Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


David Mamet, Himno de retirada. La muerte de la libertad de expresión y por qué nos saldrá cara, Ediciones Deusto, Barcelona, 2023, 224 pp.


En 1971, un joven dramaturgo de Illinois publicó The Duck Variations, un diálogo entre dos ancianos que comienzan hablando de los patos del parque, continúan intercambiando teorías, muchas inventadas, en torno a estas aves y acaban dogmatizando y repelando sobre los sinsabores de la vida:

¿Qué clase de mundo es este en el que ni siquiera pueden mantenerse limpias las calles?

—Un mundo autodestructivo, un mundo cruel, un mundo sucio: nadie se está haciendo más joven.

Cinco décadas después, ese joven dramaturgo, David Mamet, se ha transformado en uno de sus personajes. Observa su parcela de realidad y lanza zarpazos y gruñidos a diestra y siniestra —más a siniestra— en Himno de retirada. La muerte de la libertad de expresión y por qué nos saldrá cara, un volumen de treinta y ocho ensayos breves, escritos durante la pandemia y publicados en la revista conservadora National Review, que prometían mucho, pero que no cumplen con las expectativas creadas. Una lástima, porque hay una imperiosa necesidad de buenos textos que cuestionen la cultura de la cancelación y reivindiquen, entre otras cosas, una literatura libre de la dictadura de lo políticamente correcto. En este caso, David Mamet pierde el pulso no tanto por lo que sostiene (que también, en algunos casos), sino por cómo lo hace: con un discurso no exento de falacias ad hominem que nos remite a la vieja paradoja política de que los extremos se tocan. Su descarnado antiprogresismo —expuesto en su ya clásico ¿Por qué ya no soy un liberal en muerte cerebral?, de 2008— solo puede nacer de alguien que militó en la izquierda y huyó desencantado de ella.

Oscar Wilde escribió: “No hay libros morales ni inmorales. Los libros están bien escritos o no lo están”. Desafortunadamente, el que nos ocupa no lo está. Anteriormente, podías discrepar de las vehementes teorías de Mamet. Sus argumentaciones eran incisivas, pero intachables. Ahora no. No asusta que para denostar a los progresistas –de quienes conoce sus incoherencias y defectos– defienda las salidas de tono de Donald Trump, niegue los efectos nocivos del calentamiento global, o ridiculice las medidas sanitarias contra el COVID (y, por ende, a quienes las siguieron). Lo que perturba es que los argumentos que esgrime para defender sus puntos de vista transforman al Otro (al que discrepa con él) en el Gran Retrasado Mental que se cree todo lo que parte de la cultura woke: “Yo hace tiempo que ordeno (a los de izquierdas) así, de menos a más: idiotas, idiotas malvados y salvajes”.  Tras la lectura de Himno de retirada, una se da cuenta de que nada cambia si se combate el irritante buenismo con un tosco contrabuenismo. Soloestamos ante el mismo perro con distinto collar.

Como no podía ser de otra manera, este libro ha generado críticas muy polarizadas. De las que lo defienden a ultranza y reivindican su “redacción chisposa, caleidoscópica, aguda, de fuerte control del ritmo” (¿?) a quienes, como Daniel Oppenheimer de The Washington Post, lo tildan de “decepcionante”. El traductor y editor Mauricio Bach compara acertadamente el estilo de Mamet con “un articulismo más visceral que sosegado, con momentos dignos de un Chuck Norris liquidando al enemigo con un bazooka”. Virginia Woolf afirmó que “es necesario poseer una mente muy serena y poderosa para resistir la tentación de la ira”. En este libro, David Mamet se ha embarrado en esa tentación y, con ello, ha perdido la oportunidad de conectar con un buen número de lectores hartos de las corrientes culturales imperantes. Si bien se agradece que alce la voz contra el neopuritanismo que nos amordaza y maniata, y que evidencie y ridiculice los excesos del neolenguaje que aboca al engaño, molesta que lo haga de tal manera. ¿Por qué este autor ataca a sus Enemigos (en ningún momento los trata con el respeto que merecen los adversarios) con las mismas armas con las que los combate? Visto así, su discurso tiene el mismo poder de convicción que el de un adulto amargado frente a un grupo de adolescentes: “Joder, pedazo de mierdas, si quieren ser algo en la vida lávense la puta boca con jabón”.

¿Dónde está el autor inteligente, astuto y perspicaz que escribió obras tan lúcidas como Glengarry Glen Ross, con la que ganó el Pulitzer, y Oleanna? Con esta última, estrenada en 1992, cuestionó mucho más la ideología de género que con todas las diatribas ramplonas que vierte en Himno de retirada (“no tengo ni idea de por qué las mujeres marcharon en Washington durante la Marcha de las Mujeres, pero debo concluir que lo hicieron para salir de casa y socializar con otras como ellas”). ¿Dónde se halla el intelectual aguerrido que desnudaba ante nuestros ojos los juegos de poder, el revés de lo aparente, y el doble filo del arte social en textos como Los tres usos del cuchillo (1998)? “La obra de conflicto social es un melodrama exento de ficción […] permite al espectador abandonarse a una ilusión de poder […] En el teatro, el proceso de “ayudar” es no participar en el periplo del héroe; es un proceso de infantilización, de manipulación del público”. 

