Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Cristina Peri Rossi, La insumisa, Menoscuarto, Palencia, 2020, 238 pp.


Antes de la ley de los hombres –encarnada en la violencia del padre–, y antes de la palabra del hombre –el canon literario, condensado en la biblioteca del tío–, estuvo el deseo de una hija por su madre y la urgencia de crecer para casarse con ella y cambiar, a través del amor, la ley del mundo. A la dimensión erótica de este deseo, cuya enunciación llana y transparente da inicio a La insumisa –“la primera vez que me declaré a mi madre, tenía tres años”– y que contiene el núcleo de la extensa e intensa obra de Cristina Peri Rossi (Montevideo, 1941), reciente Premio Cervantes, hay que entenderla como la manifestación más elemental y directa del deseo por la vida, que no es sino la primera y la más osada de las insumisiones.

Novela autobiográfica, La insumisa se sirve de un fino mecanismo ficcional que, si bien en otras circunstancias podría pensarse como un mal necesario del género, aquí se transforma en la sustancia que comparten la autora y la niña que recién está descubriendo el mundo en la llanura uruguaya, hija de un matrimonio conflictivo, recibida y mimada en el campo por su familia extensa debido a un principio de tuberculosis y que, entre vestigios arqueológicos de la Conquista y la huella material de la invasión inglesa –los trenes–, se percata de la violencia inherente a la cópula entre la vida y la muerte, palpable en la naturaleza, y padece y desafía la crueldad de los adultos. De esta crueldad, su padre personificaría a su ejecutor más inflexible, y su violador al mensajero más vil de la brutalidad inmemorial contra las mujeres.

La sinceridad del texto es posible gracias, precisamente, a que abraza la ficción para recrear los espacios a los que la memoria no llega, o de los que físicamente no puede participar si no se transmuta en imaginación. La insumisa es capaz de evocar la trágica historia de amor de una joven pareja de genoveses en pos de la prosperidad del nuevo mundo, con el ambiente húmedo y salado, cargado de ratas, de la tercera clase de un barco henchido de migrantes hambrientos como escenario de fondo; y atravesar el tiempo, partiendo de los infructuosos intentos del novio, con la mirada y el deseo puestos ya en Montevideo, por enseñarle a su amada a hablar castellano –la futura bisabuela de Peri Rossi quien, sorda de amor, no aprendería nada– para, en el mismo capítulo, dar un salto de tiempo y continente y llegar a la Barcelona del siglo contiguo, donde a una Peri Rossi de unos treinta años el exilio se le revela de golpe, y con todo su ensañamiento al igual que a su ancestra, como una soledad amorosa y, por lo tanto, lingüística: “los enamorados y las enamoradas tienen su propia lengua, cambiar de amor es cambia de diccionario, y dejar un amor es perder un dialecto”.

La historia, en tanto que narra el proceso de elección del lenguaje como la nave sobre la cual surcar el propio deseo –desafiante, anormal, impetuoso– y que, en este sentido, es una Bildungsroman autosuficiente que ofrece un equilibrio sugestivo entre obediencia y transgresión, inocencia y sagacidad, coraje y ternura, sitúa sin embargo el interés de su trabajo evocativo en el puente que tiende entre la vida y la literatura.

De frente accedemos a los pasajes más significativos de la niñez y la juventud que gestarían la simiente de la obra a través de un estilo que contiene y mantiene, con una soltura que no le rinde cuentas ni ajustes a nadie —al saberse heredera de su propia tradición combativa, cuya consecuencia material y política más grave terminaría con Peri Rossi en el exilio a causa de su oposición a la dictadura militar uruguaya—, el erotismo y el humor. Sin embargo, es entre líneas donde se rastrean los pasadizos entre la experiencia y la sublimación,  proceso que da lugar a la alquimia artística. Se halla, en el centro, la cuestión de la diferencia sexual, descubierta en todo lo largo de su materialidad –y en la estrechez de su simbolismo– cuando el hijo del vecino, un poco mayor, se baja los pantalones y, presumido, afirma ser dueño de algo que la niña no tiene. Respuesta de la niña: “Lo tendré. Ya lo verás”.

