Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Martin Scorsese, Killers of the Flower Moon, Estados Unidos, 2023.


Martin Scorsese pudo haberse retirado en 1990 y habría merecido ya un sitio indeleble en la historia del cine con un puñado de filmes que se volverían clásicos: Mean Streets, Taxi Driver, Raging Bull, The King of Comedy y Goodfellas. Pero en la segunda mitad de su carrera, cuando se hubiera aceptado de él una serie de películas correctas e incluso mediocres, Scorsese se ha negado a bajar la vara y nos ha dado hitos como Casino, The Age of Innocence, The Departed, The Wolf of Wall Street y ahora Killers of The Flower Moon.

Killers of The Flower Moon está basada en la historia real de la masacre lenta y calculada del pueblo nativoamericano de los Osage, perpetrada por colonos blancos entre 1918 y 1931. Expulsados dos veces de sus tierras, primero de Luisiana y luego de Kansas, los Osage se resignaron a comprar a un precio irrisorio un valle en Oklahoma que para los blancos carecía de valor. En 1898, sin embargo, se encontró petróleo en esa tierra yerma. Una inmensa cantidad de petróleo. Tanto, de hecho, que la riqueza que generó en solo treinta años superó la riqueza total estimada generada durante las fiebres del oro estadounidenses de los siglos XVIII y XIX, sumadas. Este revés histórico convirtió a los Osage en el pueblo más rico del mundo per cápita. Pero, como dice el jefe de la tribu en una de las escenas más memorables de la película: “Cuando este dinero empezó a llegarnos, debimos saber que venía con algo más”. Algo que fue llegando a la reserva de a poco, hombres de piel clara que se casaban con mujeres Osage y que parecían: “buitres volando en círculos alrededor de nuestra gente”. Los muertos se acumulaban, muchos debido a vagas enfermedades, suicidios extraños, o fantasmales bandoleros. Al mismo tiempo, más dinero y derechos de uso de tierra pasaban a manos blancas. “El Niño Dios te escrituró un establo / y los veneros del petróleo el diablo”, escribió Ramón López Velarde en “La suave Patria”, y ese verso sería un epígrafe ideal para Killers of The Flower Moon.

Por la escala del evento narrado y su impacto en la historia de una nación, Killers of The Flower Moon supera en ambición al resto de la filmografía de Scorsese, quizás siendo solo comparable a Gangs of New York y The Irishman; no obstante, el veterano cineasta elige un tono íntimo y decide centrarse en el matrimonio entre Mollie (Lily Gladstone) y Ernest Brukhart (Leonardo DiCaprio). Mollie observa cómo uno a uno los miembros de su familia le son arrebatados: su madre, y, de formas cada vez más sospechosas, sus hermanas: Minnie, Anna y Reta. Ernest, por su lado, recién llegado de la Primera Guerra Mundial, es un tipo bastante idiota, cobarde y sin otra virtud que su buen rostro y la “fortuna” de ser sobrino de William “King” Hale (el mejor Robert De Niro que hemos visto en lo que va del siglo), el autodenominado Rey de la colina Osage, quien se aprovechará de la maleabilidad de su sobrino para usarlo como arma en su guerra secreta contra los Osage.

En Killers of The Flower Moon lo único expansivo es la duración, tan comentada, de casi tres horas y media que, por otra parte, están más que justificadas por la cadencia y el suspenso balanceados con precisión quirúrgica (lo que tiene que extenderse, se extiende; lo que debe ser rápido, desciende como un hacha). Obviando eso, es interesante que justo para un tema de esta envergadura, Martin Scorsese evite la épica y los planos grandiosos de la frontera a lo Howard Hawks o John Ford, y en su lugar opte por primeros planos que investigan de cerca las relaciones entre blancos y nativos, entre familiares, y entre supuestos amigos o amantes, revelando lentamente cómo los Osage son prisioneros en una jaula de oro negro cuyos carcelarios son todos blancos en puestos de poder: sheriffs, banqueros, funcionarios, abogados y médicos. La lente de Rodrigo Prieto (el director de cinematografía de confianza de Scorsese desde The Wolf of Wall Street) nos pone lo suficientemente cerca para oír los susurros sibilinos de Hale, para sufrir la fiebre y el duelo permanentes de Mollie, y para hurgar en el gesto torturado por la culpa de Ernest. En otras palabras, esta no es una aventura de vaqueros contra indios, ni de conquista de tierras inhóspitas; es el estudio atento y doloroso de una traición marital y del lento envenenamiento tanto de víctimas como de victimarios, y con ellos, de la nación dada a luz por este abuso. La música del legendario Robbie Robertson (a quien está dedicado el filme, pues murió el 9 de agosto de este año) refleja el procedimiento metódico y descarnado de la construcción cinematográfica con su aproximación rítmica, pausada y tensa. Hay un latido amenazante bajo la tierra, un líquido oscuro que, bajo la luna de los Osage, es difícil distinguir: ¿es petróleo o es sangre?

