Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Ferreira Gullar, Las cosas de la tierra. Antología poética, Bonobos, México, 2015, 172 pp.


El día 27 de junio leía en El Norte el comentario que Daniel de la Fuente publicó sobre Las cosas de la tierra: “Gullar, quien publicó su primer libro en 1949 (Un poco encima del suelo), transitó por diversos momentos de la literatura brasileña: desde la poesía concreta o neoconcreta, la visual, la social”. Entonces pensé en qué medida una antología de la obra poética de un autor con estas características tendría que configurarse en función de un criterio historiográfico, que diera cabal cuenta de este tránsito por distintos movimientos y escuelas poéticas. José Javier Villarreal, en la selección que ofrece el libro Las cosas de la tierra, por fortuna no apela a este criterio historiográfico, sino a algo mucho más medular, algo sobre lo que reposa la poesía de Gullar: las cosas de la tierra. Porque si se puede hablar de poética, definitivamente tendría que ser en función de estos sutiles hilos que enlazan un poema con otro, un libro con otro, y no de la catalogación de textos en escuelas o periodos o generaciones.

      Pero cuando pienso en Las cosas de la tierra, me pregunto: ¿puede un libro contener las cosas de la tierra? “Porque el poema, señores, / está cerrado: / “no hay cupo” / Sólo cabe en el poema / el hombre sin estómago / la mujer de nubes / la fruta sin precio”. O solamente están, como en “Una fotografía aérea” está “una tarde que existió en una ciudad / aquí está / en el papel que (si quisiéramos) podemos rasgar”. ¿Podrá entonces el poema aproximarnos a la esencia de las cosas de la tierra? Seguramente no, al contrario, este libro cuestiona la idea de esencia: “El hueso / este hueso / (la parte de mí / más dura / y la que más dura) / ¿es la que menos soy?”.

     Pero aunque las cosas de la tierra no están en la poesía, la poesía está en la tierra, y nos pone ante los sentidos las cosas de la tierra. ¿Cómo? La poesía de Gullar recurre a la sinestesia, como en el poema “Una voz”, donde comienza construyéndose la voz femenina a partir del efecto auditivo del pájaro cantando (lo que sería obvio, un lugar común, y no habría revelación) para terminar con una configuración visual, donde se alteran los sentidos y ahí la voz ya no es un pájaro cantando, sino volando: “Su voz cuando ella canta / me recuerda un pájaro pero / no un pájaro cantando: / me recuerda un pájaro volando”. También recurre a la imagen, entendida, al decir de Lorca en su conferencia sobre Góngora, como “un cambio de trajes, fines u oficios entre objetos o ideas de la Naturaleza”. Como en el poema “Piel sobre piel”, donde se presenta la ligereza de la sábana mostrándola como otra piel, a lo que la disposición tipográfica volátil (nota del editor: desafortunadamente irreproducible en las rígidas columnas de Criticismo), serpenteante como la sábana en el aire, contribuye: «agitada en el aire / la sábana /me sobrevuela / ondula / y lentamente se posa / en mi cuerpo /(a lo largo de él) / casi tan leve / como mi propia piel».

     Pero si el libro no contiene las cosas de la tierra, ¿habrá algo que nos aproxime a ellas? Yo creo que sí: el poema nos desvela esas cosas de la tierra que no vemos, como el tormentoso camino del azúcar hasta el café: “La blanca azúcar que endulzará mi café /en esta mañana en Ipanema / no fue producida por mí / ni surgió dentro de la azucarera por milagro. // La veo pura / y afable al paladar / como beso de muchacha, agua / en la piel, flor / que se disuelve en la boca. Pero esta azúcar / no fue hecha por mí. // Esta azúcar vino / de la tienda de la esquina y tampoco la hizo Oliveira, / dueño de la tienda. / Esta azúcar vino / de un ingenio de azúcar en Pernambuco / o en el Estado de Rio / y tampoco la hizo el dueño del ingenio. // Esta azúcar era caña / y vino de los extensos cañaverales / que no nacen porque sí / en el regazo del valle. // En lugares distantes, donde no hay hospitales / ni escuelas, / hombres que no saben leer y mueren / a los veintisiete años / plantaron y cosecharon la caña / que se volvería azúcar. // En ingenios oscuros, / hombres de vida amarga / y dura / produjeron esta azúcar / blanca y pura / con que endulzo mi café esta mañana en Ipanema”.

     El poema desvela la suciedad de las cosas de la tierra: “Las aguas / aunque sucias viles / estancadas / del viejo pozo / hoy azolvado / donde otro tiempo sonreímos”. O las muestra perecederas: “que a nuestro / lado viajan / hacia el caos / y agriándose / y ardiendo en agua y ácidos / van camino de la noche / ¿vertiginosamente despacio?”. Pero hay algo que queda en el poema de las cosas de la tierra, para lo que si tuviéramos nombre quizá no necesitaríamos la poesía, como lo muestra “Insecto”: “Un insecto es más complejo que un poema / No tiene autor / Lo mueve una oscura energía / Un insecto es más complejo que una hidroeléctrica // También más complejo / que una hidroeléctrica / es un poema / (menos complejo que un insecto) // y puede a veces / (el poema) / con su energía / iluminar la avenida / o quién sabe / una vida”.

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