Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Yuri Herrera, La estación del pantano, Periférica, Cáceres, 2022, 192 pp.


Yuri Herrera comenzó su carrera como novelista con la publicación de Trabajos del reino en 2004, hace ya casi veinte años. Desde entonces ha publicado tres novelas más, tan breves como la primera, pero ninguna ha pasado desapercibida. No es de extrañar. Pocos debuts han sido tan notables como el suyo en la literatura mexicana reciente. Cuando la violencia asociada al crimen organizado comenzó a desbordar los titulares, las ambiciones literarias hicieron lo propio y recurrieron a un conjunto de temas, personajes y tonos asociados a lo que la imaginación nacional identificaba inmediatamente con el narcotráfico. Si eso que se ha llamado narcoliteratura fue solo una movida publicitaria, un género derivativo o el más reciente avatar local del rancio realismo, son cuestiones que se han discutido largamente. No sé si alguna conclusión definitiva puede sacarse de ese episodio de la literatura mexicana además de que, independientemente de lo que se pensara sobre la identidad y los supuestos de la narcoliteratura, a esta etiqueta le sobrevivieron un puñado de obras que incorporan el tópico del crimen organizado y que todavía vale la pena leer, apreciar y discutir. Y entre ellas destaca Trabajos del reino. En su última novela, La estación del pantano, podemos observar claramente el camino que ha recorrido Herrera como novelista y que parece marcado por una evolución importante. Si no la tomamos en cuenta, difícilmente podremos ponderar adecuadamente el valor literario de su obra. Por ello, es necesario repasar, aunque sea rápidamente, las cualidades más llamativas de sus primeros libros antes de que el último nos revele la justa medida de su propuesta.

Alejada de la retórica tremendista y no pocas veces melodramática de los titulares noticiosos y sus anécdotas “fuertes e impactantes”, Trabajos del reino presenta el narcotráfico no como un submundo marginal poblado de criminales, violencia, despilfarro, inhumanidad y vulgaridades situado en ranchos polvorosos y tugurios de mala muerte, sino como un organismo feudal y mítico, en cuyo centro se planta el típico hombre fuerte, paternalista y autoritario que nos remite al largo linaje de machos y caudillos que abundan en la literatura de América Latina, y a quien el narrador llama simplemente “el Rey”. El protagonista de la novela, Lobo, es un cantautor de corridos que se incorpora a la corte del Rey como encargado de engrandecer y difundir la grandeza de este con sus composiciones. Poco a poco, crece su desencanto hasta que finalmente rompe lazos con el Rey y su reino, que se derrumba debido a luchas intestinas. Las mayores virtudes de este breve relato son su estilo sentencioso y memorable, el punto de vista lírico de la narración y la idea de no asociar el crimen organizado con una actividad económica que produce, vende y distribuye drogas, llevada a cabo por individuos sin moral ni escrúpulos, solo animados por el deseo de enriquecerse. En vez de esto, el organismo criminal es una forma de vida cuya cohesión es el poder personal, patriarcal, arquetípico y premoderno del Rey, quien ofrece al protagonista lo que nada ni nadie más a su alrededor puede darle: un sentido de orden y propósito, un trabajo, una vía para dar salida fructífera a sus aspiraciones artísticas, respeto y la cercanía de mujeres que le gustan. La fidelidad al hombre fuerte que todo lo puede en un mundo donde ni la familia, ni el Estado, ni el trabajo o la moral dan al protagonista un asidero está en el centro de la novela.

