Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Emily Dickinson, Las ruedas de las aves, Aquelarre Ediciones, Xalapa, 2020, 253 pp.


Emily Dickinson (1830-1886), poeta, escritora de cartas, fragmentos narrativos, jardinera y horticultora, nació en el seno de una familia burguesa en Amherst, Massachusetts. Nieta del fundador de la Universidad de Amherst e hija del exitoso abogado, egresado de Yale, Edward Dickinson, Emily se preparó académicamente ya que asistió al colegio desde niña y posteriormente al seminario femenil Mary Lyon. Comenzó a escribir ensayos y poesía en la adolescencia, mas nunca publicó en vida, porque, como aseveró, no le interesaba, escribía para ella y los suyos. Es sabido que vivió alguna parte de su existencia resguardada en la finca de su padre, donde “por las noches, durante una parte crucial de su vida (de 1858 a 1864), pasó en limpio sus poemas, con trazos que acusan apenas un ligero roce del lápiz, sobre hojas de papel rayado cuyos folios cosía más tarde en pequeños cuadernillos”, como bien menciona uno de sus traductores al castellano, Juan Carlos Calvillo, en su prólogo a la edición de Las ruedas de las aves, publicado por Aquelarre Ediciones.

Dividido en dos partes, el libro está impreso con dos tipos de papel para diferenciar las traducciones de los textos originales. En la primera parte, se hallan el prólogo seguido por 78 traducciones de Calvillo, quien se dio a la tarea de consultar los archivos digitales de la Houghton Library de Harvard para traducir, no de poemas editados, sino directamente de los versos que emanan de la mano de Emily en sobres y sus solapas, en trozos de papel y hojas sueltas que la poeta compuso y desperdigó en distintos lugares de su hogar hacia la última etapa de su vida. Estos manuscritos se nos presentan en la segunda parte de esta hermosa edición. Con ello, el lector puede cotejar las traducciones y visualizar el juego de la poeta, quien para entonces ya no solo escribía sobre hojas sueltas, sino en otros objetos, como servilletas y pétalos de rosa. O bien, en una ocasión incorporó el cascarón de un grillo muerto a uno de sus poemas, el designado “Fr 291”; este y otros actos de escritura sobre objetos distintos, permite a Calvillo advertir lo siguiente, “que la poeta se interesó cada vez más en asuntos de formato, en la posible interacción entre las palabras y su soporte material y, a la vez, en la relación que existe entre las palabras y el universo que representan”.

Los distintos biógrafos de Emily han constatado su tendencia a escribir sobre papelillos sueltos. Cuando ya no cosía sus cuadernos, comenzó a experimentar con el espacio en el poema, recortaba y acomodaba papeles, hacía collages, algunos de los cuales obsequió a familiares y amigos. Usualmente, metía sus poemas en arreglos de flores cultivadas por ella misma, porque, según su perspectiva, la poesía y la jardinería compartían similitudes. Dar mantenimiento a un jardín, decía, era muy parecido al proceso de la creación poética, ambas requieren de tiempo, habilidad, paciencia, pensamiento y amor, para darle vida a la flor y al verso. No era gratuito que la poeta llamara a sus poemas “flores del cerebro”. Sus intereses científicos –la poeta realizó un catálogo de flores y hierbas de su región para uso propio y para la posteridad, pues actualmente es un documento de consulta para biólogos–, y literarios, fungieron como su refugio cuando, hacia los treinta años de edad, la poeta decidió abandonar la vida pública para dedicarse a su jardín y a la escritura. En su habitación, desde su ventana, Emily gozaba de un paisaje paradisíaco donde oía el cantar de las aves, veía la luz solar sobre los prados, habitaba, pues, el locus ideal para inspirarse y representar su mundo en un poema. Y es ese mundo tan íntimo el que Calvillo intentó reacomodar en estas páginas.

