Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Alma Delia Murillo, La cabeza de mi padre, Alfaguara, Ciudad de México, 2022, 204 pp.

Paula Vázquez, Las estrellas, Mansalva, Buenos Aires, 2019, 107 pp.


Tan solo desde comienzos del siglo XXI el registro de obras narrativas que tienen como eje temático una serie de conflictos con alguno de los progenitores, derivados por su muerte, por el abandono –físico o emocional– o por el abuso, no cesa de incrementarse en el mundo de habla hispana: Educar a los topos (2006), de Guillermo Fadanelli; Tiempo de vida (2010), de Marcos Giralt Torrente; Canción de tumba (2011), de Julián Herbert; El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011), de Patricio Pron, y Examen de mi padre de Jorge Volpi (2016), por mencionar unas cuantas. Todas ellas se inscriben en la denominada autoficción –un texto centrado en el propio yo–, específicamente en el género novelístico, aunque la de Volpi se corresponde más bien a una serie de ensayos en torno a la muerte del padre, otro de los temas tópicos de esta especie literaria. Doubrovski, a quien le debemos el término, aclara que “la autoficción no es autobiografía sino una ficción sobre eventos y hechos estrictamente reales”.

Por lo que hace a la búsqueda del padre, se trata de un argumento presente desde la fundación misma de la literatura occidental: Telémaco, en la Odisea, se aventura en la mar para dar con el suyo tras veinte años de ausencia. Aunque en el poema homérico esa subtrama, mejor conocida como Telemaquia, ocupa apenas cuatro rapsodias y el príncipe heredero de Ítaca no parece acusar un conflicto filial con Odiseo, los antagonismos entre padres e hijos en el tratamiento novelístico actual establecen la trama principal del relato.

La novela en tanto género se caracteriza por un narrador que cuenta una fábula. En La cabeza de mi padre quien narra se identifica: su nombre es Ana Delia Murillo (Ciudad Nezahualcóyotl, 1979), tiene cuarenta años y su relato es un ejercicio de “reparación” al que denomina “la novela de mi padre”. Desde el comienzo, admite el horror –y el amor también–que le causa escribir una historia en la que se propone desmitificar al progenitor ausente después de décadas de haber abandonado a la familia, conformada por la madre y nueve hijos. Así que escribe “para soltar el dolor del pasado y la angustia del futuro. Escribo para encontrar a mi padre”. Y lo hace luego de cuatro años de haber emprendido la búsqueda desde la Ciudad de México a un pueblo de Michoacán, de donde procede la familia, sin otra pista que una vieja fotografía mutilada del padre, una imagen sin cabeza, por tanto, sin rostro, un padre carente de identidad al que apenas si conoció. Alma Delia, la menor de todos los hijos, crece con el mito consolador del padre muerto, una mentira sostenida por la madre durante mucho tiempo, hasta que descubre que en realidad continúa vivo, en la tierra natal.

El relato centrado en el yo constituye una puerta de entrada para el (auto) conocimiento de la condición humana, tanto para quien lo escribe como para el lector; para acceder a él, se requiere de un punto de partida, de ahí que Murillo no pueda evitar su filiación vía el referente intertextual: “en este país todos somos hijos de Pedro Páramo”, lo que equivale a decir que nuestro mito identitario se sostiene en la ausencia de la figura paterna. El deseo de viajar al origen surge de un presentimiento fatal: a su padre le queda poco tiempo de vida, y lo motivará la esperanza de descubrir la realidad oculta tras la historia familiar, lo que le supone a la narradora hacer frente a numerosos conflictos: traicionar la versión materna, dejar atrás las falsas creencias, poner en riesgo su fidelidad al vínculo filial. Pero el objetivo se impone, el del completar la fotografía del padre decapitado.

Según Joseph Campbell, la función que el padre desempeña en el núcleo familiar deriva en el enemigo arquetipo, a razón de que representa la autoridad, la protección, la seguridad, el vínculo amoroso y la contención para su prole, lo que propicia las más de las veces antagonismos en las relaciones paterno-filiales, esté o no presente. A falta del padre, la narradora exalta a la figura materna pues es ella quien asumió todas las tareas de la crianza y la manutención; no obstante, reconoce que “es compleja y cambiante la relación con la madre” y reflexiona en torno a la abundancia de Juanes y Juanas Preciado que en este país buscan al padre, ya que “son los hombres quienes abortan masivamente”, los que claudican de sus funciones, mientras que el fanatismo por la figura materna permea nuestra cultura.

El viaje de la protagonista deviene periodo de iniciación, por lo que no estará exento de obstáculos, y tendrá lugar en dos direcciones que inciden en la estructura del relato: por un lado, el trayecto en busca del padre desconocido con destino a una zona controlada por los cárteles del narcotráfico; y por otro, el viaje hacia un pasado que acabó por determinar su presente: los orígenes de su linaje, las mudanzas constantes a zonas marginales del Estado de México, la miseria y el hambre, el abandono, los esfuerzos de la madre por mantener a todos unidos, las frustraciones laborales en el ámbito corporativo, la violación sexual sufrida en su infancia a manos de un vecino, los trastornos provocados por la ansiedad, las primeras lecturas y los complicados comienzos como escritora.