Si no mal recuerdo, en ninguna parte aparecen los términos “droga”, “cártel”, “narco” o “sicario”. El Rey debe dedicarse al negocio de la droga, pues su organización compite con otras, actúa con violencia fuera de la ley y se pudre entre mucho dinero, pero la impunidad y la riqueza acumulada por la mala no son exclusivas de ese negocio. El Rey bien podría ser un político corrupto, un hacendado o un cacique, otro Pedro Páramo de los muchos que han concentrado informalmente grandes cantidades de poder en su pequeño rincón del país. Herrera toca así una de las fibras centrales de nuestra historia y de nuestra cultura, y con ello diluye las apariencias, descarta lo accidental para llegar a la médula del asunto: tras los negocios informales que se asocian al narcotráfico, hay un sustrato social cuyo objetivo no es solo aumentar la ganancia. Sin la esperanza que los desposeídos depositan en figuras de autoridad, riqueza y carisma que les dan trabajo, reconocen su valor y les despiertan un sentido del propósito, no hay fuerza capaz de sostener organizaciones informales. La gran diferencia de Trabajos del reino frente a otros retratos del caudillismo es que su centro no es el Rey y la tragedia que es ganar, conservar y perder el poder, sino Lobo y cómo se destruye el encantamiento, la fascinación que lo ata a esa figura patriarcal posibilitando así, como sugiere el final de la novela, que por fin sea dueño de sí mismo, es decir, que sea más libre. En vez de que las miserias del caudillo lo arrastren con su caída, Lobo logra liberarse de la sombra ominosa del hombre fuerte. No es equivocado, por lo tanto, afirmar que Trabajos del reino es una novela de formación. Su conclusión indica que un cambio fundamental ha sucedido en el interior de Lobo. Ya no tiene fe en el poder del Rey y, según las palabras del narrador: “Era dueño de cada parte de sí”.

La habilidad para narrar la transformación anímica de su protagonista parecía consolidar una clara tendencia con la segunda novela de Herrera, Señales que precederán al fin del mundo, que narra el viaje de Makina a Estados Unidos en busca de su hermano, quién migró hacia allá para luego de dejar de dar rastros de vida. Al igual que en Trabajos del reino, aquí la realidad se filtra a a través de la mirada del protagonista. El mundo que está por terminar, descubrimos eventualmente, no es la estructura social de un país o la solidez física del plano material, sino el alma de Makina, quien después de experimentar un largo viajo a través de un territorio nebuloso y lleno de peligros, al final del cual encuentra a un hermano muy otro, muy cambiado, cambia ella misma. Esta novela muestra cómo migrar al norte recompone la identidad de Makina. Y aunque el sentido y la naturaleza de dicha recomposición es vaga y ambigua, el narrador evoca su profundidad. Al igual que en la novela anterior, aquí lo principal es la interioridad del protagonista y su camino hacia una forma de ser quizá más libre o aunque sea menos atormentada por las miserias cotidianas que son la condena del México seco, violento, evanescente y arquetípico de Herrera.

En su tercera novela hubo un cambio interesante. Lobo y Makina son seres más bien desadaptados y transitorios. Su lugar en el mundo es marginal y mutable. Incluso Makina, que toma parte en negocios diversos con varios caciques locales, se considera a sí misma alguien que habita los intersticios, sin arraigarse. Resulta natural que en un mundo patriarcal una mujer no pueda consolidar su propia parcela de autoridad que le permita establecerse como un polo fijo de poder. Lobo, siendo un artista, un alma sensible, digamos, también es incapaz de participar directamente en las luchas de poder que consignan alianzas y enemistades a punta de pistola. Al no adaptarse por completo a la violencia que forja reputación y territorio propios, Lobo y Makina son idóneos para diferenciarse de su medio y, al hacerlo, transformarse. No es casualidad que su evolución interna a lo largo de sendas novelas vaya de la mano con un distanciamiento de su medio. Lobo poco a poco rompe el aura de fascinación que cubre al Rey y a su organización. Makina se aleja espacial y espiritualmente de México a medida que se adentra en Estados Unidos. A diferencia de ellos, el Alfaqueque, protagonista de La transmigración de los cuerpos, la tercera novela de Herrera, se ha integrado perfectamente al México informal que palpita fuera del alcance del Estado y que rezuma silencios, desconfianza, amenazas ocultas, lealtades turbias y muertes olvidadas. El Alfaqueque es una suerte de operador independiente que trabaja para los poderes establecidos cuando necesitan arreglar asuntos espinosos por debajo de la mesa. Es un negociador, un mediador, más que un pistolero, pero conoce al dedillo las reglas implícitas de la fuerza bruta. Sus clientes son politiquillos ambiciosos, empresarios de medio pelo y funcionarios corruptos. Nada de grandes vuelos.

