Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Majid Majidi, Hijos del Sol, Irán, 2020.


Corría 1950 cuando Luis Buñuel presentó una de las obras cumbre de su etapa mexicana, Los olvidados. La película retrataba las vidas de unos niños y adolescentes en los suburbios de la Ciudad de México y cómo una situación socioeconómica desfavorable los convertía en carne de cañón. Sin llegar a los niveles de desgarro y oscuridad del maestro aragonés, Majid Majidi ofrece en Hijos del Sol otro fresco sobre una realidad difícil de afrontar para un grupo de amigos en los inicios de su singladura existencial.

En este caso, el marco es el Teherán de nuestros días y el leitmotiv, la búsqueda de un tesoro. Por esto último, se la ha emparentado con el blockbuster ochentero que fueron Los Goonies. Pero Hijos del Sol está lejos del tono naif y del contexto social de la producción de Spielberg –cuyo único propósito (para nada desdeñable) es entretener y emocionar–, y se acerca más al ambiente de películas como la mencionada de Buñuel, donde los personajes principales viven del trapicheo y de los hurtos, o Barrio, de Fernando León de Aranoa, en que los tres adolescentes protagonistas se dedican a deambular por otro arrabal, aquí del Madrid de los noventa, y también coquetean con la delincuencia.

Lo que distingue a Hijos del Sol de las últimas referencias es, por un lado, que los chicos tienen un objetivo claro desde el principio más allá de sobrevivir –encontrar el tesoro–, y por otro, un clima de camaradería, de querer colaborar y ayudarse, que no está ni en el filme mexicano ni en el español; en el de Buñuel, más bien al contrario.

Además, y como en otras de sus películas más recordadas, Majidi introduce la educación como factor de cambio, como el elemento que puede transformar unas vidas abocadas a la marginalidad y al delito en esos rayos de luz que evoca el nombre de la escuela: El Sol. La ironía es que los cuatro amigos entran en ella buscando una recompensa que prevén en oro y monedas, cuando el verdadero tesoro está en las enseñanzas que les ofrece ese centro para niños con problemas familiares. No obstante, y a pesar de su desorientación, se observa en los protagonistas una voluntad de superarse, de ser buenos dentro de sus circunstancias y de ayudar al de al lado, que ya estaba en los filmes que dieron a conocer al director: Niños del cielo (1997) y El color del paraíso (1999).

La primera de estas dos películas tiene con Hijos del Sol más semejanzas de las que podría parecer a simple vista, y ya incluye los temas clave que reaparecen en el último trabajo de Majidi: las estrecheces dentro de la sociedad iraní –allí son dos hermanos los que viven en un entorno de penurias económicas–; la escuela como vía de escape o como medio de progreso, y un objetivo por el que luchar –entonces recuperar unos zapatos–, por el que los personajes principales colaboran entre ellos.

En El color del paraíso, se da una vuelta de tuerca a las circunstancias del niño protagonista y, aunque las dificultades económicas estén de nuevo presentes, el énfasis se pone en su ceguera. La película es un canto de amor desde y hacia un niño ciego, y expone cómo otra ceguera mayor –la de su padre– trae desazón, tristeza y finalmente desgracia a quienes le rodean, y con ello a sí mismo.

Las tres películas muestran una exquisita sensibilidad hacia la infancia, en especial de familias desfavorecidas, y contienen un mensaje final en forma de paradoja: el aparente éxito o victoria es en realidad un fracaso; o viceversa, hilando fino, en El color del paraíso. Las diferencia que, mientras que en esta y en Niños del cielo predomina lo rural, incluso un tono bucólico por momentos, en Hijos del Sol se impone lo urbano, lo prosaico: un mundo que ha perdido mucho de la magia de los otros y resulta mucho más hostil.

Eso también influye en el tempo de aquellas obras de finales de los noventa, mucho más calmado y contemplativo –incluso con fragmentos a cámara lenta–, frente al ritmo acelerado y en algún momento vertiginoso de esta última cinta. Con ello, Majidi nos estaría diciendo que a cada contexto corresponde un ritmo, y su capacidad de orquestarlo según convenga es irreprochable.

