Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Ana Negri, Los eufemismos, Antílope, Ciudad de México, 2021, 129 pp.


“A veces no queda más remedio que apelar a la crudeza del lenguaje y que donde hay eufemismos y frases hechas, comparezca el dolor y la grieta en frases deshechas”, escribe Ana Carrasco-Conde, en “El perverso arte de no llamar a las cosas por su nombre”. Esta afirmación condensa muy bien el aliento que se respira en Los eufemismos, la primera novela de Ana Negri (Ciudad de México, 1983). Fue publicada en 2020 por la editorial chilena Los libros de la mujer rota y en marzo de este año por Antílope. Para la autora mexicana, también doctora en Estudios Hispánicos y admiradora de Pizarnik, el lenguaje no es una simple coraza, sino que en él se juegan el sentido, el significado y la visibilidad de las cosas. Por ello, a lo largo del libro laten con insistencia ciertas preguntas: ¿El eufemismo falsifica la verdad o solo exige un mayor trabajo hermenéutico?, ¿su descrédito no se deberá a la incomprensión de su función?, ¿invocar con el lenguaje, aunque sea de lejos, no es, después de todo, traer al conocimiento?

La obra de Negri narra el complejo vínculo entre Clara, editora y estudiante de posgrado y su madre, médica de profesión. Un día, Clara recibe una llamada donde le piden que vaya a recoger a su madre que está muy “nerviosa” bajo un escritorio. Ese momento marca la llegada de los eufemismos que abrirán una fisura irreversible en la relación. Ninguna de las dos volverá a ser la misma: mientras una se vuelca hacia sí misma y se aleja cada vez más de su realidad circundante para recrear una distinta, con su propia lógica y lenguaje ensimismado, la otra luchará por mantener el equilibrio y salvarse. Y es que, tras una convivencia aparentemente ordinaria, se teje un entramado cuyos nudos, apenas visibles, son más fuertes de lo que se cree. El pasado sombrío de los padres durante la dictadura argentina, que los llevó a exiliarse en México; la separación de Clara y su esposo Mariano; la paranoia de la madre que se siente perseguida aunada a la posibilidad de conseguir una reparación económica por parte del gobierno argentino para asegurar su futuro, todas estas situaciones se concentran en apenas unos días en los que Clara, fiel a su nombre, intentará “aclarar” su vacilación y poner las cosas en su lugar.

La relación entre madre e hija se sostiene a través del lenguaje, columna vertebral de la obra que sobresale desde el título mismo. En sus conversaciones, discusiones y silencios se contraponen dos formas de entender el mundo. En un inicio se presiente que el lenguaje se trata de un vehículo claro, eficaz, capaz de representar la realidad que enuncia. Como un reflejo nítido, cada punto y ángulo se corresponden con lo expresado. Clara, siendo niña, le contaba a la madre su versión de las historias que había leído y hablaba con soltura de cualquier tema. Confiaba plenamente en el poder de las palabras y era también “la forma de estar” con ella y más tarde en el mundo, por lo que además comenzó a escribir. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que una opacidad lo envolvía, que en vez de develar el ser, lo ocultaba y fragmentaba: “pero después de varias discusiones poco afortunadas, comenzó a desarrollar una profunda desconfianza hacia las palabras. Una desconfianza que se le hizo familiar y a partir de la cual, poco a poco, empezó a reconocer su propio lenguaje”. A raíz de esos quiebres entre ambas se erigirá una barrera de malentendidos, sinsentidos y medias palabras que generarán una tensión creciente. Ninguna conversación será ya inocente porque debajo se ocultarán otras intenciones.

El conflicto con el lenguaje no se remite únicamente a diferencias generacionales o a ámbitos de conocimiento. La historia ─personal y colectiva─ también lo va moldeando. Clara no entiende del todo a su madre porque usa un lenguaje distinto y odia, por ejemplo, que cuando hable de sí misma lo haga en tercera persona que o cuando le intente explicar la sexualidad, no llame a las cosas por su nombre. Pero también porque para ella el golpe militar, la persecución y el exilio son palabras pronunciadas, mas no padecidas en todo su horror. No le causan el mismo escozor y miedo que a quien sufrió los efectos de la dictadura en carne propia y los carga en su memoria: “¿Y a ti no te parece duro cargar con el peso de algo que ni siquiera viviste?”, pregunta Clara ante la loza en que se ha convertido el asunto del pasado de sus padres.

