Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Guillem Martínez, Los domingos, Anagrama, Barcelona, 2021, 278 pp.


La riqueza literaria de los artículos periodísticos de Guillem Martínez publicados en la revista digital Contexto y Acción (CTXT) ha dado lugar a este libro, Los domingos, armado y curado impecablemente por Ignacio Echevarría. Para contar las historias que hay “detrás del detrás”, Martínez se vale de la experiencia vital propia, de la vivencia del otro y de la metáfora desplegada en forma de relato.

Como la fuente mayor de estas vertientes es la experiencia vital, antes quiero decantarme del término “autoficción”, etiqueta producto del marketing editorial y de sus modas que no consigue dilucidar el papel del yo como material narrativo para hacer literatura. El psicoanalista y escritor Serge Andrè, a quien, por cierto, la escritura le salvó la vida –no es metáfora, fue una de esas curas milagrosas e inexplicables hasta ahora para la ciencia–, denomina a este material como heterobiográfico y habla, justamente, de un otro: “Es una exploración de lo desconocido en el curso de la cual el narrador encuentra, a lo largo del camino, una especie de doble que lo saca de él mismo y lo prolonga más allá de él mismo”. Es decir, ese un otro que hemos sido, pero que ya no somos más, pero que forma parte indisoluble de quienes somos hoy, y que podemos nombrar como nuestro doble

El escritor uruguayo Mario Levrero, refiriéndose a la heterobiografía, aunque no la nombraba de este modo, explicaba que “no tiene nada que ver con lo que se cuenta ni con la perspectiva desde la cual se cuenta, sino desde dónde se cuenta”. Y Guillem Martínez, en Los domingos, nos cuenta desde las profundidades de su interior, bien de adentro y hacia afuera. No desde el yo. Desde su doble. Surge casi de forma natural la pregunta: ¿por qué tendrían que interesarnos las experiencias interiores de otros y aquí, en particular, de este escritor y periodista catalán? Esencialmente por su cualidad de universal: el viaje vital de su contenido toca temas de índole existencial, hondos, que a muchas personas nos importan y a todos nos afectan, aunque no todos se den cuenta o lo confiesen. También nos interesan por la alusión al séptimo día de la semana (ese síndrome, “la grieta”, dice Rodrigo Fresán), el cual responde al día de la publicación de cada artículo, y que en el libro viene a ser algo parecido a una postal. Una postal que recibimos cada domingo, la postal de un amigo, como una suerte de salvavidas.

La escritura de Guillem Martínez es sencilla –no simple–, alejada de accesorios y grandilocuencia, y es precisamente esa sencillez la que consigue que sintamos la cercanía del autor, como si estuviera a nuestro lado –a nuestro lado y de nuestro lado–, quiero decir en persona, con esa despreocupación de quien le habla a un amigo. Incluso la puntuación responde mucho a ese hablar entre nos. Su tono al narrar es contemporáneo, hace uso de contracciones, a veces inventadas por él mismo, y, sobre todo, aunque nos cuente del pasado, se le siente en el presente. No siempre es fácil saber a qué se refiere o a qué finalidad obedecen sus contracciones e interjecciones; la sencillez de su lenguaje no nos ahorra el tener que pensar e indagar a partir de esos guiños o pistas. Exige tiempo de reflexión el digerir la complejidad del contenido, que tiene peso, que es profundo y que está ligado a la cultura (historia, costumbres, sucesos, conocimientos, noticias, etc.). Además, Guillem Martínez también nos hace sentir. Su prosa cala hondamente. En contraparte, también el autor se manda unas cuantas postales analizadas con rayos X, qué digo rayos X, con TAC, y punto. Como la de la cartera de su padre y el concepto del todo y la nada.

Cada ser humano tiene su propio tao, entendido como camino. Y uso esta palabra oriental por su cercanía con el ejercicio filosófico, con los saberes. El contenido de cada relato devela la humildad del que sabe y del que sabe que no sabe. Anota Martínez en la primera entrada del libro (publicada originalmente en CTXT): “Hola. Esta es una nueva sección. Semanal. La idea es plantear en ella hechos inquietantes de la vida. Concretamente, de mi vida, que es la vida que tengo más a mano”. Aparte del despliegue de humor del bueno, que ayuda particularmente en domingo, más si es domingo por la tarde, esos “hechos inquietantes” que ha guardado en su disco duro por el peso emocional que contienen, conforman un camino. No alcanzo a concebir que Martínez planificase los contenidos o los temas, sino que siento evocaciones a partir de estímulos naturales de los sentidos o de la emoción, que lo conectan con recuerdos en un caudaloso ir y venir. Incluso, en muchas ocasiones, me hace pensar en el fluir de consciencia o en la libre asociación, cuyo punto de amarre encuentro al repetir: “Pero he empezado a escribir estas líneas para explicarles otra cosa”.