Esa evolución y madurez como cineasta, capaz de desenvolverse con soltura en ambientes diversos, se desarrolla en veinte años de carrera, con títulos que van desde Baran (Lluvia) hasta Beyond the Clouds, y con un realizador que encuentra a sus protagonistas ya no solo en niños y adolescentes, sino también en personajes adultos, como en Las cenizas de la luz –donde retoma el tema de la ceguera– o El canto de los gorriones.

Esos veinte años son en realidad los de madurez, porque Majidi firmó su primer cortometraje a principios de los ochenta, de modo que antes de Hijos del Sol le avalan cuatro décadas detrás de las cámaras. Eso le permite ofrecernos escenas como las de las carreras por las calles de la ciudad o en el interior del metro –rodadas con un pulso y una agilidad admirables–; las de la excavación del túnel –con una luz y encuadres siempre precisos–, o algunas ya para siempre en la retina: los cuatro chavales contra la pared –como si se tratara de una rueda de reconocimiento– o el plano cenital de todos ellos en esa enorme fuente circular. Pero seguramente la más recordada y emocionante sea la imagen de las mochilas volando por encima de la cerca de la escuela, cuando el grueso de los alumnos decide tomarla, después de que les quieran echar de ella.

Entre escena y escena, se entretejen otras líneas argumentales de la película: el trabajo y la explotación infantil, con los refugiados afganos como subtema; el desamparo de las escuelas de caridad, que sin cobertura del estado pueden ser desahuciadas en cualquier momento, o la falta de sensibilidad policial frente a unos profesores que se las ven y se las desean para sacar a esos chicos adelante.

La película se compone así a través de una serie de capas, tramas y subtramas, sobre las que merece la pena reflexionar, ya que el cine de Majidi rara vez nos deja indiferentes. Como broche por ejemplo al argumento principal, nos espera un desenlace que produce ese amargo sabor de boca y nos muestra, en una nueva ironía, cómo lo que para algunos adultos es un tesoro, carece absolutamente de valor para el adolescente que protagoniza la película.

Y llegados a este punto, capítulo aparte merece la interpretación de Roohollah Zamani. A sus doce años, el chico se une a otros descubrimientos de Majidi, con el matiz de que esta vez ha ganado además el premio a Mejor Actor Joven del último Festival de Venecia. Habrá que ver si, como ocurrió con Roberto Cobo y su primer protagónico en Los olvidados –hasta llegar a papeles tan sublimes como el de La Manuela en El lugar sin límites, el adolescente iraní consolida su carrera en el séptimo arte. Apunta maneras.

Y entre tantos hilos que unen a Hijos del Sol con Los olvidados, no podemos soslayar su conciencia de filme denuncia. Al principio de la obra de Buñuel –y poniendo en cuarentena que al director español le gustaba jugar con las fronteras entre lo real y lo provocado o imaginado–, un letrero nos sitúa: “Esta película está basada íntegramente en hechos de la vida real y todos sus personajes son auténticos”. Luego vendrá un narrador para desarrollar su discurso sobre “las grandes ciudades modernas” como lugares donde hay “hogares de miseria que albergan niños malnutridos, sin higiene, sin escuela, semillero de futuros delincuentes”.

Setenta años después, la cinta de Majidi está dedicada a los “152 millones de niños que trabajan” en todo el mundo, y ya en la primera escena expone lo fácil que resulta que caigan en la delincuencia. Está visto que, frente a lo que anunciaba el narrador de Los olvidados –“solo en un futuro próximo podrán ser reivindicados los derechos del niño y del adolescente para que sean útiles a la sociedad”–, ese futuro ya ha llegado y aún queda mucho que hacer. Al contarlo, directores como Majidi rozan la excelencia.

  • LOLA agosto 17, 2021 at 4:51 am / Responder

    Fantástica crónica Pedro

    • Pedro Cascos agosto 20, 2021 at 5:34 am / Responder

      Muchas gracias, Lola.

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