversos reconocimientos por sus respectivos trabajos: Alberto Iglesias en la música original y José Luis Alcaine en la fotografía.

Después de esta película, el realizador entra en una etapa, tal vez no de declive, pero sí de menos relevancia. Con el corto La concejala antropófaga (2009) como prólogo, aquí se incluirían la irregular Los abrazos rotos (2009), con una reluciente Penélope de nuevo de protagonista, un Lluís Homar a la deriva –como relata en sus memorias– y poco más; la transgresora y a ratos desagradable La piel que habito (2011), con un sobreactuado Antonio Banderas; la inaudita por floja Los amantes pasajeros (2013), con un excelente reparto al servicio de una obra definitivamente menor, y la interesante pese a sus altibajos Julieta (2016), con un Almodóvar que parece volver por sus fueros y un trabajo a cargo de Emma Suárez digno de destacar.

Así llegamos a su filme más personal y autobiográfico: Dolor y gloria (2019), todo un ejemplo de la autoficción como género. Los más que consagrados a nivel internacional Antonio Banderas y Penélope Cruz son dos de los pilares de la obra, que también se sustenta en Asier Etxeandía, Julieta Serrano, Leonardo Sbaraglia y Nora Navas. Almodóvar hace una revisión de su trayectoria personal y como cineasta (adonde ha llegado desde donde partía), para centrarse en los sinsabores, el dolor que eso le ha reportado –sigue siendo más material cinematográfico el drama–, antes que en los éxitos, aunque se intuyan y a veces se vean algunos momentos de gloria.       

Para la ocasión, Banderas construye un personaje digno de ser admirado y, en un notable ejercicio de interpretación, que no de imitación, se transforma en el que durante casi cuarenta años le ha dirigido detrás de las cámaras.       

Parecería que tras Dolor y gloria, a Almodóvar le habría costado retomar el hilo de su filmografía, pero muy al contrario el insaciable realizador no tardó en presentar su cortometraje La voz humana (2020), un notable ejercicio de estilo, con Tilda Swinton como protagonista y donde por vez primera rueda en inglés –seguramente para probarse–, pero retomando un texto que le es muy familiar: el monólogo de Jean Cocteau, que como ya vimos estuvo muy presente en sus últimas películas de los años 80 y le dio su primer gran éxito con Mujeres al borde de un ataque de nervios.

Otras mujeres son las que, más de 30 años después de aquel primer éxito, protagonizan su filme más reciente, sus Madres paralelas. De hecho, podríamos decir que los dos anteriores –el repaso a su vida en Dolor y gloria y la nueva lectura de La voz humana– constituyen una dupla que mira al pasado, y la expectativa generada sobre lo que vendría después se ha satisfecho con Madres paralelas.

Ellas son, una vez más, Penélope Cruz frente a la cuasi debutante Milena Smit –cazada al vuelo tras su primer papel importante en No matarás–. Las secundan varios actores de prestigio: una sólida Aitana Sánchez-Gijón ante un más desdibujado Israel Elejalde, junto a dos chicas Almodóvar que no podían faltar: Rossy de Palma y Julieta Serrano. Con esos mimbres actorales, el director que alguna vez dijo que se vengaba de Franco negándolo en sus películas hace una referencia explícita a la dictadura, y a uno de sus episodios más escabrosos: el de las fosas comunes.

Por un lado, se entiende que el cineasta no quisiera abordar temas que se alejaban de su tono, de su estética, del colorido de sus películas. En la propia Madres… se observa un contraste entre la paleta que envuelve a los personajes de Penélope y Milena Smit en la ciudad, y las escenas finales en el pueblo, con una Rossy de Palma de negro integral y donde lo más colorido es el vestido a rayas de Cruz.

Llegados a este punto, por otro lado, es loable que alguien que no necesita demostrar nada, tras casi cincuenta años rodando, asuma riesgos como lo hace el realizador al introducir un tema tan claramente político. La lástima es que no le acabe de salir bien, ya que esos trazos políticos, que están sobre todo al principio y al final de la película, no terminan de cuajar con el melodrama, con los otros temas que constituyen el grueso de la historia. La mano del autor es evidente e, inevitables las costuras a la vista, nos encontramos ante dos películas en una.

Porque cabría preguntarse si una película como esta no hubiera sido más compleja centrándose solo en la cuestión de la maternidad: el deseo o no de ser madre, y cómo eso puede cambiar con el paso del tiempo o con las experiencias de la vida. En ese sentido los personajes de Cruz y Smit se hacen de espejo y, aunque respecto a sus acciones se entrevean lagunas a nivel legal o en aspectos que hacen avanzar la historia, una vez más la fuerza de las emociones lo supera todo y hace creíble lo inverosímil.

También se podría haber ahondado más en el lesbianismo o la bisexualidad de las protagonistas, aunque, en ese sentido, la naturalidad con que se asume todo no lastra la película. Sí lo hace probablemente la referencia a la violación en grupo, en un afán de meter en la batidora más ingredientes sacados de la actualidad.

En cualquier caso, todo ello daba para un filme lo suficientemente rico sin necesidad de la trama de las fosas comunes, que se queda en un prólogo y un desenlace, con un par de menciones intermedias. La alternativa hubiera sido desarrollar el asunto por separado, pero habría que plantearse si Almodóvar es el director más adecuado para eso, y seguramente él mismo ha sabido ver sus fortalezas y debilidades. Por encontrar un aspecto positivo en la apuesta, la imagen final de Madres… resulta poderosa, y siendo quien es el realizador, ha atraído cierta atención internacional hacia el tema de la memoria histórica, pero, como ha quedado dicho, a nivel narrativo no funciona.

Podríamos aplicar a la última cinta de Almodóvar el clásico refrán español de “quien mucho abarca poco aprieta”, pero hace años que la calidad en su cine se le supone y siempre nos deja destellos para el recuerdo: aquí el homenaje a Lorca y su Doña Rosita la soltera, la excelente música de Alberto Iglesias y la inconmensurable actuación de Penélope Cruz, la nueva musa, ya galardonada en Venecia y lanzada, como Iglesias, para la carrera por el Oscar.

Algo tiene que estar haciendo bien el manchego cuando, aunque su película no compita por ganar el máximo reconocimiento internacional, un año sí y otro también, se cuelen sus actores, sus guiones y hasta el autor de la música. ¿Adónde le llevará a Almodóvar su nueva etapa? De momento, ya se anuncia su primer largometraje en inglés, protagonizado por Cate Blanchett, a partir de la obra homónima de Lucia Berlin: Manual para mujeres de la limpieza. De entrada parece que el material de partida está en los territorios en que el cineasta se mueve con soltura; veremos si como en La voz humana supera el reto del idioma y, como en otras ocasiones, logra que todas las piezas del rompecabezas encajen.

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