Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Celine Song, Past Lives, Corea del Sur / Estados Unidos, 2023.

 


Cuando el cine nació, a finales del siglo XIX, se pensó que uno de los grandes damnificados sería el teatro. De hecho, después de las primeras obras experimentales, aquí y allá, de los Lumière, de Edison, de Méliès, cuando se quiso dar un paso adelante a nivel narrativo, se recurrió a las obras dramáticas, con lo que ¿para qué llevarlas también a las tablas? Bien es verdad que, de poner la cámara enfrente para el plano general, se fue evolucionando a tomas más cerradas para generar todo un lenguaje cinematográfico y alejarse de la fuente original. Ese perfeccionamiento de lo teatral llevado al cine alcanzó algunas de sus cotas más altas con adaptaciones de Shakespeare: Orson Welles (Macbeth, Othello), Kenneth Branagh (Henry V, Hamlet) o Michael Radford (The Merchant of Venice). Todas ellas son obras creadas para las tablas que tuvieron destacadas versiones cinematográficas. Sin embargo, cuando la dramaturga Celine Song quiso relatar una historia autobiográfica y observó que su medio habitual no le permitía exponerla como deseaba, decidió soslayar la versión teatral y la concibió directamente para el celuloide.

Past Lives, que se proyectó dentro de la sección Perlak del Festival de San Sebastián, después de pasar por Sundance y Berlín, indaga en las vidas de dos personajes cuyo amor pudo ser y no fue, pero que raya en las esferas de lo platónico. Y es que la cinta narra los encuentros y desencuentros de una chica y un chico surcoreanos, que se enamoran con doce años, con la ingenuidad propia de la edad y con la inconsciencia de que esa relación, truncada cuando ella emigra con su familia a Canadá, les habría de marcar de una forma tan honda a lo largo del tiempo, al menos durante las siguientes dos décadas, según nos cuenta la película.

Cuando, transcurridos doce años de su primer adiós, Nora y Hae Sung –incorporados respectivamente por una luminosa Greta Lee y por un melancólico, quizá más apagado, Teo Yoo, aunque el papel así lo requiere– retoman el contacto a través de las redes sociales, se crea la expectativa de un amor recuperado. Pero ella ahora vive en Nueva York, él sigue en Seúl, y sus planes personales les mantienen alejados. Habrán de pasar otros doce años para que se reencuentren físicamente, cuando Nora ya está casada con un escritor como ella y la posibilidad de que pueda pasar algo con su amor de adolescencia se ve claramente reducida. He ahí la tercera pata de ese triángulo: un reflexivo y sólido John Magaro da vida al autor judío marido de Nora, Arthur Zaturansky.

A diferencia de lo que ocurriría en otros filmes, en que los dos hombres lucharían por el amor de la protagonista, aquí la directora huye del cliché y retrata a un empático Hae Sung, quien confiesa a Nora sentirse dolido porque le haya caído bien su marido, y sobre todo a un comprensivo Arthur. “Ha hecho 13 horas de vuelo para venir. No voy a prohibirte verlo”, asegura antes de que los que fueran novios de adolescentes vuelvan a coincidir, esta vez en Nueva York. Además, una observación de Zaturansky condensa lo que muchos podrían pensar al ver la película, o lo que podría sobrevolar la cabeza de la pareja de surcoreanos, cuando habla de esos amores de infancia que se reencuentran veinte años después y descubren que están hechos el uno para el otro, y se refiere a sí mismo, aunque lejos está de eso, como “el malvado marido estadounidense blanco” que se interpone en su destino.

Así, Hae Sung viaja después de haber roto con su más reciente novia y durante su visita se juega con esa idea: desde el fuerte abrazo con que Nora lo estrecha cuando vuelven a verse o sus expresiones de alegría, hasta el interminable plano en que están juntos por última vez esperando un Uber, pasando por el incansable intercambio de miradas, las risas y sonrisas compartidas, y las manos que están cerca de acariciarse pero que nunca lo hacen. De la mano maestra de la directora, asistimos a todo un ejercicio de amor no consumado, de relación potencial frustrada, del cuasiparadigma del amor imposible.