En las dos primeras novelas de Herrera el arco argumental es una transformación significativa de la identidad del protagonista que lo aleja del lugar que había llegado a ocupar. El Alfaqueque, aunque hace trabajos sucios que poca estima social le otorgan incluso entre quienes recurren a sus servicios, desempeña un papel funcional en el mundo y no necesita cambiar. Es la misma persona al principio y al final de la novela. La acción que emprende, además, no nace de una pasión personal, como sucede con Lobo y Makina, pues se trata de trabajo. Estamos frente a un profesional ganándose la vida. A causa de una serie de infortunios y malentendidos, los hijos de dos familias poderosas terminan cada uno en manos de la otra. La tarea del Alfaqueque es averiguar qué sucedió y organizar el intercambio. Hay una epidemia y un amorío de por medio. El Alfaqueque recurre a sus colaboradores habituales y compone el asunto. Aquí no predominan las ilusiones mistificadoras del poder, como sucede en Trabajos del reino, ni la metafísica territorial de Señales que precederán al fin del mundo. El Alfaqueque es una persona práctica que se mueve en un mundo de intereses bien delimitados. Estamos ante el México informal y violento, pero a través del Alfaqueque seguimos su lógica de poder, su economía, sus costumbres e incluso su historia. Él sortea con astucia los obstáculos que se presentan en su camino y desde el comienzo obtiene lo que quiere. Si Lobo y Makina emprenden sus peripecias para encontrar una versión de sí mismos que difiere de lo que eran, el Alfaqueque solo cumple con lo que se espera de él. Más que transformarlo, los sucesos reafirman su persona.

Hay cualidades que se conservan entre esta novela y las anteriores. El narrador sigue de cerca los pensamientos y las percepciones del protagonista. Evita particularizar a las personas y a los lugares evadiendo el nombre propio. No nos sitúa en un tiempo y espacio precisos. El relato podría suceder en cualquier lugar de México. Resulta paradójico, sin embargo, que Herrera decida mantener a su narrador tan cerca de la subjetividad del Alfaqueque cuando no es ahí donde sucede la acción más importante de la novela. No hay conflicto interior ni mudas de identidad en el Alfaqueque. La acción principal es exterior y sus motivos son distintos de sus impresiones y deseos constitutivos.

Intuimos que en las dinámicas colectivas capaces de producir un problema tan peculiar como el que requiere el intercambio de los jóvenes se ponen en juego formas primordiales de la organización social. Es llamativo, por ejemplo, que ante la sospecha de que a su hijo lo ha secuestrado una familia rival, la otra familia se apodere a su vez de la hija de aquella, pues ve en la igualdad de condiciones resultantes el único suelo parejo que garantiza una negociación exitosa. Esta reminiscencia a la ley del talión es una forma de atavismo patente en el México de la novela. No importa el Estado, la policía o las Cortes de justicia. Las familias poderosas resuelven sus asuntos recurriendo directamente al uso de la fuerza o a mediadores que actúan fuera de la ley. El mundo del Alfaqueque es violento y desesperanzador, pero como el personaje no se distingue por su oposición a él, ya que es parte integral del mismo, no hay motivo para que su identidad se transforme. Esto es significativo porque los dos protagonistas de las novelas anteriores de Herrera sí sobrellevaban una transformación interna, pero más todavía porque pese a que esto ahora no sucede, el punto de vista narrativo no se despega de la subjetividad. Aunque la interioridad de Alfaqueque no es contradictoria, ni sugiere malestares, angustias e insatisfacciones que favorezcan la expresión lírica, el narrador sigue puntualmente sus pensamientos y sus impresiones. No da un paso hacia atrás para enfocar mejor el centro de la acción, que es exterior y ocupa un espacio más amplio. Lo que importa está afuera del Alfaqueque, en los lazos y las dinámicas colectivas que producen la necesidad de negociar e intercambiar rehenes. Las costumbres, la moral, las expectativas verosímiles del comportamiento de los demás, el trabajo, las negociaciones, la economía de intercambios primitivos, en suma, la realidad colectiva que administra alianzas y enemistades entre grandes familias y que encuentra medios informales para componer desavenencias es el centro de la novela. ¿Por qué, entonces, el narrador insiste en dejarnos únicamente con el punto de vista del Alfaqueque? Las intermitencias de su subjetividad, las evocaciones dispersas y las suposiciones inmediatamente obvias para él mismo, pero poco esclarecedoras para el lector, confunden el orden de la acción y desplazan constantemente el foco de interés hacia la vida interior del Alfaqueque, que carece de conflictos significativos.