El instinto del contador de historias lleva a Guillem Martínez a olfatear en otras vidas, no en una cacería deliberada sino espontánea. Posee antenas, como las hormigas, para recibir y mandar información. Como con la anécdota de Jorge Semprún y la ventana, que desemboca en “ver consiste en que lo visto te rompa la frente”. Su prosa es intensa, contundente. De paso, a partir de la ventana, se carga a las Redes, no sin razón y no por anticuado: “Pero es más complicado ver que mirar. Además, hoy hay más ventanas por las que mirar sin ver. Las Redes son una ventana. Veo por ella a infinitud de personas, a las que conozco, mostrando que miran cosas que no ven”. Las antenas de Guillem Martínez pueden agitarse ante una conversación de desconocidos, ante las voces de sus vecinos o ante narraciones escritas –la de Darwin, en torno al concepto de civilización, resulta espléndida– y orales de origen familiar.

Hay una postal que arrasó conmigo, no solo por su contenido, que es brutal, sino por la profundidad de lo que se cuenta. Es un texto que cala hasta provocar vértigo, repulsión. Incluso ahora que lo escribo, el recuerdo de ese asco de carnes descompuestas regresa.

El texto desarrolla una metáfora apuntalada con un par de líneas de vivencia propia, que ciertamente otorgan mayor verosimilitud a la ya conseguida. Es un cuento de terror cuyo ambiente emocional se cuelga como los mismísimos muertos. No voy a aventurarme a definir lo que significa cargar a un muerto al que todo el tiempo hay que alimentar con cosas de escaso o nulo valor. Porque cada uno sabe o, en todo caso, tendrá que descubrir, quiénes son sus propios muertos. El relato, o ensayo, o crónica, “Sobre la mujer muerta”, arranca con un anzuelo irresistible: “Quizá aún no lo has visto, pero los muertos hablan lento, de manera inexpresiva. Han perdido el color y van, en cuclillas, sobre tus hombros”. La tensión aumenta cuando nos desvela de qué se alimentan esos muertos y entendemos que nosotros mismos somos sus proveedores. Es decir, además de cargarlos sobre nuestros hombros, los alimentamos, y en un además del además, de cosas vacuas que almacenamos en nuestro interior: “Los muertos tienen un hambre insaciable. Generalmente están comiendo todo el día. No pueden llenar un estómago que no existe. Comen fruslerías”. El clímax del texto recae en un acto vital, como abrazarse, besarse y hacer el amor, en el que además de perder nuestra intimidad nos distraemos para alimentar con fruslerías a los muertos que cargamos, lo cual nos despoja del acto amoroso: “A veces ves dos personas abrazadas debajo de dos muertos que nunca se abrazarán. Se comen sus bocas mientras sus muertos miran al vacío. A veces haces el amor y tu muerta huele el pelo de una mujer viva. Sin importarle, sin recordar”.

Al cambiar la voz narrativa a primera persona –un golpe contundente de credibilidad–, narra con un mínimo de palabras el espanto de descubrir que escogió la mano de la muerta, a la que carga y alimenta, por encima de la mano de la viva. O bien, y peor, descubre que ha hecho el amor con una muerta. El final, inquietante y perturbador, abunda en interpretaciones: “Un día espantoso desperté. A un palmo de mí tenía el rostro de la muerta. Como yo, parecía comprender y recordarlo todo en toda su plenitud irrecuperable. Descubrimos, aterrorizados, que habíamos dormido cogidos de la mano. Luego volvió a su expresión de muerta”. Menos mal que Guillem Martínez no acostumbra a “llamar las cosas por su nombre”.

Se agradece que los artículos de Un domingo con Martínez sean publicados, justamente, los domingos. Yo padezco el síndrome de los sundays blues y si bien la mañana puede ser llevadera, la tarde me pesa como la roca a Sísifo. Dicen que esto se debe a la inminencia de los deberes ingratos que nos esperan y que son tres horas tontas de las que nos podemos zafar con algunos trucos. Pero yo no lo veo así. Veo una caverna a explorar. Al menos, en mi caso, la angustia se desata por lo que toca a su fin, como cuando termina el verano o una fiesta o parte una dulce compañía. De niña lloraba porque se me iba acabando la comida del plato, vertiendo en esa materia la angustia infantil de la finitud. Quiero estirar ese gozo al máximo y torturo involuntariamente a quienes me acompañan con la insistencia del “after”: que se queden otro rato. Otro rato más. El sol ya se va. La noche se acaba. Son pérdidas. Son muertes a escala, pequeñas, que zumban alrededor de la grande. La finitud. Esta es, como dice Martínez, la gran traición.

Publicar literatura con base en material heterobiográfico requiere de una dosis tremenda de seguridad o de valentía. No cualquiera es capaz de narrar con la sinceridad con la que lo hace Guillem Martínez. Porque de entrada evita afeites y ropajes protectores y desnuda su alma para quien quiera recibirla. Los domingos es una postal de un amigo. En domingo.

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