Cuatro décadas, desde los años ochenta, enmarcan el despliegue de su biografía, que se va entramando con la búsqueda del progenitor. Porque el contexto histórico de la novela es un ajuste de cuentas con la realidad del país que tiene como fin “revertir el sentimiento de vergüenza”, de modo que la narradora no hará concesión alguna a partir de su propia experiencia personal y aguda capacidad crítica respaldada en datos oficiales: la consolidación de un narcoestado, la indignación social, el fracaso del sistema educativo, los feminicidios, el abuso sexual infantil, la debacle económica… Si el Estado es un fracaso, nada de raro tiene que la familia como institución también lo sea y que los hijos de la disfuncionalidad sean legión.

La narradora deja ver que su búsqueda no se limitará a indagar sobre las causas por las que el padre cayó en el alcoholismo y por las que se marchó para siempre, sino que pretende responder también a la duda que tiene acerca de que si él no hubiera desaparecido, su vida –y la del resto de la familia– habría sido distinta, acaso menos desafortunada. Esto supondría que una vez dado el reencuentro, la hija le exija explicaciones al padre y le eche en cara el abandono, pero en el relato esto no tiene lugar. Y no ocurre así solo por las circunstancias: al llegar al pueblo de La Mina, en Michoacán, a Ana Delia, la madre y los tres hermanos que se sumaron al viaje se les revela que él es un halcón que tiene a cargo la vigilancia de la finca de un capo y que están rodeados de hombres armados. Porque, ¿quién en su sano juicio le reclamará algo a su progenitor si se sabe en peligro de muerte? A pesar de que las fantasías que se hiciera durante el viaje se estrellan contra la realidad, no parece guardarle rencor, tal vez porque al fin descubrió que estaba lista para “abdicar de todo cuidado paternal”, según reza el epígrafe del Shakespeare de El rey Lear que abre la obra.

Sin embargo, en un giro inesperado, justo antes de la partida será la madre quien ponga punto final a las hostilidades: “La vi pararse frente a mi padre, hablar como dos jefes de una tribu, como una Titania y un Oberón a punto de desatar tormentas. Se veían cargados y ceremoniosos. Luego mi madre tomó entre las suyas la mano derecha de mi padre y la sacudió como en un gesto político. Frente a mis ojos se pactaba la amnistía de todos los delitos de sangre, de la sangre familiar. Esperar cuarenta años para ver eso, para verlos darse la mano. Para reconocerla a ella, entera, vital, decidida, temeraria, un poquito desequilibrada, fiera amorosa, furia destemplada. Y para descubrirlo a él: ni débil ni verdugo, ni inhumano ni criatura de otros mundos, ausente sí pero no distante, torpe y amoroso, pocos huevos también, conmovedor, seguramente criminal, libre y endeudado”. Si la narradora es una Juana Preciado que busca al padre, no lo hará ni sola ni apremiada por el encargo materno: el de saldar viejas deudas; la suya la acompaña y, a diferencia de Dolores Preciado, esta pacta con el enemigo.

La escritora mexicana no solo se distingue por un particular estilo al emplear un lenguaje depurado en su fraseo, crudo y directo a la vez que poético, sino por el hecho de que desde su condición de mujer se sume al colectivo de escritores varones que cuentan el relato del padre, uno que exige la mayor honestidad y del que está lejos de escribirse la última palabra, sin que el suyo sea necesariamente una reivindicación de la figura paterna.

Otro de los símbolos universales de similar importancia al del arquetipo paterno es el de la madre, por representar el primer vínculo de apego para el infante, lo que lo hace sumamente vulnerable: no solo espera legítimamente ser cuidado, alimentado y protegido, sino ser aceptado de manera incondicional por ella. Los problemas comienzan cuando la madre biológica no ejerce como tal y se frustran las expectativas del hijo, acarreándole un sinfín de conflictos de índole diversa. La narradora y poeta argentina Paula Vázquez (Pilar, 1984) parte en Las estrellas del hecho de reconocer que padece un añejo sentimiento de abandono emocional en su relación con la madre. El relato es un largo y conmovedor adiós a la mujer que le dio a luz: por un lado, un proyecto que se plantea abordar la experiencia del duelo; por otro, una reconstrucción de la vida de la progenitora, el vínculo con ella y sobre el proceso de su enfermedad terminal y los ritos de pasaje.