El caso de Martin Scorsese es singular en la historia del cine, tanto americano como mundial: cincuenta y seis años de carrera, veintiseis filmes de ficción que van de lo bueno a lo extraordinario y más de una docena de documentales de excelente factura. Vale la pena detenerse y preguntarse por qué: ¿cómo ha hecho para mantenerse vigente, consistente y relevante a lo largo de casi seis décadas con sus tumultuosos cambios culturales y tecnológicos? Están las razones vitales y obvias: Scorsese ha tenido la suerte de ser longevo, y de mantenerse lúcido y sano; las razones estratégicas: Scorsese ha sabido balancear su influencia y sus espaciados éxitos de taquilla para navegar el difícil mar de los estudios sin sacrificar su visión; las razones artísticas: Scorsese estudia el pasado con amor arqueológico (su trabajo de preservación de películas de todas las latitudes rivaliza con su trabajo como creador) sin empantanarse en la nostalgia porque mantiene la mirada atenta al futuro (el neoyorkino lleva décadas apoyando nuevos talentos, ya sea produciendo o recomendando el cine de gente de la estatura de Spike Lee, Wim Wenders, Claire Denis y Bong-Joon-ho; o más recientemente de los hermanos Safdie, Joanna Hogg y Greta Gerwig). Y, por último, están las razones que denominaré espirituales. Para entenderlas, conviene volver a esa cita tan manoseada, pero tan certera de Nietzsche: “Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti”. De la camada de directores brillantes de la generación de Scorsese, de entre aquellos que siguen vivos y trabajando, nadie ha logrado lo que él. Brian de Palma es un virtuoso, pero siempre coqueteó con el mal y nunca interrogó las partes monstruosas de sí mismo; Coppola hizo cuatro de las mejores películas de la historia al hilo, voló muy cerca del sol negro y fue fulminado; Spielberg es un genio que ha pasado una vida construyendo aventuras para evitar el horror y la única vez que se asomó al infierno, cerró los ojos. Scorsese, en cambio, sobrevive porque nunca ha parpadeado; sostiene la mirada al abismo y dialoga con los monstruos.

Una de las críticas que se ha lanzado contra Killers of The Flower Moon es que Scorsese se está apropiando de la historia de los Osage y que esta no es su historia para contar. Es un dilema central de la creación artística: ¿es válido que una persona de un grupo que históricamente ha sido el opresor narre la lucha del oprimido? Es una pregunta que esta reseña no resolverá y que quizá no deba resolverse nunca, sino seguir discutiéndose y renovándose siempre a través de obras artísticas que la desafíen. En lo que toca a Killers, lo importante es señalar que Scorsese no habla por los Osage, sino por los blancos. Cuenta la historia, no desde el punto de vista de las víctimas, sino de los asesinos. Piénsese en las tantas escenas donde se habla el idioma de los Osage y no se nos da una traducción, o en cómo somos forzados a observar el sufrimiento desgarrador de Mollie desde la pusilanimidad de Ernest. Somos los forasteros. En pocas palabras, Killers of The Flower Moon no intenta ser un testimonio; es una confesión de culpa.

Y es que buena parte de la filmografía de Scorsese es precisamente eso: un confesionario para la cultura norteamericana. Católico y jesuita de formación, Scorsese sabe de culpa, de pecados, de tentaciones y de tortuosas (o muchas veces inalcanzables) redenciones. En Mean Streets, un chico italoamericano lucha entre su fe y el aparentemente inexorable destino del crimen que le espera; en Raging Bull, Scorsese pone al lado más oscuro, agónico y autodestructivo de la virilidad en el banquillo; en Goodfellas, Casino y The Wolf of Wall Street nos enfrenta con el culto al dinero y con nuestra idea distorsionada de la “libertad”. En Killers of The Flower Moon su objetivo es quizás mayor que nunca, pues cierra el silicio de su lente sobre la historia misma de su nación y de su cine.

Scorsese conoce al dedillo la historia del cine norteamericano, y sabe el lugar central que tiene, por ejemplo, The Birth of a Nation, esa obra maestra de moral atroz de D. W. Griffith. Una obra insoslayable que sin embargo fue también la propaganda más eficaz jamás hecha para el Ku Klux Klan (se dice que a esa película se debe el renacimiento del Klan). Continuando el camino por el canon, es inevitable enfrentarse con la épica estadounidense, el mito original: el viejo oeste, la tierra inhóspita donde deambulan hombres liminales, mitad civilización, mitad barbarie. Por encima de todos los otros grandes géneros de cine nacidos en Estados Unidos, el musical y el cine de gangsters (que Scorsese ha cultivado tan bien que mucha gente lo identifica, a su pesar, con él), se eleva el western como el Everest que todo cineasta de gran ambición quiere escalar. Pero el western tiene también un legado complicado por su perenne retrato del indio como el otro más inaccesible, muchas veces como la amenaza salvaje y otras veces como un tótem de pureza o sabiduría ancestral. Scorsese, a su avanzada edad, decide conquistar esta montaña, pero no por el camino mil veces explorado donde se apilan los alpinistas, sino por el lado oculto y lleno de grietas donde se oculta el costo pagado: las víctimas sacrificadas en nombre de la nación más próspera del mundo. En el libro homónimo que inspiró Killers…, el periodista David Grann sentencia que los crímenes perpetrados contra los pueblos nativoamericanos son: “El pecado original del que nació este país”.

