Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Enrique Serna, Lealtad al fantasma, Alfaguara, Ciudad de México, 2022, 272 pp.


En su más reciente libro de cuentos, Enrique Serna presenta un conjunto de cuadros en los que no se puede confundir el tema principal: al fondo, el paisaje social e histórico del presente mexicano, en el centro, protagonistas cuya conformidad con la costumbre insípida de la clase media casi los desplaza por completo detrás de las instituciones que dictan su día a día: la familia y el trabajo. De pronto, irrumpe en ellos un deseo que los obliga a replantear sus prioridades. El hábito se perturba, la buena conciencia se rompe y despierta la rebeldía contra la sensatez asumida. El aliciente de este cambio involucra algo sexual y afectivo, una vibración de la carne, un cosquilleo mental que obsesiona con la fantasía de la caricia y el contacto. Se trata de impulsos terrenales que convierten a estos ejemplares de la medianía en criaturas cómicas y trastornadas. Los personajes no son idealistas que pretendan alzar su existencia mediocre hacia un modelo de excelencia mediante la consecución de un proyecto abstracto. Buscan el placer, la satisfacción inmediata que se ceba en prospectos de románticos y erotómanos. Los desborda la prisa, las ganas de palpar y, urgidos, se arrojan al océano de la pasión. En algunos casos, este semeja más bien un charco turbio de pocos centímetros de profundidad donde el protagonista se retuerce, entre gestos extraños y quejidos preocupantes, como si luchara contra poderosas corrientes submarinas. En otros casos, el salto es real y empuja a un viaje de reflexión y descubrimiento. Los cuentos, pues, son satisfactorios en grados muy distintos.

Los dos primeros, “El anillo maléfico” y “La fe perdida”, son los más desafortunados. Ambos tienen un protagonista cuya vida se trastoca por el deseo que sienten hacia una persona en particular. En el caso del primero, se trata de un profesor de preparatoria, Fidel, que comienza un amorío con una de sus estudiantes. El segundo es sobre la obsesión de una mujer, Elpidia, por una artista de la farándula. En ambos, los personajes llegan a un punto en que deben confrontar sus valores y llevar a cabo un acto que excede aquello de lo que parecían capaces. Y en ambos fracasa el desarrollo del personaje.

En el primero, las contradicciones del profesor no tienen una resolución satisfactoria. Esta se suplanta por un episodio de metaficción que desplaza el genuino dilema moral del protagonista. En vez de inventar alguna acción que lo obligue a sobrellevar la responsabilidad de sus actos, el narrador desanda el camino y cambia por completo la situación.  El cuento se queda sin imaginación moral suficiente para hacerse cargo del peso de la realidad de Fidel. Toma un atajo fácil y se hunde en una conmiseración que agudiza hasta el extremo los fracasos del desventurado profesor: no solo le niega la oportunidad de afrontar su destino, sino que también lo priva del conflicto inicial que lo había obligado a reordenar sus valores. Doblemente condenado, solo queda hundirlo hasta la más baja humillación: que muera como cobarde. Triunfa un humor excesivamente patético y la impresión de que este es resultado de una oportunidad perdida para que el personaje se haga cargo de sus deseos.

El segundo cuento sí ofrece una resolución a los deseos conflictivos, pero es impostada. En este cuento, para que la protagonista enfrente los problemas que suscitan sus fantasías, el narrador no echa mano de algún truco metafísico. Basta con que Elpidia, una mujer sencilla que trabaja como dependienta en una tienda departamental y vive con sus padres, resultara poseedora de suficiente sangre fría y determinación homicida para deshacerse en secreto de un músico célebre cual agente de la CIA. Su obsesión está más cerca de la ingenuidad adolescente que de la patología enfermiza necesaria para presentarla convincentemente como otra Yolanda Saldívar, mucho menos como una asesina meticulosa. No hay gracia, ironía o humor en la inverosimilitud de la trama, porque los resultados de sus acciones desembocan en una seria mejora de su vida. Parece, otra vez, que se ha tomado un camino apresurado para resolver los problemas del personaje.

Son mejores los cuentos “Paternidad responsable” y  “El paso de la muerte”.  El primero relata un decadente matrimonio de académicos, momificado por la falta de cariño y  finalmente agotado por el ridículo contraejemplo del recién adoptado Zeus, un perrito cuyo amor genuino y sincero hace patente que los académicos ya solo están juntos por hábito. La voz narrativa de la protagonista sostiene una distancia irónica entre su claridad mental y el desorden de sus actos que el humor de Serna aprovecha muy bien. No coloca a los personajes en ninguna situación moral interesante, pues hay más absurdo que conflicto de valores en la afección por el animal, pero también se evita el patetismo para mejor favorecer un humor ligero que no carece de ingenio.