El eufemismo, entonces, adquiere dos acepciones: para Clara se trata de un encubrimiento, lo que no se atreve a decir con todas las letras porque sabe que tendría que hacerse cargo y elegir. Como un edulcorante, prefiere suavizar la relación hasta donde sea posible y huir del encuentro con la realidad: “Está decrépita, piensa de golpe, y esa palabra, que no alcanza a sonar afuera, se le queda resonando en la cabeza”. Sus pensamientos no siempre son expresados porque rehúsa el peso de la madre que le requiere tiempo, energía y dinero ahora que es “incapaz de poner orden en su vida” bajo una levedad hecha de convencionalismos y falsas treguas. Para su madre, en cambio, el eufemismo es una forma de sobrevivir, un mecanismo de defensa. La única manera de dar cuenta del horror de lo sucedido, de sobreponerse y resistir a su pasado, es dar ese rodeo, titubear entre lo que quisiera y lo que verdaderamente puede decir para no quebrarse. La misma Ana Negri, en una entrevista a propósito de la novela, se pregunta: “¿Qué es lo que no estamos diciendo y por qué no lo estamos diciendo? Hay cosas que omitimos por una especie de acuerdo social […] pero también hay veces que no decimos las cosas por evitar un daño o porque definitivamente no sabemos qué palabras usar y entonces buscamos como rodeos para encontrarles la vuelta digamos a esas fallas del lenguaje”. En última instancia, el eufemismo vendría a ser también un recurso que, inclusive de forma limitada, evoca lo indecible en la novela, como la clandestinidad. La locura aparentemente ascendente de la madre contrasta con el poder que siente al saberse dueña de sus palabras y no emplear ya las de sus verdugos para dar cuenta de su experiencia.

Negri escribe esta historia en tercera persona con un estilo mesurado que apuntala al dolor con una prosa cuidada. La estructura no es lineal, sino un rizoma que se remonta al pasado reciente o lejano para poder explicar la actualidad. La trama, más que una acción paradigmática llevada a sus últimas consecuencias, consiste en una indagación. No espere el lector grandes explosiones o actos límites. Es, para decirlo con un término de Mónica Sánchez, una “novela cristal”, entendida como aquella en la que “todo tiene su porqué y su momento, y en la que se entrega al lector, con habilidad de alquimista, la información precisa para provocar el efecto deseado”. Acaso sea este uno de los valores más altos del libro: la dosificación. Si un efecto o gesto se nos anuncia, deberemos esperar pacientemente a que, más tarde y en el momento adecuado, se nos revele su origen. Por momentos, en este ritmo cadencioso pareciera que no pasa nada, o casi nada: Clara mira por el balcón, hace una bolita con los restos de una hoja, toma una cerveza, se recuesta, discute con su madre o con Mariano, se atora en el tráfico de la ciudad. Sin embargo, tras esta lectura anecdótica que, es cierto, se sostiene más de recuerdos y reflexiones que de acciones encadenadas, se vislumbra el tiempo personal, aquel en el que se fermentan los sentimientos y en el que se juegan las relaciones humanas.

Otro acierto indiscutible de esta obra es que, hábilmente, desmonta el estereotipo de la “madre santa” a la que se le mira con fascinación, se venera y admira en todo momento. Al igual que Clara, se puede ver esa figura con sus defectos, puede haber conflicto con su manera de ser o pensar y no por eso dejarla de amar. Lo que Negri muestra es una evolución de la relación, con sus altibajos, con sus momentos de ternura y cuidado así como los de agotamiento y desesperación, tal como ocurre en cualquier lazo filial. En cuanto a la forma, un recurso que la autora emplea para evidenciar la diversificación del lenguaje y su vivencia en niveles con distinta significación es explicar “como se dice en México” o “como se dice en Argentina” al aludir a ciertas frases. La historia de la madre es poderosa y sugerente. No obstante, Negri se cuida muy bien de no perder el foco y que esa trama avasalle a la de Clara. Más que explorar la mirada desde la madre, le importa la de la hija, la de la segunda generación en la que perviven, de un modo u otro, las huellas de la historia familiar. Al mismo tiempo, el personaje principal no está dibujado de forma definitiva porque justo se pone en entredicho la identidad, entendida como esencia inmutable. Clara, al ser atravesada por dos países y concepciones del mundo, es múltiple y tambaleante. Puede hablar en “mexicano” o “argentino”, pero también conserva su propio código (con palabras inventadas como “calornoso” o “extravolar”), una de las lianas a las que se aferra.

Tal vez el único reclamo que pudiera hacerse a la novela es la falta de fluidez en algunos diálogos. En cambio, la descripción (de la ciudad, de los objetos) produce deleite por su precisión. Pareciera que, en el afán de buscar el contraste entre la forma de hablar de Clara y la de su madre, a veces se exageraran ciertas expresiones, y en otros casos las intervenciones fueran innecesariamente repetitivas:

─ ¿Trajiste condones? […]

─No. […]

─No, pus ya fue. ¿Y por qué no me dijiste antes? ¿Cómo puede ser que no hayas traído condones? Tampoco es que fuéramos grandes amigos y que pudiéramos pasar la noche poniéndonos al tanto de lo que ha pasado en nuestras vidas.

─No, pues no. ¿Y tú no tienes condones en tu casa?

No obstante, la obra no se agota e invita a la relectura porque, al igual que el nombre de la protagonista, está abierta a muchas posibilidades de interpretación. En esta reseña retomé tan solo una veta de análisis pero, como una rica constelación, otros temas giran en torno: el sentido de pertenencia, la identidad, la maternidad, el exilio, la reparación, la soledad, la memoria, etc. Quizá eso sea lo más seductor de la novela: intentar descifrar lo que, desde el principio, nos anuncia que encubre; descubrir qué eufemismos, como en cualquier conversación, se nos han pasado de largo.

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