Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Hugo Hiriart, Lo diferente: Iniciación en la mística, Literatura Random House, Ciudad de México, 2021, 200 pp.


Declara Hugo Hiriart (1942) al inicio de Lo diferente: Iniciación en la mística su intención de incurrir en un anacronismo: “hablar de religión en los desdichados tiempos que corren”. Pero el pathos que Hiriart invoca –la música wagneriana del ocaso de los dioses, muertos a manos de lamodernidad– solo se justifica parcialmente. Desde el punto de vista de la literatura mexicana del siglo XX (y es difícil pensar qué otro punto de vista podría tomar el autor de Lo diferente), la realidad no admite tales recriminaciones. El secularismo de una gran parte de nuestra tradición literaria e intelectual es dudoso. Los ejemplos son muchos y varios: van desde el esteticismo cristiano de José Vasconcelos hasta el misticismo orientalista de Octavio Paz, y pasan por López Velarde, Enriqueta Ochoa, Carlos Pellicer, José Gorostiza, el erotismo místico de Juan García Ponce y el marxismo agónico de José Revueltas. La lista podría alargarse. Se podría decir, incluso, que lo contrario de lo que Hiriart afirma es cierto: en México, lo que el mismo Paz llamó la “otra” tradición (la tradición de lo “Otro”) ha sido la fuerza dominante y no la fuerza subordinada. 

La declaración de Hiriart es pura demagogia, como lo es su libro entero. Lo diferente se alimenta de la existencia de un enemigo imaginario, que permanece siempre en el fondo y asoma la cabeza esporádicamente, como para recordarnos de su existencia: “Poca gente se asombra así, y menos aún en estos tiempos”. (Sin pizca de comprensión o de ironía, Hiriart admite que ha tomado de su propio padre ciertos rasgos de lo que llama el “ateísmo recalcitrante:” “Lo que buscaba era diferenciarme, alcanzar autonomía, evadir la racionalidad imperiosa, el poder arrollador que para mí emanaba de la figura de mi padre”). En contra de esta masa indiferente, Hiriart levanta su defensa de la experiencia religiosa. Pero lo que resulta, más que una apología, es un verídico pastiche postmoderno, un amasijo de fragmentos que incluye la Biblia, Plotino, Kierkegaard, Santo Tomás, Dostoievski, Simone Weil, religiones indostánicas y precortesianas, e incluso a la abuela paterna del autor, María Vivar y Balderrama. Recuerda Lo diferente aquellos libros de Antonio Caso o del mismo Vasconcelos, donde la acumulación de citas era un verdadero fetiche. Como en esos casos, la acumulación de citas no dibuja lo “diferente” sino lo “mismo”: como si Aristóteles, Dostoievski y Hugo Hiriart estuvieran, todos, en la misma conversación.

En sus mejores momentos, Lo diferente es superficial. Sus preguntas son triviales –“¿Puede una persona ser religiosa sin saberlo? ¿Cómo averiguarlo?”– y sus respuestas son intrascendentes: “Rezar es comunicarse, hablar con alguien, confesarle, pedirle o agradecerlo cosas”. En algunas ocasiones, milagro de economía, se logran ambas cosas en la misma oración: “No se sabe qué se desarrolló primero, si el lenguaje o la religión; lo más seguro es que se desarrollaron al mismo tiempo…”. Otros pasajes producen una risita involuntaria: “tú podrías sentarte a mirar una licuadora y meditar en todo lo que Dios sabe de ella, porque en ella está Su presencia”. En realidad, son los peores momentos del libro los que ameritan el interés de una palabra crítica. Después de todo, las fantasías teológicas son un vicio tan aceptable como cualquier otro, y no habría razón para criticar su ejercicio si solo de eso se tratara. (Pero ¿se trata alguna vez solo de eso?, ¿no es toda fantasía teológica una fantasía sobre el orden de las cosas, sobre los fundamentos últimos del poder?).

El capítulo titulado “El origen de la actual indiferencia hacia la religión” abre con una declaración sencilla y estrepitosa: “El origen de la indiferencia actual hacia la religión se sitúa habitualmente en el surgimiento de la burguesía. El proceso fue largo, lento y complejo”. Sobre esto debemos tomar la palabra de Hugo Hiriart, pues si este proceso fue “largo, lento y complejo,” su tratamiento del tema no lo es. El autor, más bien, sustituye lo que debería ser un examen histórico de la proposición con una pregunta dirigida hacia su enemigo imaginario, que de nuevo asoma su cara burlona: “A quien sostuviera, rebosante de suficiencia, que ya nadie cree en los cuentos de la religión, y que esas fantasías y supersticiones son cosa liquidada, finita la comedia, sería oportuno preguntarle: ¿y bueno, el proletariado que crece en las barriadas periféricas, o el campesino solitario y provinciano, también son indiferentes a la religión?”. ¿Cuáles son las implicaciones de esta pregunta? ¿Qué relación establece Hiriart entre el proletariado, el campesino y la religión? ¿Qué relación entre el proletariado, el campesino y el “burgués,” sobre quien, el mismo Hiriart dice, “aunque parezca mentira no hay definición clara y tajante”? Aquí, de nuevo, habrá que aceptar únicamente las insinuaciones del autor, pues en lugar de una respuesta nos ofrece una anécdota personal: un encuentro místico con un vendedor de naranjas, ejemplo (en todo su sentido de exemplum) del “humano pre capitalista”. Ya en pleno fervor populista, eludiendo una vez más la responsabilidad intelectual de dar explicaciones, Hiriart transcribe una parrafada escrita originalmente por Romano Guardini sobre Dostoievski. Su título: “El pueblo y su camino hacia la santidad”. Y así va el autor, de elipsis en elipsis, de salto en salto, contando un cuento que conocemos bien en México: la “autenticidad” del pueblo, su relación con la tierra (sus “raíces”), su cercanía con Dios, etc.

¿Es exagerado ver en el ensayo del señor Hiriart un signo de la descomposición intelectual del país, de su entrega a un populismo sentimentalista que considera superflua la actividad teórica de la inteligencia? ¿Es injusto considerar su falta de rigor, su prosa dominguera, su vaguedad conceptual, como síntomas preocupantes de una condición que nos amenaza? Quizá. Por mi parte, solo puedo esperar que la prédica demagógica de Lo diferente sea acogida de forma unánime por el silencio. La intención de estas palabras es únicamente sugerir que, en caso de que esto así suceda, la culpa no será de los “desdichados tiempos” ni de los “ateos recalcitrantes” y menos aún de los “burgueses”; la culpa será solamente del autor de este libro inculto y reaccionario.

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