Duele ver a Mamet convertido en un merolico iracundo. Su teatro siempre tuvo el don de la ambigüedad (propiedad que, por otra parte, debe a sus raíces judías, como él mismo reconoce). En los textos que aquí nos ocupan, David Mamet se olvida a ratos de ese sabroso ejercicio intelectual que hace de la ambigüedad un multiplicador de interpretaciones y el detonante de un humor negro, fino e inteligente. En las páginas del libro que reseñamos, recuerda con nostalgia un chiste de su infancia:

Un judío está sentado en un restaurante, mirando la carta. La camarera le dice:

            –¿No se decide usted?

            –Sí, pero no sé si estoy de acuerdo conmigo –responde el judío.  

En ese chiste hallamos una de las claves de lo que falla en su Himno de retirada. David Mamet se toma demasiado en serio. Está encantado de escucharse y no duda. Eso escama. Su teatro tiene otra horma: deja las puertas abiertas para que cada uno se posicione allá donde considere que debe hacerlo. Los personajes que ha retratado pueden ser dogmáticos; pero el autor, no. Y el lenguaje, habitualmente violento (como la vida), se entrecruza con silencios que rasgan las escenas como un cuchillo. Cabe hacer aquí un apunte sobre uno de sus textos más valientes, “El rastrillo”, con el que abre su volumen Una profesión de putas (1994). En él, con crudeza, sin sentimentalismo barato ni afanes exhibicionistas, nos narra episodios de su infancia marcados por la violencia familiar. Su hermana menor Lynn (actriz y guionista), quien se ganó muchas palizas de su padrastro, ha justificado la capacidad creativa de su hermano y la suya de la siguiente manera: “Conocimos una forma de demonio y como resultado de ello nunca nos quedamos sin historias que contar”. Con los años, David Mamet parece haber encontrado un nuevo demonio al que subyugar: el progresismo que un día abrazó. Como dicen los editores (muy hábiles en la sinopsis de este libro, porque detallan sus atractivos y obvian todo lo incómodo), Himno de retirada pretende dar un tiro de gracia a “la insaciable tiranía de la corrección política”. Si los adalides de lo políticamente correcto nos orillan a usar unas palabras y no otras, a maquillar ciertos temas o a castigar la disensión con la cancelación, nuestro autor pierde el efecto de las verdades como puños que arroja sobre estos temas, cuando se proclama perseguido, la víctima que sufre frente a las arbitrariedades de un poder carnívoro y cruel:  “Pero, ¿cómo puede tener lugar un debate –una deliberación, un juicio, unas elecciones—en el que una parte no rechaza la postura de su adversario, sino su derecho a existir?”.

Su análisis es sesgado y esto se percibe especialmente en su defensa a ultranza del estado de Israel, sin cuestionamientos, y su rechazo sin paliativos a cuantos apoyan al pueblo palestino. Mamet es muy agudo para detectar las contradicciones del Enemigo, pero poco dado a entonar algún que otro mea culpa. Cuando le interesa, se postula como víctima; y cuando, no, se burla de quienes adoptan dicho rol: “Los tejanos rotos, los piercings y los tatuajes obedecen al intento de los pudientes de proyectarse como criaturas de la calle. Y la culpa de los blancos procuró a los progresistas blancos la emoción de un sadomasoquismo placentero, como el de los piercings. (…) ¿Qué ganaron con ello los progresistas blancos? La mismo que al vestirse como los indigentes: la enfermiza fantasía de la condición de víctimas”.

A pesar de todo lo dicho hasta ahora, y en honor a la justicia, a lo largo de estos textos se detecta de vez en cuando la genialidad pasada de Mamet (en este sentido, él es muy honesto: “El segundo motor de la humildad es el escrutinio de tus obras tempranas […] Escribía mucho mejor entonces”). Cuando deja de lado su papel de analista político y regresa a lo que ama y conoce, el teatro, reaparece su impronta. “El arte –nos dice en “Hamlet y Edipo en versión zombi— es la unión entre la inspiración y el alma del observador. Insistir en que el arte es adoctrinamiento es una obscenidad”. Otro ejemplo lo hallamos en el texto titulado “Moby Dick”: “Para el verdadero artista, la práctica puede ser un placer o una esclavitud, pero es obligatoria, y es esa obligatoriedad lo que distingue al artista del aficionado […] El artista practica para poder saber”.

Tal vez (ojalá), David Mamet —quien debutó como cineasta en House of Games (1987), su película sobre el mundo del póker— nos ha lanzado en su último libro un descomunal farol: ¿será su fanfarronería una impostura, la respuesta extrema que da para despertar conciencias? Como nos expone el autor, el póker exige tomar una decisión clásica: subir, igualar o retirarse. En este caso, podríamos pensar que él, harto de la situación actual de adormilamiento social, ha subido la apuesta hasta confundirnos. Por eso, ahora son tres los viejos que pontifican en un parque de Chicago. El autor se ha unido a sus personajes de The Duck Variations y está que trina.

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