La disociación entre la importancia de la realidad exterior y el énfasis que se pone en la realidad interior se hace más evidente si recordamos el comienzo de la novela, cuando el Alfaqueque establece relaciones con una mujer, la Tres Veces Rubia. El juego de seducción, el sexo consiguiente y el significado que este ligue tiene para comprender la relación del Alfaqueque con las mujeres forman un episodio particularmente vivo. En ninguna otra parte de la novela encontramos un relato tan penetrante de las pasiones que motivan a un personaje.

El punto de vista lírico del narrador en las novelas de Herrera hace que el deseo del protagonista ocupe un lugar central. La fuerza lírica, entonces, es directamente proporcional a la fuerza con la que se desenvuelven los conflictos del deseo del protagonista. Así Lobo, por un lado, desea la aprobación y al mandato del Rey, pero por otro lado también quiere ser independiente. Makina desea encontrar a su hermano y regresar con él a México, pero a medida que se interna en los Estados Unidos y descubre ese otro mundo, renuncia a la posibilidad de que su hermano regrese y tal vez ni ella misma lo hace. No hay conflicto similar en el Alfaqueque. Siempre es claro lo que quiere y nada lo motiva a querer algo distinto. La acción principal es trabajo para él y acomete la tarea con la eficacia correspondiente. Su única dificultad y victoria netamente personal es la relación que entabla con la Tres Veces Rubia. Esta es la razón por la que el comienzo de la novela es lo mejor: las expectativas eróticas, el posible fracaso y el eventual éxito del deseo se nos narra desde el punto de vista más adecuado para ello.

El desplazamiento casi inmediato de este episodio por el problema de los jóvenes secuestrados no se lleva a cabo junto con una modulación respectiva del punto de vista narrativo, el cual difícilmente puede lidiar de manera satisfactoria con el mundo social de los acontecimientos externos. Pareciera como si Herrera intentara dar un salto que le permita encuadrar un panorama más amplio que los deseos individuales, pero sin renunciar a que el individuo particular sea el lente a través del cual aquél se proyecta. El resultado es un retrato disperso, desarticulado y confuso del medio social que habita el protagonista, cuyo deseo aparece y adquiere impulso sólo al principio, antes de cortarse y perderse.

A la luz de La estación del pantano, me aventuro a afirmar que desde La transmigración de los cuerpos Herrera se ha alejado del espíritu netamente lírico que caracterizó a sus dos primeras novelas. Su más reciente obra acude a una premisa histórica. En 1853 el presidente Antonio de Santa Anna exilió del país a Benito Juárez, su rival político. Este, quien se convertiría en una de las figuras más importantes para la historia de México, se refugió primero en Cuba y luego en Nueva Orleans, donde vivió un año y medio. Según la nota inaugural del libro, se sabe poco del tiempo que Juárez pasó en la ciudad estadounidense, por lo que la novela se encarga de reconstruirlo creativamente.

