Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Paul Thomas Anderson, Licorice Pizza, Estados Unidos, 2021.


En 2001 Paul Thomas Anderson pasó por una escuela secundaria y vio a un muchacho coqueteando con la asistente del fotógrafo para el anuario escolar. La escena permaneció en su cabeza y se preguntó: ¿Qué tendría que pasar para que ella accediera a tener una cita con el chico y cómo se vería eso? La respuesta hubo de esperar veinte años y su título es Licorice Pizza; un título extraño que no dice nada, pero evoca algo: rebeldía, indecisión o irreverencia, actitudes comunes en la juventud temprana. Licorice Pizza era también el nombre de una tienda de música en San Fernando Valley a la que el joven P. T. Anderson solía ir cuando tenía la edad de su precoz protagonista, cuando él también se enamoraba de las hermanas mayores de sus amigos y soñaba con ser alguien.

Nadie podría acusar a Anderson de ser un cineasta interesado en lo mundano. Su filmografía incluye: un filme neo-noir sobre apuestas, prostitución, secuestro y asesinato (Hard Eight); un estudio de la bullente industria del porno en los setenta que no huye de la sordidez del medio –homicidio múltiple, cocaína a granel y suicidio son algunos de los elementos de la trama– (Boogie Nights); una épica coral sobre las psicologías torturadas de varias almas perdidas en el Valle de San Francisco en donde hasta ranas llueven (Magnolia); el enfrentamiento de un cruel magnate petrolero megalomaníaco con un predicador mesiánico (There Will Be Blood); la manipulación de un veterano de guerra alcohólico a manos del líder de un culto naciente (The Master); la investigación psicodélica de tres desapariciones en el turbulento Los Angeles de 1970 (Inherent Vice) y la relación tóxica (literalmente) entre un genio de la alta moda y su musa-colaboradora (Phantom Thread). Aún en la relativamente simple Punch-Drunk Love el romance se ve obstaculizado por una subtrama que involucra extorsión y una línea telefónica de sexo. Es de llamar la atención entonces que en su novena película, Licorice Pizza, el ya veterano director se permita contar una historia sencilla sobre la amistad y el primer amor, sobre crecer y encontrar un lugar en el mundo; una película donde la trama no es más que una colección de anécdotas excéntricas conectadas únicamente por el año: 1973, el lugar: San Fernando Valley, y sobre todo por la relación de sus protagonistas. Sí, Licorice Pizza es la más liviana, la más luminosa, la más despreocupada y alegre de las películas de P. T. Anderson, pero no por ello la menos profunda. Al contrario, es un buen ejemplo de que en el arte lo complejo y lo sencillo no están necesariamente peleados y, lo que es más, a veces van mejor juntos.

Como los dos elementos del título que no deberían ir bien y sin embargo funcionan, la pareja al centro de Licorice Pizza está conformada por Alana Kane (Alana Haim, un tercio de la banda de hermanas Haim) y Gary Valentine (Cooper Hoffman, hijo de Philip Seymour Hoffman). Alana tiene 25 años (o tal vez 28, ella cambia sus respuestas) y no sabe qué hacer con su vida. Gary, un actor de mediano éxito, tiene 15 años, pero tiene el currículo, el instinto para los negocios y los contactos de alguien de cuarenta. Alana es la menor de tres hermanas y se siente juzgada por todos en su familia. Gary es el hermano mayor y, sin padre y con su madre frecuentemente ausente atendiendo negocios que aparentemente él maneja tanto o más que ella, Gary es dueño de una independencia inusitada que le hace olvidar su edad. Es así como Alana se presenta casi a pesar de sí misma a la cita en el restaurante-bar Tail o’ the Cock donde Gary –quien es tratado con deferencia por el capitán de meseros como si fuera el patrón– la espera. Ella trata de desarmarlo con sarcasmo, de minar su fachada de adultito, pero es su propia confianza la que acaba socavada porque Gary le dice sin asomo de duda cosas como: “No te voy a olvidar. Y tú no me vas a olvidar a mí”. Al despedirse esa noche Alana está claramente atribulada y Gary esperanzado. Ella le da su teléfono y le aclara: “No somos novios. Somos… ya sabes”. Y él sonríe: “Lo sé”.