Después de cotejar algunas de las más de ochenta versiones de la poesía de Emily al español, Calvillo demuestra que no fue fácil mantener la rima y el verso, pero lo consiguió. Además, en sus versiones se vislumbra a un traductor consciente de que creación y traducción, si bien no son sinónimas, tampoco están completamente separadas, hay un espacio de contacto. Es decir, el traductor se sitúa en ambos terrenos. Por ejemplo, Calvillo emplea el verso medido, específicamente, el endecasílabo, que no mantiene la poeta en sus originales, ya que, al ser escritos en pedazos de papel, al acabarse el espacio, terminaba la poeta de escribir su verso. Lo que lleva a Calvillo a tomar decisiones basadas en su conocimiento del verso en castellano, pero también en su talento creativo. Sírvase como ejemplo, el que haya agregado algunos paralelismos en los poemas donde lo creyó pertinente, así ocurre en el poema “A 105a (J1123 / Fr1187)”, donde el yo lírico, atribulada por los traumas de la vida, encuentra paz en el advenimiento de la fe cristiana:

Un negarse a admitir la Herida

hasta que quedó tan abierta

que cupo en ella toda mi Existencia

y hubo precipicios cerca_

El simple cerrar de una tapa

que se abrió para el día

hasta que el tierno Carpintero

la clava para siempre y la termina (22).

La versión original es:

A not admitting

of the wound

until it grew so

wide

that all my

life had entered it

and there

were troughs

beside –

a closing of the

simple lid that

opened to the sun

until the tender

Carpenter

perpetual nail

it down – (103).

Hay un tratamiento distinto del verso, más coherente con nuestra lengua. Si bien, no son versiones cien por ciento fieles, pues en el verso “simple lid”, que Calvillo traduce como “el simple cerrar de una tapa”, cuando el adjetivo “simple” se refiere a la “tapa”, esto es a “la herida”, y no al verbo cerrar, tampoco son versiones completamente infieles. Es evidente que el traductor se tomó algunas libertades al traducir, pero no se pierde del todo el sentido original. Sus traducciones, prueban, sí, que la poesía puede traducirse, en contraste con lo se cree, y que la labor implica decisiones donde el conocimiento del traductor raya con la creación que, si no se detiene, bien puede tomar su propio rumbo. No obstante, estas traducciones, a mi parecer, no son completamente libres y se apegan, al sentido del original de Emily, aunque la forma cambie.

En el poema A 394 (J1423 / Fr1443), sucede algo parecido:

El Hogar más hermoso que yo he visto

se construyó en una Hora

lo hicieron dos Sujetos conocidos

una Flor y una araña a solas –

una mansión de encaje y de Satén – (54)

Su versión original es:

The fairest Home I ever

knew

was founded in an Hour

by Parties also that I knew

a spider and a Flower—

a manse of mechlin

and of Floes— (159).

De nuevo, la forma se altera, mas el endecasílabo en español, no empleado en inglés, mantiene el sentido y además añade ritmo y cadencia a la traducción. Se nota la sutileza con que el traductor trata los versos de Emily. Nos muestra qué tan mágicas son las flores de la poeta dónde cada verso, como diminuto pétalo, se abre ante los ojos de quien lo lee. La forma de leerlos también es curiosa en esta edición, ya que uno de los objetivos del traductor y del editor fue privilegiar otros elementos, como el estético y lo lúdico, pues con este formato invitan al lector a jugar con el propio libro al tener que buscar la página y, por un rato, volverse paleógrafo al cotejar con el manuscrito de la poeta. Este ejercicio nos permite generar nuestra propia opinión, con absoluta libertad, sobre la poesía de Emily Dickinson.

Así pues, Juan Carlos Calvillo nos obsequia unas versiones que le hacen justicia a la poeta estadounidense, por los motivos que he comentado. Se agradece que transite con delicadeza, para no ser “demasiado invasivo, puesto que Emily puede asustarse y escapar, como un ave con un movimiento súbito”. Radica ahí la importancia de estas traducciones, en el intento de acercarnos a la imagen “más prístina” de la poeta, y sin duda alguna, vale la pena conocer a la Emily Dickinson que se nos presenta en esta edición.

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