Al comenzar la lectura, se notan diferencias evidentes respecto al trabajo anterior de Herrera. Los personajes de sus novelas pasadas evocan arquetipos y eluden el nombre propio. En cambio, el protagonista de esta novela se identifica con un individuo completamente particular que además es lo opuesto a un arquetipo. En estos, la generalidad elude cualquier instancia histórica específica, pues se trata de tipos ideales. En cambio, Juárez es primero un individuo histórico cuya incógnita, como la de todos los individuos relevantes para la historia, es el valor que su figura tiene para la generalidad histórica. Podemos debatir qué significa Juárez para la historia de México, pero no podemos negar su existencia individual. De los arquetipos, aceptamos su significado conceptual y su poder de esclarecimiento general, pero podemos debatir si de hecho esos arquetipos tienen instancias individuales. ¿Realmente ha habido, como el Rey, un narcotraficante que concentre una corte a su alrededor cual monarca medieval? Da lo mismo, pues el arquetipo sirve para imaginar una manera en la que el poder opera. En esta novela, sin embargo, Herrera escoge al sujeto individual, particular e histórico antes que a la generalidad arquetípica.

Una consecuencia de ello es que el mundo del protagonista ya no es vago ni indiferenciado. El relato de Lobo o el Alfaqueque podría haber sucedido en varias partes del país. En cambio, Juárez está en un espacio y un tiempo específicos. Además, Juárez ocupa un lugar ya preestablecido por la historia. A diferencia de Lobo o Makina, cuya naturaleza es inestable y cambiante, o el Alfaqueque, cuyo trabajo lo hace moverse entre intereses diversos según lo dicte su interés práctico, Juárez es alguien de quien conocemos su pasado, su futuro, su apariencia e incluso su ideología. Jamás un personaje de Herrera había  poseído algo similar a una ideología política. Se ocupaban exclusivamente de sí mismos y de sus deseos inmediatos.

La elección del protagonista es doblemente sorprendente cuando avanzamos en la lectura y descubrimos que el narrador no se dedica a contarnos los conflictos internos de Juárez ni a delinear su carácter. Lo opuesto es regla: casi nada versa sobre sus flujos anímicos. El narrador se dedica más bien a bosquejar Nueva Orleans a través de una multitud de cuadros breves cuya unidad es que Juárez los presencio directamente. Y estos tampoco expresan un criterio de delimitación que exprese indirectamente la naturaleza interna de Juárez. Es verosímil imaginar que podríamos sustituirlo por otra persona y el conjunto de descripciones de Nueva Orleans no cambiaría. Los otros protagonistas de Herrera destacan por poseer un ánimo ambicioso, sentimental, astuto, mientras que este Juárez es más mustio que una estatua. Su elección parece supeditada al hecho de que pasó por Nueva Orleans

Sin embargo, en el último tercio de la novela emerge una linea narrativa que parece lidiar directamente con la vida interior de Juárez. En ese tramo, hay episodios en los que la esclavitud de los negros, prevaleciente en los estados sureños antes de la guerra de Secesión, se manifiesta como una relación de poder profundamente inhumana:

En el Hotel Saint Louis, uno de los más lujosos, la venta sucedía ahí, nomás al entrar, en la rotonda. Los capturados vestían traje y hasta bombín pero no zapatos, o zapatos que claramente no les quedaban. Y a las capturadas las vestían de señoritas blanqueadas y les daban una sombrilla, como si necesitaran protegerse del sol, porque la gente de bien necesita protegerse del sol. Las vendían como se vende un adorno. Un adorno que además se puede escarmentar si no hace lo que se le ordena.

También hay capítulos donde Juárez entra en contacto con estadounidenses que reniegan de la esclavitud y la consideran llanamente una vergüenza. Se acusa la hipocresía de un hombre de la Unión que reconoce que la esclavitud está mal, pero no tiene reparos en lucrar indirectamente de ella. Estos episodios contribuyen a presentar una imagen desfavorable del Estados Unidos que dependía del trabajo esclavo. Y el encuentro con esta cruda realidad parece motivar algún tipo de reconsideración en Juárez. Cuando conversa con un nativo americano, este afirma que la esclavitud no es un hecho aislado, sino que está intrínsecamente relacionado con el sistema de dominio y explotación que trajeron los europeos al nuevo mundo:

–No sabíamos ver de lejos; no les vimos los colmillos hasta que ya nos estaban mordiendo. Igual que ustedes. ¿Ustedes ya aprendieron?