“El paso de la muerte” trata sobre un amorío que cambia la vida de Samuel Ibarra, presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Se reencuentra con una compañera de la prepa, Elvira, y comienzan un tórrido romance que entra en territorios arriesgados cuando ella le dice que si no deja a su esposa, lo abandonará. Samuel se consume en tribulaciones. Aquí no hay clausura. La irrupción del deseo no tiene desembocadura definitiva, pero no se acude a ningún recurso arbitrario para propiciar el final. El gusto y el encanto que sostienen el relato dependen por completo de las dudas afectivas de Samuel. Su deseo es verosímil porque es imperfecto, abierto, dubitativo. Además, este relato tiene la virtud de insinuar la importancia de lo social en la constitución de las pasiones. Elvira, que es periodista, no solo representa para Samuel una vida sexual más placentera y un amor más rebosante de intensidad, sino también algo igual de emocionante: el ideal de una vida en la que el trabajo sí hace una diferencia para los demás. El deseo de Samuel asume así la vaga aspiración de una mejor existencia común. No se trata solo de una meta personal.

La compenetración del deseo individual con los problemas sociales se trata con más dedicación en “Abuela en brama”. Este relato, más novela breve que cuento, vale todo el libro y disculpa las deficiencias de las otras piezas. Sus pretensiones son notables. Trata sobre una mujer de mediana edad, Delfina, que decide buscar un amante luego de quedar tempranamente viuda. Lo encuentra por internet en alguien muy distinto a ella: Efraín, profesor de preparatoria con aspiraciones poéticas. Ella es una mujer de clase media alta que no ha conocido jamás dificultades financieras, posee una tienda de insumos artísticos en una colonia de alta plusvalía de la ciudad de México, sus hijos estudiaron en Estados Unidos y siempre ha sido beneficiada por la complicidad de su clase social. Él proviene de un barrio popular y de una familia pobre, sin estudios, que no pretendía ascenso económico, social o cultural.  La relación de Delfina y Efraín, narrada desde el punto de vista de ella, confronta directamente los prejuicios de cada uno respecto a la propia clase, la del otro y a su situación. Hay una clara consciencia de la ruptura social que los atraviesa y se interpone entre ellos, más todavía que la diferencia de edad. El idilio se rompe debido a esa distancia. Su relación, aunque finalmente irreparable, demuestra que la realización del deseo no es contraria o independiente de las costumbres y expectativas de la colectividad; todo lo contrario: solo frente a los valores sociales que determinan quién se puede relacionar con quién y en qué términos esa relación es aceptable el deseo aparece como una fuerza verdaderamente disruptiva.

Podría criticarse que el conflicto principal del relato es estereotipado. La manera en que Delfina plantea el problema de clase que afecta su relación con Efraín es demasiado transparente. Este se refiere explícitamente cuando ella asume la culpa de haber dejado que sus prejuicios la hicieran pensar mal de él: “la economía, la política y la historia de México se habían inmiscuido entre Efraín y yo, destruyendo mi sueño de construir un reducto ajeno a los odios de clase”. El tono de esta explicación carece de emoción. Enuncia la conclusión como un frío diagnóstico y se caracteriza a sí misma sin matices: “La intimidad que creía invulnerable tenía agujeros y grietas por donde se me coló el orgullo de propietaria, el acto reflejo de reafirmar jerarquías cuando un igualado se sale del huacal”. Se reconoce la culpa en estas palabras, pero no se siente la contrición. Se trata más bien de una exposición precisa y directa del problema central de su relación con Efraín. La falta de expresividad indica una neutralidad que desdibuja la limitación del punto de vista narrativo. Parece que Delfina no se encuentra en un lugar concreto. Predomina la impresión de que la voz narrativa se sale del personaje para hacer una apreciación imparcial de lo sucedido. Con ello, se gana mayor claridad temática, pero también se debilitan los contornos del carácter de Delfina y se alimenta la hipótesis de que el tema (la diferencia de clases en una relación romántica del México contemporáneo) se impone sobre el arte de elaborar personajes vivos que hablan desde un punto de vista propio. Sin embargo, hay también maneras hábiles con las que se hace patente el rango de comprensión de Delfina, sus alcances y sus limitaciones. Por ejemplo, cuando su relación con Efraín se está deteriorando, discuten con violencia y él le recrimina que ella nunca ha sido realmente libre porque solo se preocupaba por satisfacer las expectativas de su familia y de su clase. Delfina resiente el comentario y responde con un ataque. Pero cuando está en terapia, el psicoanalista le dice básicamente lo mismo con otras palabras. Delfina acepta este diagnóstico como la verdad. La diferencia retórica entre las formas de expresión de Efraín y las del psicoanalista es fundamental para ella, aunque ambas lleven a cabo una interpretación similar. La idea de que las formas de hablar son uno de los distintivos de clase más efectivos para sellar alianzas o enemistades es recurrente en el relato y aquí se hace patente de manera efectiva.

