Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Joel Coen, La tragedia de Macbeth, Estados Unidos, 2021.


En la tragedia –ha dicho el filósofo Wilhelm Dilthey– el desagrado es más visible porque no puede prescindir del dolor, y nace de la necesidad humana por experimentar emociones fuertes como la tristeza, el miedo o la ira, todas ellas entreveradas con el malestar. No es extraño, entonces, que Macbeth sea una de las obras teatrales más representadas, incluso en las aulas escolares anglófonas. Tampoco sorprende que haya sido adaptada para el cine bajo las direcciones de Orson Welles en 1948, Akira Kurosawa en 1957, Roman Polanski en 1971, Justin Kurzel en el 2015, y ahora, en el 2022, Joel Coen haya creado su versión.

Esta es la primera película donde los hermanos Coen no trabajan juntos. Es también muy distinta a las dirigidas anteriormente por ellos, clasificadas en el género de la black comedy (Barton Fink, Fargo, The Big Lebowski, Oh Brother where art thou, Burn after Reading, etc.). Del largo repertorio cinematográfico, solo una de sus películas pertenece a otro género, el neo western thriller No country for old men (2007), basada en la novela homónima de Cormac McCarthy con la cual ganaron el premio Oscar a mejor director en el 2008. Sobre su decisión de no participar en la nueva adaptación de Macbeth, Ethan Cohen comentó que las obras trágicas de Shakespeare no lo cautivan, como sí lo hacen las comedias. Joel Cohen, por su parte, declaró que necesitaba trabajar algo fuera de su zona de confort y Macbeth representaba justo eso.

Dicho lo anterior, Shakespeare, me parece, estaría contento con la nueva adaptación de Coen, La tragedia de Macbeth, coproducida con la gran Frances McDormand. La historia, la producción, los espacios cinematográficos y la edición de los diálogos tienen su atracción y toque particular. Que los protagonistas sean Denzel Washington como Macbeth y Frances McDormand como Lady Macbeth ya es una garantía de que la película será valiosa. No obstante, los ambiciosos reyes pierden cierto atractivo al traer a otro personaje a la historia, el diabólico Ross como sombra y consejero del general escoces, lo que no ocurre tal cual en la obra original. Cohen, entonces, se vale de una licencia fílmica para jugar con varios elementos de la obra original y así crear su propia propuesta.

El único elemento no del todo logrado es el desequilibrado desarrollo del personaje femenino. Lady Macbeth me dejó con la idea de una reina orillada a la locura, sí, pero esto ocurre de manera precipitada. En una escena levanta los puñales ensangrentados, en la siguiente intenta sosegar a su marido y, de pronto, la vemos totalmente enloquecida. La transición de un estado mental a otro no se construyó de manera sucesiva o acumulativa sino repentina. Incluso, no queda claro si, en la versión de Coen, ella se suicida o es Ross quien la lanza por los escalones del castillo.

Uno de los tantos aciertos de la nueva adaptación fue filmar en blanco y negro, herramienta del cine para remitirnos al pasado biográfico de un personaje, así como para agregar cierta distancia entre el espectador y la historia que se cuenta. Como parte de la construcción de los espacios claroscuros, las escenografías y los sitios de filmación ayudan a que las acciones puedan apreciarse con más detalle porque no hay mucho que distraiga al espectador. Incluso, los escenarios, muy propios del cine expresionista, dan la pauta para sumergir al espectador en la butaca de un teatro. Al menos esa es la atmosfera creada. Llama la atención el escenario, cuya decoración la constituyen formas geométricas muy definidas, líneas largas, edificios planos sin adornos, y espacios vacíos muy parecidos a las melancólicas pinturas de Giorgio De Chirico.

El hecho de que Lady Macbeth y Macbeth dialoguen en el mismo lugar, pero en distinto cuadro, devela la insoportable soledad de los personajes, la angustia individual de cada uno, y de nuevo nos remite al espacio del teatro, donde quien habla es el punto de enfoque mientras el otro personaje permanece en off, fuera de encuadre. En una entrevista para The New York Times, Coen comenta: “I wanted to go as far as I could away from realism and more towards a theatrical presentation… I was trying to strip things away and reduce things to a theatrical essence, but still have it be cinema.” Objetivo logrado de manera magistral, pues resulta ser un mecanismo para crear cierta desazón en el público, para descolocarlo aún más. Otra de las propuestas del director era resaltar que los hechos transcurren en la mente de Macbeth, nunca sabemos si es de día o de noche, reina la ambigüedad, el misterio, todo yace envuelto en un manto de niebla, como si estuviésemos en la pesadilla del rey de Escocia. El juego con la luz permite todo esto.

Las tres hermanas brujas refuerzan la atmosfera de desagrado, elemento esencial para el genero de la tragedia. En la versión de Coen, las criaturas repulsivas tienen la capacidad de contorsionarse y volverse cuervos. Se trata de seres diabólicos que no concuerdan con la perfección geométrica del resto de los espacios escenográficos. Simbolizan lo amorfo, lo malvado, lo que incita y atormenta a Macbeth. Vemos sus alas desplegarse desde la primera escena, volar hacia el interior del castillo, aparecer en las tinieblas, perseguir cada pensamiento del rey, y finalmente, partir en la escena final. De manera que el aspecto cíclico de la tragedia permanece en esta versión.  

Ya que toqué el tema de lo simbólico, la escena en que Macbeth ve el puñal es un acierto más. El soldado percibe al final del pasillo la daga y, conforme se acerca, se vuelve la luz que se cuela en la rendija de las puertas cerradas. De igual manera, cuando observa el bosque avanzar hacia Dunsinane, este se asemeja al sigiloso movimiento de una serpiente que se desintegra en miles de hojas arrastradas por el viento hacia la ventana donde el rey las observa. Todo ello se logró gracias a las técnicas visuales ofrecidas por la tecnología. Mediante el uso de la pantalla verde, se creó el paisaje boscoso y el castillo. Nunca se estuvo realmente en un espacio externo. No se utilizaron cuervos reales, ni hubo un bosque tenebroso alrededor.

Uno de los cambios más riesgosos del director fue el del lenguaje y la edición. Cohen no siguió verso por verso a Shakespeare. No alteró diálogos, lo cual se le agradece. En cambio, suprimió los más complejos. Ajustó una obra de más de cuatro horas de duración al tiempo récord de una hora con cuarenta y seis minutos. Para ello, dio prioridad a las escenas esenciales de la historia, así como al lenguaje directo en lugar del metafórico. Esto es, optó por un lenguaje narrativo, más conversacional si se quiere, con el objetivo de facilitar la comunicación de los actores. De ahí el ritmo equilibrado en los diálogos y soliloquios de Washington donde prima la tranquilidad y no la desesperación que estamos acostumbrados a oír en otras representaciones de Macbeth. Su voz templada rayando en lo melancólico nos deja con la sensación de un hombre en busca del poder no para atraer más poder, sino para dejar un legado; es, pues, su última oportunidad de hacer algo. Quizá por esta adopción de lenguaje conversacional la película atraiga a un público más amplio, al espectador común, en lugar de solo a los lectores de Shakespeare.

Macbeth es una de las tragedias fundamentales en la historia de la cultura occidental. Con esta adaptación, nuevas generaciones entrarán en contacto con ella y podrán apreciar el conjuro final: un mundo desgarrado, donde el crimen y el implacable castigo se cumplen como en toda tragedia clásica, pero desde la renovada concepción de un gran cineasta.

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