Y la verdad es que no lo saben. Primero Alana funge como acompañante mayor de edad para que Gary pueda asistir a un evento de promoción de la película Under One Roof (trasunto de Yours, Mine and Ours) en Nueva York. Después se vuelven socios en el negocio de venta de colchones de agua que se le ocurre a Gary para reemplazar su carrera actoral en declive. Brevemente son actriz y representante, al darse cuenta Gary de la capacidad histriónica de Alana. Ante todo, son amigos. Y hay algo platónico, eléctrico entre ellos que complica e intensifica su amistad. Alana tiene el carisma, el hambre y el je ne sais quoi que propulsa a las estrellas, pero le falta un objetivo a donde dirigir toda esa energía desbordante. Gary en cambio es pura decisión, una flecha capaz de cambiar de trayectoria en medio vuelo cuando descubre que un blanco se ha vuelto inasequible. Es esta curiosa circunstancia la que invierte la dinámica que cabría esperar debido a la diferencia de edad y le otorga a la relación un precario equilibrio que la hace no solo posible, sino emocionante para ambos. No es coincidencia que Alana sea quien maneja y Gary quien apunta al destino.

No obstante, Alana quiere escapar de ahí, de su casa, de sus dudas, de esa tierra de nadie cuando uno es técnicamente adulto, pero sin nada excepto la edad para probarlo. Una tarde le pregunta a una de sus hermanas: “¿Crees que es raro que pase todo mi tiempo con Gary y sus amigos?”. La vida le responde cuando, luego de arriesgar su vida y la de Gary y su pandilla conduciendo un camión sin gasolina cuesta abajo, Alana se da cuenta de que ella es la única que ha comprendido la gravedad del asunto. Decide entonces sumarse como personal del concejal Joel Wachs (Bennie Safdie, una mitad del dúo de hermanos cineastas) en su campaña para alcalde de Los Angeles. Ahora es ella quien intenta reclutar a Gary como productor de videos promocionales para Wachs, pero Gary ya está pensando en su siguiente negocio, máquinas de pinball, y Alana le recrimina: “Tú estás hablando de pinball y yo estoy en la política”. Ya no están sincronizados. Gary ha aprendido a conducir.

Como toda obra creativa, Licorice Pizza es la sumatoria de un montón de inspiraciones. Un ingrediente importante son las anécdotas de adolescencia del productor Gary Goetzman, amigo de P. T. Anderson, quien fue actor infantil y apareció en la película Yours, Mine and Ours con Lucille Ball (en Licorice Pizza llamada Lucy Doolittle) y tuvo tanto una empresa de venta de camas de agua como un establecimiento de pinball. Otra son las varias influencias patentes en la película y casi todas declaradas abiertamente por el director: Fast Times at Richmond High, Dazed and Confused, Almost Famous y, sobre todo, American Graffiti.

En el clásico de George Lucas, Curt Henderson (Richard Dreyfuss) se debate sobre ir o no a la universidad. A lo largo de su última noche en la ciudad, se encuentra con varios amigos y conocidos mayores que él y en ellos ve fantasmas de su posible futuro si no decide irse. El viaje de Alana tiene la misma estructura, pero resultado inverso. Durante el año de vida en que los seguimos, Gary y Alana se topan con muchos adultos y cada uno de ellos es una decepción o incluso una amenaza. El fotógrafo para el que trabaja Alana le da una nalgada con una naturalidad desconcertante, Lucy Doolittle es grosera y violenta con los niños de su reparto, Jerry Frick, dueño de un restaurante japonés, usa un acento cómicamente racista para comunicarse con sus “esposas” japonesas pues no sabe hablar el idioma, un par de policías arrestan a Gary violentamente al confundirlo con un sospechoso de asesinato (cosa que también le ocurrió realmente a Goetzman) y al darse cuenta de su error lo dejan ir sin explicarle nada ni disculparse.

Las cosas se vuelven más oscuras al acercarse a Hollywood. La agente Mary Grady (en una actuación magnífica de Harriet Harris) le dice a Alana que le recuerda a “un perro, a un pitbull inglés con sex appeal y una nariz muy judía” y le aconseja estar dispuesta a hacer desnudos o de lo contrario perderá el trabajo. Más adelante vemos a Alana audicionando para el papel de Rainbow ante el actor Jack Holden (un Sean Penn fenomenal interpretando una versión grotesca de William Holden quien aparentemente permitió el “homenaje” con tal de que el personaje usara su línea para seducir preferida). Holden observa a Alana impasible, con un brillo malévolo en los ojos, y antes de que se le escape la atrapa con: “Me recuerdas a Grace”. “¿Kelly?”, pregunta Alana embelesada. Acto seguido Holden tiene a Alana en el Tail o’ The Cock y la hipnotiza con inconexas líneas de diálogo ultra viriles robadas de sus películas. La noche cambia de rumbo cuando Holden distingue al director Rex Blau (en la voz aguardientosa de Tom Waits) entre los comensales del restaurante y ambos se disponen a revivir antiguas glorias escenificando un salto mortal en motocicleta. Holden le pide a Alana que haga el salto con él y ella se cae de la moto apenas esta arranca, evitando así dos potenciales catástrofes.