Casi al inicio de la película, Ernest lee (por instrucciones de su tío) un libro sobre la nación Osage. El pie de una ilustración pregunta: “Can you find the wolves in this picture?” (“¿Puedes identificar a los lobos en esta imagen?”). Hemos de recordar que “picture” en inglés es también una manera de llamar a las películas, y en el cine western, los lobos han estado casi siempre disfrazados de corderos. Aquí, Scorsese les quita la máscara.

Por ello es tan importante a quién elige Scorsese como su protagonista. No es el demonio William “King” Hale, es Ernest Burkhart, su sobrino simplón. Ernest, quien es manipulado una y otra vez sin oponer resistencia. Esta decisión es significativa pues Hale parecería el protagonista ideal: un tipo que representaba el sueño americano; emprendedor, se levantó a sí mismo de la pobreza a punta de trabajos pesados, se instruyó, se educó en la cultura de los Osage y fue haciéndose de dinero y, más importante, de poder; un poder omnímodo y sutil que era capaz de influir en blancos e indígenas por igual. Este es el antihéroe ideal de Scorsese, cuyos protagonistas suelen ser hombres que sucumben a su codicia o ambición y destruyen todo a su paso. Al elegir a Ernest, por lo tanto, Scorsese desplaza la culpa que no se halla solo en el artífice intelectual del mal, sino en todas las manos cómplices que posibilitan su reinado. Todos los grandes crímenes contra la humanidad precisan de Ernests, gente bonachona que por miedo o complacencia obedece órdenes: la “gran mayoría silente”. Así, Scorsese mueve el foco de su cámara y apunta al espectador; eso, antes de apuntarlo a sí mismo.

Hasta unos diez minutos antes de terminar, Killers of The Flower Moon se perfilaba como una obra sobresaliente y otra entrada sólida a la filmografía de Scorsese, pero es ese último espacio donde la película da un viraje brutal que la convierte en, muy probablemente, la mejor película del director en este siglo. Luego del único juicio de peso real –el de Mollie a Ernest, cuando este no se atreve a reconocer que la ha estado envenenando– la escena se corta y somos transportados a la grabación con público en vivo de una radionovela sobre los asesinatos del condado de los Osage. El rompimiento de la narrativa nos recuerda a la brillante escena final de The King of Comedy, pero la apuesta aquí es aún mayor. La radionovela (cuyo título, “True Crime Stories”, es a su vez una denuncia de nuestra fascinación, tan en boga ahora, con documentales y podcasts de crímenes), dice el narrador: “Es traída a ustedes por J. Edgar Hoover”, nada más y nada menos que el turbio fundador del FBI. La presentación cuenta además con el patrocinio de los cigarros Lucky Strike. Todos en el auditorio: músicos, actores, narrador y público son blancos. Blancos produciendo y consumiendo el dolor ajeno como entretenimiento y, lo que es peor, consumiéndolo en una narrativa en donde son los héroes. A partir de este quiebre, somos forzados a reevaluar el último tercio de la película, desde el momento en que los agentes del buró de investigación llegan a Fairfax. Lo que hasta entonces había sido una película relativamente contenida formalmente, se desborda. Hay una escena en que los detectives se reúnen por la noche a las afueras de la ciudad para intercambiar información: sus autos se dibujan en la semioscuridad, las torres de los pozos de petróleo pespuntean el horizonte, el cielo es azul y naranja, la cámara se mueve como un látigo siguiendo a los hombres que salen bien coreografiados de sus autos y se posicionan en una serie de composiciones inmaculadas; mientras cuentan lo que han descubierto, pasamos a flashbacks casi teatrales y su diálogo es veloz e inteligente. Algo chirría para el espectador aguzado. ¿Estamos viendo ahora un thriller? Al llegar al final esto cobra sentido: durante la última hora hemos estado viendo la trepidante versión de los hechos del FBI, su historia de éxito y no la historia del pueblo masacrado por el petróleo, asesinado por quienes se decían sus amigos y familia, olvidados por la nación que los usurpó y luego juró protegerlos.

En esta genial vuelta de tuerca, Scorsese lo critica todo: la recreación de eventos, las versiones que sobreviven y se narran de una historia, los silencios acordados que se vuelven cáncer, y la tragedia misma de narrar, ya que es imposible recrear los hechos, devolver las vidas arrebatadas, devolver el alma a quienes las arrebataron. El hecho de que sea él, el propio Martin Scorsese, quien salga a leer el parco obituario de Mollie Burkhart y recalque que no hubo mención de los asesinatos perpetrados contra su familia, es un conmovedor y poderoso mensaje sobre el arte: el intento nunca es suficiente, pero hay que intentar. A sus ochenta años, el más grande de los cineastas de nuestro tiempo sigue intentando.

  • Rafael noviembre 20, 2023 at 11:05 am / Responder

    Me fascinó tu reseña. Felicidades! Vi la película un par de veces y de cuando me acuerdo de ella. Tu reseña ahora complementa ese buen recuerdo que llevo en la memoria. Saludos !

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