–Ya –dijo él [Juárez]–, los tenemos bien vistos. Los ingleses y los españoles acechan constantemente con el pretexto de deudas que nos impusieron hace tiempo.

–Los ingleses, los españoles… y los franceses.

–No, los franceses ya no.

El hombre se interrumpió para mirarlo con curiosidad.

–Los franceses, no.

–Los franceses tienen también una historia de atrocidades, pero han cambiado. Francia nos dio la filosofía de la razón. Y, una vez que esa filosofía triunfa, ya no hay vuelta atrás

–La razón –dijo el hombre[…]– la razón no viene nomás en libros, viene también en la pólvora.

Aquí se hace patente que Juárez todavía no ha vivido el evento que lo hará más célebre (la segunda intervención francesa en México) y que continúa creyendo en el racionalismo europeo y sus promesas de ilustración, lo cual es consecuente con su afamado liberalismo. ¿Se trata de una actitud que cambiaría definitivamente cuando se enfrentara años después a los invasores franceses y que ya comenzaba a resquebrajarse? Podemos imaginar un debate interior entre su ideas políticas y la experiencia directa de la barbarie estadounidense o el futuro intervencionismo francés, y aunque se sugiere esquemáticamente una disonancia, jamás esta adquiere la densidad de una contradicción interna.

Otro episodio que trata directamente sobre el carácter del Juárez histórico es cuando contempla la ejecución de un hombre condenado a muerte por haber asesinado a un niño. La escena es mórbida y brutal. El condenado había intentado suicidarse cortándose la garganta y el abdomen, pero lo detuvieron a tiempo para que llegara vivo al cadalso. Cuando su cuerpo cae por la trampilla y la soga lo estira, se abren las heridas. Se asfixia, se retuerce y se desangra frente a los ojos de un Juárez  que contempla durante veinte minutos la muerte del hombre. Más tarde, habla del evento con un amigo y piensa: “La ley es tan terrible —iba a decir él— que la única manera de aceptarla es que sea igualmente terrible para todos, sin fueros ni excepciones, ese debe ser nuestro punto de partida”.

¿Cómo no remitirnos a la famosa decisión, tomada por él años después, de fusilar a Maximiliano de Habsburgo? Pese a que notables personalidades pidieron clemencia para el malhadado emperador (como Victor Hugo o Giuseppe Garibaldi) y pese a que el propio Maximiliano se consideraba un liberal cuyos ideales no bebían de fuentes distintas a las de Juárez, este decidió no concederle el perdón y dejó que lo ejecutaran. Mucho se ha debatido esta decisión e independientemente de si fue buena o mala en estrictos términos políticos, es claro que detrás del calculo abstracto inherente a los juegos de poder hay un hombre con valores e inclinaciones particulares que contribuyen a la hora de tomar una decisión tan importante, y ese es el hombre que la escena de la ejecución del infanticida intenta iluminar. Frente al horror de la ley que recurre a la violencia, Juárez concluye que solo se justifica tal cosa porque la ley es igualitaria. Se aferra a dicho principio, más lógico que cotidiano, y se descubre como el defensor de una idea, pero no como alguien que se convence de algo a partir de una profunda impresión, ni como alguien que se escuda en la lógica para conjurar el miedo a la posibilidad de que la ley sea irracional. No hay deseo en su idea. Parece más bien que la ejecución le da la oportunidad de anunciar directamente el contenido de sus creencias. Él ya tiene convicciones, que se expresan accidentalmente a raíz del ahorcamiento, pero no es la experiencia de este lo que produce dichas convicciones (o si lo es, no vemos el paso de la experiencia a la convicción). El resultado es que este episodio, más que mostrarnos cómo las vivencias de Juárez son significativas para él, nos recuerda que estamos ante el Juárez que se hará famoso por su férrea aplicación de la ley. La vida interior del protagonista de esta novela se asemeja más al estereotipo de Juárez que a una subjetividad en proceso de formación.

