Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Richard Brautigan, La pesca de la trucha en América, Blackie Books, Barcelona, 2020, 153 pp.


Llevo dos semanas intentando escribir esta reseña y me está costando un mundo encontrar un resquicio por el que empezar a demoler la muralla que supone describir La pesca de la trucha en América. La palabra “inefable” se ha usado mucho (quizás, hasta cierto punto, más de lo estrictamente necesario), pero no encuentro mejor forma de hablar de Brautigan que iniciar por ahí.

Escribe como lo haría un suicida que sabe que se matará. Como lo haría el agua de un arroyo de montaña si los juncos fueran teclas. Es una mañana de sol en una biblioteca pública, un viaje en autobús por la sierra, una montaña de recibos y la factura del médico. Leer a Brautigan es asumir que, a partir de ese momento, vas a encontrar frases sueltas en el cesto de la ropa sucia y símiles absurdos en el lado frío de la almohada.

Aunque probablemente me negaría el saludo si leyese esto, porque si hay algo que no le hubiese gustado es ser el paradigma de nada, Brautigan es el prototipo de beat. Es un cliché viviente: todo talento sin un escape concreto, una sensibilidad excesiva y mal gestionada atormentada como en una bañera de agua hirviendo por el día a día de una América ultracapitalista y conservadora. Todo en el pobre Richard es la sensación incesante de estar consumiendo psicotrópicos, el olor a resaca, un esfuerzo poco interesado por fingir que da todo igual.

            Al leer a Brautigan uno entiende que lo suyo, en el fondo, es la poesía. Su prosa es una colección de versos que han acabado siendo otra cosa por azares de la vida, y es absolutamente imposible dejar de pensar que hay ideas que hubieran sido mejores poemas. Aunque, en el fondo, cuando alguien es capaz de escribir “She moves about the place / like distant gestures of solemn glass”, lo difícil es concebir algo que no quedara mejor así.

Así pues, cabe abrir un pequeño paréntesis y tratar, siquiera brevemente, al Brautigan poeta, cuya sensibilidad y prosodia se cuelan en La pesca y que resulta esencial para poder entender su obra. En su poemario The Pill versus The Springhill Mine Disaster (al que pertenecen todos los poemas aquí citados), Brautigan intenta explicar lo mismo que en el que aquí nos ocupa: la soledad como una manta de ruido eterna y pesada que todo lo cubre y todo lo apaga, las mañanas de sol en las que la vida casi merece la pena, la América de los radiadores y las radios que a duras penas entiende qué quiere ser, su relación con Marcia, la lluvia tranquila del norte y las playas de California, la locura y la ansiedad, los árboles verdes del frío y el surrealismo como forma de escapar de las tostadoras y los vales descuento. Aquí es posible ver siempre al Brautigan que a veces solo se atisba en La pesca; el que escribe “I want your hair / to cover me with maps / of new places, / so everywhere I go / will be as beautiful / as your hair”, o “Your face / is so beautiful that I cannot stop / to describe it, and there’s nothing / I can do to make you happy while / you sleep”. El de “I love you, / said Ophelia, / and I love / that dark / bird you / hold in / your arms” y “I hate eating dinner alone. It’s / like being dead”. Un Brautigan que deja de intentar buscar una forma de hablar de la soledad y la pena a través de los peces y los bosques, que deja de intentar buscar una forma de huir de sí mismo en el silencio del viaje y de lo diario: que afronta lo que le grita por dentro y le permite escribir como escribe. En sus poemas, Brautigan olvida por un momento el terror de estar vivo porque, por un momento, estar vivo son solo versos.

            Si bien es prosa, La pesca de la trucha en América no es una novela ni una colección de relatos. Si hubiese que describir exactamente qué es, la mejor aproximación sería “Sí; desde luego, había futuro en el manicomio. Ningún invierno pasado allí sería totalmente en vano”. Es una colección de textos sin orden ni concierto, unidos con un sedal de pesca invisible y vaporoso como la ballena de Melville por la temática de la trucha y la América rural.

“Va en contra del orden natural de la muerte que una trucha muera por tragarse un sorbo de oporto”, afirma Brautigan, y tampoco dice ninguna mentira. Él no suele mentir: no le hace falta. Su prosa es tan creativa y contagiosa que, como afirma Alessandro Baricco, “donde nada parece tener sentido, Brautigan encuentra mucha, mucha belleza”. No necesita mentir porque las mentiras son para quienes no ven la eternidad en el inmenso existir de lo cotidiano. Cuando cae la tarde en un parque, él escribe: “para entonces el ocaso estaba cerca y la tierra empezaba a refrescarse según el procedimiento correcto de la eternidad”, y muestra que para él estar vivo no era más que una excusa para pensar en la muerte y en lo que queda de real después de las cosas del mundo.

La América de Brautigan, como él mismo reconoce (“y él se iba a América, que a menudo no es más que un lugar imaginario”), es más lo que él entendía como lugar que un sitio en sí. La pesca de la trucha en América no es más el diario de viaje de un excéntrico que una sucesión de días inconexos  en una tierra surcada por arroyos de pesca imaginarios. En el libro, Brautigan ni siquiera existe: el protagonista es la pesca de la trucha en América, y cabe preguntarse hasta qué punto esto no es verdad de él mismo; hasta qué punto no es más que la idea que de él tienen los bosques de Tacoma y quienes lo encerraron en un psiquiátrico.

Al final, hablar de La pesca de la trucha en América se parece mucho a uno de los ríos que tanta calma le daban a Brautigan. Las palabras empiezan en lo alto de la página y, de repente, llegan las rocas y el agua deja de ser agua y se vuelve el reflejo del sol y el movimiento constante del mundo; y, de repente, para cuando nos queremos dar cuenta, “lleva lloviendo dos días, y a través de los árboles el corazón deja de latir”.

Publicar un comentario