Ya desde la dedicatoria, “A mi mamá”, se advierte que nos adentraremos en los misterios de una novela familiar en la que su autora intentará definir lo indefinible, pues para ella no hay mayor enigma que la vida de su progenitora. Si algo busca un hijo a través de indagar sobre sus padres es hallar el sentido de su propia vida: “Escribir un libro sobre la enfermedad de la madre, exhibir las llagas de la madre, las formas anticipatorias del duelo que se tejen en la familia, qué es, de qué naturaleza es el impulso que me lleva a construir esta forma de lo testimonial, qué dice de mí misma, qué de la forma de mi alma”. Y conforme avanza la enfermedad, se descubren mucho más cercanas la una a la otra.

Esa travesía indagatoria estará marcada también por lecturas referenciales, como Nocturno de Chile de Roberto Bolaños, que narra una noche de agonía de Sebastián Urrutia mientras que la de su madre dura ocho meses. El tiempo preciso para que la narradora dé entrada al caudal de recuerdos, reconstruya el pasado familiar y sopese las relaciones con distintos hombres que no le dan lo que dice necesitar, en suma, para concluir que se le dificulta cimentar lazos afectivos duraderos con sus parejas.

Y aunque en el trayecto del duelo conoce el amor durante su estancia siciliana en la persona de Matías, no olvida que de lo que trata su relato es de la conexión con la madre; en tanto esto no se pierda, estará haciendo literatura. Sería en Cuba, a donde viajó para traer un remedio hecho a base de veneno de escorpión que combatiera el cáncer de mama de la madre, donde afianza su intención de escribir sobre ella: “Voy a escribir un libro sobre la enfermedad, que pueda convertirse en un libro sobre la muerte, mientras mi mamá está viva. Es lo que tiene el oficio de la palabra, el impulso de transformar cualquier cosa en literatura. Es lo que tiene la función de la madre, dar vida, incluso en la muerte”. Pasajes metaliterarios como este hay muchos, que dejan ver las problemáticas sobre el proceso creativo a las que se enfrenta la narradora y las técnicas narrativas empleadas: su relato incluye poemas, letras de canciones, ensayos y crónicas de viaje para invocar a la madre en tanto invención.

La suya, por otra parte, es una familia común y corriente, funcional en apariencia, conformada por los padres y tres hijos. Quien narra es la hija mayor, y lo hace desde el amor, no el rencor, para “reparar” –y en esto coincide con Ana Delia Murillo– “lo que siempre estuvo roto entre mi mamá y yo. Aún cuando el efecto se produjo apenas unos meses antes de su muerte, estoy agradecida y esa certeza me mantiene anclada al mundo visible […] La reconciliación no es un mandato absurdo”. Llama la atención que nuestra narradora insista en su propósito de escribir a profundidad la historia de la madre para “reparar” el desencuentro entre ellas, sin embargo en ningún momento se detiene para explicar en qué consistió el abandono emocional y las causas que propiciaron que el vínculo entre madre e hija nunca se estableciera hasta antes de su enfermedad. Y lo menciono porque, según la pauta imperante de esta especie novelística, los hijos si en algo abundan es en el conflicto de origen a fin de trascenderlo y hallar el camino de su propia autorrealización; es decir, para matar al progenitor, metafóricamente hablando. Es que, tal vez, el lector aficionado a esta clase de relatos espere una larga lista de agravios atribuibles a alguno de los padres y numerosos reclamos por parte del hijo que narra. Nada de eso sucede en Las estrellas. En eso consiste la original propuesta de Paula Vázquez en esta su primera novela, que el vástago logre el entendimiento con su adversario de sangre antes de cometer parricidio.

  • Gabriel Mendoza Méndez diciembre 2, 2022 at 12:56 am / Responder

    Una reseña interesante, con un texto muy bien explicado que llama la atención desde el título; me agrada porque si eres de un país con problemas de violencia te puedes llegar a sentir identificado.

  • Areli Ambros diciembre 4, 2022 at 7:19 pm / Responder

    Esta reseña me parece interesante, es muy clara, y la verdad si me anima a leer las obras que se mencionan dentro del texto, el tema en el que se centra esta reseña es tan importante, ya que se ha vuelto tan común el hecho de que alguna de las figuras ya sea paterna o materna falte durante el desarrollo de un niño, la ausencia de alguna de estas figuras ocasiona un daño en el menor que lo lleva a preguntarse que quizá no fue suficiente como para merecer el tener una familia y muchas de las veces creen que la culpa es de ellos cuando no es así, los niños no tienen la culpa de las acciones de los padres.
    El ser padres es una responsabilidad muy grande y es de esperarse que un niño necesita de ambos para tener un adecuado desarrollo, cuando uno de los dos padres vive ausente provoca en el menor una frustración, son más vulnerables y ponen en riesgo la integridad fisica del menor así como su salud emocional. Los pequeños se vuelven adultos y cuando sufrieron este abandono tienen que lidiar con traumas que les impide explorar y confiar en los demás e incluso a si mismos.

    Me gustó mucho la reseña y sin duda la recomendaría.

Publicar un comentario