Si la novela pretendía indagar creativamente en un periodo específico de la vida de Juárez para contarnos el devenir de sus pensamientos y emociones, y convencernos de que algún valor tuvieron para él ciertas experiencias en un momento determinado de su existencia, la reafirmación constante de los rasgos de su carácter que serán relevantes en el futuro impone una teleología que desplaza la naturaleza espontánea, imprevisible y contradictoria de la experiencia subjetiva. Este Juárez es un destino histórico, no una personalidad viva.

No encuentro razón absoluta para ver con malos ojos que se retome el carácter comúnmente asociado a una figura histórica en una novela. Pero en La estación del pantano el narrador, típicamente herreriano, no se aleja del punto de vista subjetivo del protagonista. En el centro está la experiencia vital de Juárez: lo que observa, lo que piensa y lo que sueña. Al despojar su vida interna de una dinámica propia para quedarse con lo común, parece que no hay nada en el personaje que ancle el punto de vista narrativo. ¿Qué cambió en Juárez durante el exilio en Nueva Orleans? ¿Por qué atender ese periodo de la vida de Juárez y no otro? Al final de la novela, el narrador cuenta: “[Su] destino era Guerrero: ahí sería de mayor utilidad. Lo que no dijo es que no era sólo una decisión estratégica, sino un afecto: compaginaba mejor con la revuelta de negros en el sur que con la conspiración de levitas en la frontera. También pensó, por primera vez, en qué se llevaría consigo, si no bastaría con la garra de lagarto”.

Esta reflexión de Juárez justo antes de volver a México me hizo pensar que, como el personaje, yo tampoco sé bien qué se llevará de Nueva Orleans. El narrador menciona la garra de lagarto, un obsequio que Juárez recibió del nativo americano que insistió en que los europeos, sin excepción, han construido un sistema brutal de explotación. Se nos sugiere, quizás, que Juárez se llevó una advertencia contra el pretendido racionalismo occidental. Pero incluso esta interpretación no nos habla del surgimiento de un valor a raíz de la experiencia vital de Juárez, pues se trata de un consejo pronunciado explícitamente por alguien más. Es paradójico que Herrera recurra de nuevo al punto de vista lírico en la narración cuando su protagonista apenas da muestras de carácter y deseo, además de que sus conflictos internos están condicionados por una visión teleológica que refieren a un futuro conocido por nosotros, pero a escapa a la actualidad de los personajes ¿Es posible presentar un retrato del deseo y de la experiencia vital de un personaje cuando su carácter refiere sin cesar a un destino que se asoma desde el futuro preestablecido?

El trazo de la vida interior de los personajes está sobredeterminado por las referencias históricas, pero también es decididamente hermético. Prueba de ello es el episodio en que, enfermos de fiebre amarilla, Juárez y Melchor Ocampo alucinan. El narrador describe el sueño de Juárez de la siguiente manera:

Entonces algo cambia. Las ecuaciones describen lo que están haciendo, autopoiéticamente, doblan un pedazo de balsa y describen la fractura que le han causado, le enciman otro pedazo de balsa y describen la fuerza gravitatoria que ejerce uno sobre el otro; un pájaro solitario vuela por encima y, como si tuvieran brazos, las ecuaciones se describen a sí mismas alzándose y atrapándolo y destripándolo y usando sus restos para afianzar el refugio pequeño y concreto que le edifican, para el que no hay suficiente materia sino la que trae puesta, su traje ajado, sus zapatos polvosos. Están llevándose todo. Sabe que sigue él, que la suya es la única materia disponible, que el refugio tiene que ser hecho ya no para él, sino hecho de él.