La promesa se cumple en la obra. En el poema “Dedicatoria II” del poemario Evohé (1971), cuando se reconoce que “a lo que faltaba, / yo le puse palabras”; o en “Prólogo”, del mismo volumen, donde queda patente el sentido de la urgencia en lo erótico –“lo tendré, pero ¿cuándo?”– y la manera en que la pulsión literaria se entrelaza con el miedo a la muerte, que no es otra cosa sino la resistencia a la desaparición completa, a la ausencia definitiva, a la degradación absoluta:  “las mujeres son libros que hay que escribir / antes de morir / antes de ser devorada / antes de quedar castrada”.

Así, si en el cuento “La influencia de Edgar A. Poe en la poesía de Raimundo Arias” (en La tarde del dinosaurio, 1976) vemos a una hija pequeña hacerse cargo de la tristeza de su padre a causa del exilio, en el relato de la vida la niña que es Peri Rossi comparte, en cambio, la carga de su madre por otro tipo de desarraigo –el  vaciado de la felicidad que la violencia intrafamiliar opera en la psique y el cuerpo– “como una leona sustituye a la otra cuando está cansada durante una cacería”. Y mientras que un mendigo llama a la puerta a la hora de la siesta para pedir un encendedor de yesca, y en la solicitud viene implícita la revelación de la arbitrariedad del deseo que lo mantiene sujeto a la vida –“¿No hay un yesquero viejo?” (…) Otra cosa no quiero”–, en La última noche de Dostoievski (1992), un adicto al juego y su psicoanalista coinciden en que si desear es agotador, la alternativa se erige mucho menos atractiva, porque la falta de deseo enferma.

Pero quizá resulten más evidentes los vasos comunicantes entre el afán por la limpieza del salón reservado a las visitas, así como la voluntad de los hombres por controlar el cuerpo de las mujeres –y de los ricos por someter a los pobres–, intuida con turbación por la escritora-niña en la pintura al óleo que preside el comedor de su casa, donde un grupo de señores elegantes disfruta de un almuerzo alegre y campirano alrededor de una joven desnuda (probablemente una prostituta, probablemente el plato principal), que trasladan ambas anécdotas biográficas a la pasión por la asepsia del hogar y la inquietante cirugía/violación de la muñeca de Alicia en El libro de mis primos (1969). No se puede dejar de mencionar que la ambigüedad del efebo femenino que enamora a Equis, protagonista de La nave de los locos (1984),  tendría su origen –es otra hipótesis– en la elección de la niña que quiere ser escritora de desobedecer el mandato “los hombres se enamoran de las mujeres y las mujeres de los hombres”, nada más enterarse por boca de una amiga suya que está en el mismo apuro de su condición de homosexual, de anormal, puesto que para ella “lo importante era el amor, y no quienes lo sentían”.

La carta dirigida en primera persona al padre muerto –en quien también se reconoce al infame rey enamorado de su hija, el reyecito engreído y de chocolate al que Equis vence en La nave de los locos–, y la extraña supresión de la hermana menor del relato por haber cometido la terrible falta de no saber hablar nada más nacer, son anomalías que enriquecen al texto; como lo es también el viaje poético de una copia de la novela Nena querida de William Saroyan, que aparece por vez primera en Montevideo para reaparecer en Europa años después, y a la que la voz narrativa reconoce por la dedicatoria de su propio puño y letra del libro a la mujer que ama –que es siempre la misma, y que es siempre otra–, y cuya veracidad resulta irrelevante, no así lo que el libro de Saroyan tiene de verdadero, que es la misma verdad contenida en las páginas de La insumisa y que, posiblemente, sea también la razón de que se concibiera: el reconocimiento de la humildad de la escritura y de la propia vida frente a la grandeza y la generosidad del amor.

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