Durante una reunión en el departamento de unos amigos de Delfina, a la que lleva a Efraín, este se enfrasca en una acalorada discusión con algunos de ellos, quienes tienen una muy mala opinión del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Les indigna, además de las decisiones de su gobierno, que su manera de hablar en público sea dispersa, deshilvanada, impertinente, brusca y que esté llena de ocurrencias y chistoretes. ¿Cómo es que alguien que se expresa con tan poca elegancia y corrección ha llegado a ser presidente del país? Efraín replica que semejante consideración manifiesta un claro desconocimiento de las mayorías populares de México, que también hablan sin esa elegancia y corrección que tanto aprecian, por lo que es perfectamente natural y comprensible que las mayorías hayan votado por una persona que habla de modo más parecido a como ellas mismas hablan. La retórica del presidente, aunque sea opaca, informal, ilógica y, en suma, poco racional, es convincente porque se asemeja a cómo se expresa la mayoría de los mexicanos. Este argumento hace patente que el conflicto de clases no es solo discrepancia de voluntades o desigualdad de fuerzas, sino también incomunicación insalvable.

Semejante impasse comunicativo concentra muy bien la manera en que la voz narrativa de Delfina trata los problemas de las diferencias de clase. Por un lado, Delfina puede explicarse con toda claridad las razones que motivaron el rompimiento con Efraín. No tiene problemas para poner en palabras el conflicto social que atraviesa el país. Por otro lado, esta comprensión no impide que la relación fracase. Es claro que la conversación entre ellos no fue efectiva para resolver sus dificultades, pues las discusiones concluyen en recriminaciones amargas y se convierten en un diálogo de sordos. Así, la retórica sensata, articulada y racional de Delfina, correspondiente con la de una mujer educada, no es suficiente para lidiar con las desavenencias que surgen en su nueva relación. Al no encontrar una forma de expresar y arreglar sus disgustos, ambos recurren a las acusaciones habituales: que él es un vulgar aprovechado, que ella es una privilegiada controladora. La comprensión que Delfina muestra en su consciencia de las diferencias de clase es significativamente menos conflictiva de lo que sugieren sus encontronazos con Efraín. En su mente todo es transparente. En la realidad, las pasiones nublan su sensatez y la llevan a engarzarse en inútiles peleas. En esta disonancia hay algo muy contradictorio, que nunca termina de expresarse. La sensatez de sus interpretaciones sobre el conflicto de clase parece neutral y hasta natural (¿quién podría disputar que esas diferencias existen?), pero difícilmente pueden serlo cuando las peleas con Efraín continuamente la ubican como una de las partes en el conflicto. Así, la forma articulada y precisa, y el tono razonable y objetivo de su discurso sobre el conflicto de clases parecen ocultar un fondo mucho más oscuro y contradictorio. Se echa en falta el descubrimiento de lo irracional que late tras la patente sensatez de sus discursos sobre la diferencia de clases y el efecto de esta en la relación con Efraín. En esa irracionalidad hay un pathos que es la verdad de su carácter y de su condición, y que en el relato apenas se alcanza a percibir, pues en varios momentos la voz narrativa de Delfina parece salirse de sí misma para hablar en términos generales del problema de clases. La determinación concreta de su punto de vista en el conflicto se borronea y con ello pierde nitidez la expresión de las pasiones que laten tras la articulación de su discurso racional, educado y burgués.

Quizá sea injusto echar en falta un tratamiento más profundo del trabajo de caracterización de la voz narrativa frente a la diferencia social. En un relato corto difícilmente se puede atender con suficiente detalle un asunto tan complejo. Sin embargo, creo que debe mencionarse porque pone de manifiesto que las mayores virtudes de estos relatos solicitan un desarrollo más extenso del que se les dedica. La forma breve del cuento requiere instantes de claridad, precisión evocativa, hábil manejo de la ambigüedad, de lo no dicho, requiere encontrar en un suceso breve la síntesis más destilada de un carácter, de un conflicto. Yo no encontré mucho de esto en los relatos del libro. Aquí hay desarrollo psicológico detallado, dibujo de costumbres, diálogo continuo con el presente histórico. Decepciones como el giro de tuerca del primer cuento o la resolución inverosímil del segundo sugieren que la necesidad de acabar rápido con el relato no encontró una invención que hiciera justicia a la forma breve. No es extraño: creo que los talentos de la escritura de Serna aprovechan mucho mejor  la forma extensa de novela que la brevedad del cuento.