Las ecuaciones, la autopoiesis, el pájaro, la sensación de despojo, el reconocimiento de sí como única propiedad… Todos estos elementos conjuran una imagen abstracta y vaga, que sugiere muchas cosas y ninguna en particular. La inventiva del estilo es evidente, pero no la expresión o el sentido. No se trata de un sueño que invite a la interpretación ni que constituya una manifestación que defina las fuerzas que bullen adentro de Juárez, quien permanece impenetrable aunque nos asomemos a su inconsciente.

La falta de un sustrato anímico que dirija la narrativa más allá de las referencias históricas que rodean al personaje de Juárez contrasta llamativamente con el trazo preciso y colorido del retrato de Nueva Orleans. El desorden público, la sensación de colapso inminente, la decadencia moral y la ambición depredadora de una economía sin descanso dotan a la ciudad portuaria de una intensa atmósfera. Las ventas de esclavos, el calor, el dinero y la podredumbre, las conspiraciones, la humedad, los establecimientos clandestinos y los hoteles lujosos en medio del sofoco producen un entorno completo y unitario. El punto de vista subjetivo de la narración obliga a la parcialidad y a la fragmentación, por lo que es complicado seguir el relato de los hechos, pero el desorden resultante favorece una impresión caótica que hace del puerto un paisaje vivo y pintoresco.

En Trabajos del reino y Señales que precederán al fin del mundo, la realidad exterior es difusa y vaga, no se sitúa con mucha precisión y carece de detalles, por lo que no parece existir por sí misma, más allá de los personajes. En La estación del pantano, hay una inversión. La realidad exterior es sugerente, conflictiva y bien delineada, mientras que la vida interior del protagonista es evasiva, referencial o decididamente oscura. Esta variación puede observarse incipientemente en La transmigración de los cuerpos, donde el Alfaqueque, aunque da muestras de un carácter propio y singular, no es el centro de la acción, que acontece en la realidad social que enfrenta a dos familias poderosas. La estación del pantano asume esa tendencia y la lleva aún más lejos al destituir a la vida interior de centralidad para concentrarse casi por completo en las impresiones que produce la realidad exterior en Juárez. Si las primeras dos novelas de Herrera muestran un claro interés por seguir de cerca las mutaciones internas de personajes en tránsito, su última obra más bien expresa el deseo de zambullirse en el mundo exterior para desentrañar las señales que constituyen la realidad histórica de un lugar que subsiste por sí mismo y que asume una identidad independiente de los dramas vitales de las personas que pasan por ahí.

Anclado a un modo de narrar que no se separa del punto de vista subjetivo de los personajes, el deseo de abrazar la realidad histórica en sus detalles particulares se descarrila en curvas que antes no aparecían en la obra novelística de Herrera, la cual, prefiriendo los paisajes nebulosos y las figuras arquetípicas, intercambia el detalle material por la profundidad lírica de los personajes, decisión que es consecuente con delimitar el mundo narrado a los conflictos individuales. Pero cuando estos son débiles, restringir la narración a la experiencia subjetiva quita más de lo que otorga al panorama, en este caso, de Nueva Orleans, pues por más hábil que sea su presentación, lo que se coloca en primer plano es la falta de contradicciones, deseos, personalidad y dinamismo que es el personaje de Juárez.

Pese al gran éxito de sus primeros libros, es notable que Herrera haya decidido no repetirse. Hay una apertura significativa en La estación del pantano a la realidad histórica concreta que no se encuentra en sus anteriores novelas. El ímpetu que acomete una tarea jamás realizada se hace patente en la habilidad con la que se elabora la atmósfera de Nueva Orleans. Y si bien el retrato pobre de Juárez no alcanza la altura de sus equivalentes en las dos primeras novelas de Herrera, al menos nos ahorró una desesperanza peor: la que causan los artistas que parecen resignados a no ir a ningún lado donde antes no hubieran triunfado ya.

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