Volviendo al destino que une y aleja sus caminos, en la cinta aparece el concepto de in-yeon, una palabra coreana que Nora traduce precisamente como “destino” o “providencia”. Es algo que se arrastra de existencias anteriores, de vidas pasadas, y que ocurre, por ejemplo, cuando dos desconocidos se cruzan por la calle y su ropa se roza sin querer. Pero para que en esta vida dos personas elijan estar juntas o casarse, como nos cuenta la protagonista, “es porque se han formado 8.000 capas de in-yeon entre ellas”. Eso nos lleva al planteamiento de que también Nora y Arthur se deben de haber cruzado muchas veces en otras vidas.

En ese sentido, la escena inicial en que los tres están sentados a la barra de un bar no solo resulta reveladora, sino que funciona muy bien como prólogo de lo que está por venir. Ese diálogo de dos personas fuera de campo sobre lo que vemos en pantalla –y que especula con que “los dos asiáticos” sean pareja y el chico blanco, su guía turístico, o bien que este y la chica sean pareja y el tercero, el hermano de ella– es un interesante avance que se responde a lo largo del filme. La secuencia se retoma y se desarrolla hacia el final de película, pero en ese punto aún no sabemos cómo va a terminar el triángulo amoroso.

Lo que sí hemos visto hasta ahí es que Arthur, más allá de lo que haya pasado antes entre los otros dos, ama sin duda a Nora y ha aprendido algo de coreano, con el que se dirige a Hae Sung, mientras que este apenas balbucea algo de inglés. Los mundos de los dos asiáticos se vuelven a cruzar, sostenidos por la atracción, por un cierto pasado en común, pero a los que la huella del tiempo quizá haya alejado demasiado para que vuelvan a transcurrir en paralelo.

Y sin embargo, los dos minutos que ambos comparten en silencio, esperando el coche en que él se habrá de ir, se convierten en eternos y constituyen la escena clímax del filme. Se crea la expectativa de que haya un acercamiento, un beso, pero se queda en una larga mirada, el uno frente al otro, y un abrazo de despedida antes de que él se suba al Uber. Como ocurre con otros realizadores orientales de la categoría de Ozu o Kurosawa, en esa última despedida hay un hallazgo espacio-temporal, que nos lleva a su primera separación, veinticuatro años antes, cuando ella dejó Corea y él permaneció allí.

Alrededor de las últimas imágenes de Past Lives hay resonancias de otros amores imposibles: desde el mito clásico de Orfeo y Eurídice hasta el de Rick e Ilsa en Casablanca, pasando por Romeo y Julieta. Al abrazarse a su marido y a pesar de estar acompañada, ella se derrumba, y pese a estar solo y haber fracasado aparentemente en su objetivo, él se va feliz, liberado. La paradoja que se nos muestra en esas últimas escenas es quizá el gran misterio del filme: lo que muestra, pero no explica, y que quizá tenga que ver con que él intentó recuperar la relación y, llegado el momento, estaba disponible, mientras que para ella ya no había vuelta atrás.

En teatro, esta historia, como bien intuyó la directora y guionista Celine Song, que presenta aquí su ópera prima, seguramente no habría alcanzado la plenitud que le ofrecen los saltos temporales del lenguaje cinematográfico. Tampoco habría podido mostrarnos los paisajes, la fotografía, que la cinta nos regala tanto de Seúl como de Nueva York, retratada esta última ciudad tantas veces en el cine, pero aquí desde una original perspectiva en que se mezcla la mirada del residente con la del turista.

En términos más pragmáticos y, sin que olvidar sea fácil –como los protagonistas son incapaces de olvidarse el uno del otro–, en la película también se habla de saber pasar página –aunque nos cueste y esa historia del pasado vaya siempre con nosotros–, o en su defecto que quedemos atrapados por ella el resto de nuestros días. Volviendo a Shakespeare y a la escena de los dos minutos de eterna espera: el resto es silencio.

  • siscu baiges febrero 27, 2024 at 6:13 am / Responder

    Buena y completa crítica de una película que me animaré a ver.

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