Jon Peters (Bradley Cooper), legendario socialité, mujeriego, productor y ex estilista, protagoniza el último roce con la farándula de Gary y Alana cuando los segundos van a instalar una cama de agua en la casa del primero. El productor es vil y errático con ambos, prometiéndole a Gary que estrangulará a su hermano menor si desordena algo en la mansión y descaradamente lujurioso con Alana, quien primero siente curiosidad y luego miedo.

Sin embargo, la gota que derrama el vaso para Alana es descubrir que su ídolo, el concejal Joel Wachs, el único personaje al que sus propias decisiones la han llevado y no las de Gary, aquel al que ella admira como un individuo íntegro y que lucha por sus ideales, no es quien parece ser. Una noche Wachs –quien ya había establecido contacto un tanto coqueto– llama a Alana para invitarle un trago. Al llegar al restaurante, Wachs no está solo. En una escena magistral, donde el encuadre y la composición nos permiten ver a Alana únicamente reflejada en el espejo, su expresión revelando lentamente su desilusión al descubrir que ella no había sido invitada a una cita romántica, sino requerida para encubrir el auténtico romance del concejal con Matthew, el joven compartiendo la mesa.

Como Curt en American Graffiti, Alana se da cuenta de algo y toma una decisión que ha estado postergando. ¿De qué se da cuenta? Es una de esas epifanías que pierden mucho al verbalizarse, pero que en esencia es el darse cuenta de que el mundo de los adultos al que tanto había querido acceder es falso. Los adultos están tanto o más perdidos que ella. Los distingue no la madurez ganada con la experiencia, sino una variedad de camuflajes y defensas: amargura, cinismo, crueldad, tristeza, soledad. Su decisión es correr hacia Gary. Y Gary, cada vez más independiente pero más insatisfecho, corre hacia ella.

Ya los hemos visto correr antes. De hecho, casi siempre que van a pie van corriendo y cuando no corren en la misma dirección, corren uno hacia el otro. Primero cuando Gary es arrestado y Alana corre a rescatarlo. Y luego cuando Alana se cae de la motocicleta de Jack Holden, Gary corre a rescatarla. Ahora corren en busca del otro para rescatarse mutuamente de un mundo que simplemente es más interesante que inhóspito cuando corren juntos.

A pesar de su ligereza, Licorice Pizza no ha estado libre de controversia. Por obvias razones: Gary, a pesar de actuar como adulto, es un menor de edad y Alana, a pesar de estar tan desorientada como una niña, es una adulta. La elección es audaz. Hay quien ha llamado a la película “problemática” o de plano una “glorificación de la pedofilia” con la misma bilis con que otros catalogaron a Phantom Thread de “propaganda de la masculinidad tóxica”. Estas reacciones provienen de una lectura limitada de la película. Hay un tipo de audiencia que se siente incómoda con la ambigüedad y que necesita que la obra lo tranquilice diciéndole cómo debe sentirse, cómo debe ver y evaluar a estos personajes. Hay cine excelente hecho con esa intención didáctica, pero ello no quiere decir que esa labor virtuosa sea la única a la que el cine debe aspirar. El cine (y el arte en general) es precisamente un lugar ideal para explorar claroscuros, adentrarse en las zonas liminales, en la irresoluble complejidad de la vida humana sin juzgarla. Paul Thomas Anderson siempre lo ha hecho. Está la ya citada relación en Phantom Thread, pero también la relación paternal de Sidney y John en Hard Eight que a pesar de su sangriento origen es de una ternura genuina, similar a la de Dodd y Freddie en The Master, o a los primeros años de cuidado de H. W. por parte de Daniel Plainview en There Will Be Blood. Está el amor cuasi maternal con que Amber Waves guía a Dirk Diggler en el mundo de la pornografía en Boogie Nights y está el erotismo con que Barry y Elena de Punch-Drunk Love se susurran en la cama cosas como: “miro tu cara y quiero machacarla con un marro” o “quiero sacarte los ojos y masticarlos”. Ante todo, Paul Thomas Anderson está interesado en el tipo de verdad que solo se captura cuando se atrapa un cacho de vida y se le mira atentamente, con sus contradicciones, sus sombras y sus luces y se dejan los análisis y consignas para otros. Claro que Alana y Gary son una pareja imperfecta, pero así son ellos y así es su vida en ese momento y así es su experiencia.

En Licorice Pizza la experiencia es la de la urgencia. Esa urgencia que es todavía la urgencia llena de posibilidades de la juventud temprana y no la urgencia angustiante de la juventud tardía. La prisa por comerle bocados a una vida que se antoja inagotable, por amar y ser amado y por descubrir de qué se trata. La sinceridad con que muestra esa sensación es la mejor cualidad de la película. Es la sinceridad de los frenos o las espinillas o el primer amor, es decir, la sinceridad de lo que no puede ocultarse.

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