Un comentario aparte, positivo, merecen en ese sentido los relatos “El blanco advenimiento” y “Lealtad al fantasma”, que ejecutan con mejor fortuna la forma breve. En ambos, en vez de presentar un personaje habitado por un deseo disruptivo que se desarrolla hasta cruzar el punto de no retorno, hay sendos protagonistas que se enfrentan inesperadamente a la pérdida del deseo. El primero, porque una intervención quirúrgica mal realizada le causa impotencia. El segundo, porque una revelación mística cambia por completo la disposición hacia los apetitos sexuales. En ambos casos, la anulación del deseo coloca al personaje en una situación límite desde donde puede intuir la importancia que aquel tiene para la totalidad de su existencia. Cuando el deseo se anula, la realidad se les va de las manos. Hay un coqueteo metafísico con el tema de la trascendencia: hacia la muerte, hacia otra vida. En estos cuentos, el énfasis ya no está en el enfrentamiento contra la costumbre, la transformación de los valores o el trazo psicológico. Nos aproximamos más bien a las implicaciones espirituales del deseo. Este ya no es una fuerza que pone en movimiento las mecánicas de la carne, sino la puerta de entrada (o de salida) hacia una dimensión fantasmagórica, ajena a la de la materia: el orgasmo, la muerte, el sueño eterno. En el contacto sugerente con la dimensión mística del deseo, estos cuentos producen un efecto cuya intensidad elusiva se acomoda mejor a su brevedad. Sin embargo, y pese a sus imperfecciones, un relato como “Abuela en brama” deja en claro que Serna es capaz de ofrecer algo más interesante: un ambicioso retrato de personajes cuyo deseo se constituye desde la constitución social e histórica. Hay ahí el interés y la habilidad de representar vivamente costumbres, prejuicios, ambiciones mundanas y conflictos de clase que no por convencionales son menos significativos, pues en ellos se descubren todas las diferencias que sellan el destino de un individuo en la sociedad de su época.

Serna se muestra aquí como un cuentista a veces deficiente, a veces hábil, pero no brillante. Las grandes virtudes de estos relatos apuntan al desarrollo psicológico, la complejidad estructural y el trazo preciso y detallado de las costumbres que hay en sus novelas. Pese a esto, incluso en los cuentos que son insatisfactorios, hay un talento que no puedo escamotearles: nunca son aburridos. Esta afirmación, referida a sus libros de cuentos anteriores, quizá resultaría banal. En Amores de segunda mano, El orgasmógrafo y La ternura caníbal abundan el escándalo, la extravagancia y el melodrama. Hay pasión por la decadencia y la farándula, por la sordidez y lo prohibido, por la impostura y el orgullo herido. Tan solo el tema de algunos de sus relatos garantiza una sacudida del interés. En Lealtad al fantasma todavía hay un  gusto evidente por las pasiones carnales y oscuras, pero la visión se enfoca hacia un rango social más preciso y el tono se atempera. Ya no hay escenarios tan exóticos como el de “Tesoro viviente”, ya no hay inversiones tan explícitas y decididamente fantásticas como la de “El orgasmógrafo”, ya no hay el descaro burlesco de “El desvalido Roger”, por ejemplo. Se ha perdido la despreocupación por exagerar, por divertirse con lo grotesco. Esto no ayuda a los relatos más inverosímiles, que antes se desarrollaban con la frescura y el encanto propios de los sinvergüenzas y ahora simplemente no tienen gracia. El libro esconde una raíz mucho más seria, incluso melancólica. El deseo, aunque lleva a los personajes a escenarios risibles y llenos de contradicciones, muestra un lado grave, que negocia con la moral, con las costumbres realistas, con las aspiraciones políticas, con la muerte. Se contempla la descarga del placer con cierta distancia, no exenta de amargura o temor. En esta ambivalencia, el deseo ya no es solo un impulso que disfrutar en su máxima intensidad: es algo más abstracto, más refinado, más limitado, incluso, por las normas sociales, por la historia. Es, me atrevería a decir, una necesidad ética: para los personajes de estos cuentos, perseguir su deseo es el único camino viable para alejarse de la miseria existencial, de la ignorancia, de la mediocridad. Como sucede con otros escritores a los que se puede acusar de un gusto excesivo por el libertinaje y la decadencia, en este libro Serna muestra que detrás del interés por contar relatos que atentan decididamente contra las buenas costumbres no hay una negación del bien sino lo contrario: la fuerza que motiva a cambiar de vida (tal vez por una mejor) pasa por el cuerpo, por el goce, por la fantasía. Sin ella, solo nos queda la conformidad.

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