Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


François Ozon, Gracias a Dios, Francia, 2019.


El cardenal y arzobispo de Lyon, Philippe Barbarin (François Marthouret), abre   Gracias a Dios bendiciendo la ciudad desde lo alto de una colina donde se encuentra la basílica de Nuestra Señora de Fourvière, dando así constancia del poder de la Iglesia en dicho lugar. Sin embargo, el último plano con el que se cierra la película es desde abajo, donde una de las víctimas de los abusos sexuales en dicha institución, Emmanuel (Swann Arlaud), se fuma un cigarrillo en un paseo nocturno y mira hacia arriba, hacia esa basílica iluminada. Él sabe que su lucha contra el silencio no ha terminado. Y así la película de François Ozon empieza y termina con la imagen de la basílica en la montaña, pero desde muy diferentes puntos de vista.

Como es habitual en la filmografía del director francés este busca una idea, encuentra una historia y después indaga la forma de contarla. Así cada película de Ozon tiene su estilo visual propio. Un asesinato de un hombre en una mansión de los años 50 le sirve para que ocho sospechosas canten y bailen en un mundo de color en 8 mujeres. La cercanía de la muerte exige un drama contenido, directo y seco en El tiempo que queda. La sátira política, alegre, despreocupada y muy naïf durante los años 70 dibuja Potiche, mujeres al poder. Un elegante y frío juego de poderes con gotas de humor negro se vislumbra en En la casa. El remake de un clásico maravilloso y olvidado de Lubitsch (Remordimiento, 1932) viste una historia de redención y perdón de un blanco y negro emocionante e impecable en Frantz. El laberinto de la mente humana, los espejos y reflejos y la psicología compleja dan forma a El amante doble. Las ideas que generan sus largometrajes son originales o surgen de obras literarias. Pero Gracias a Dios parte de la realidad más inmediata; de hecho la historia que relata todavía no ha terminado y sigue generando noticias en los periódicos.

Lo curioso es que Ozon tenía una idea que quería desarrollar y esto le llevó, indagando por internet, a la web de una asociación de víctimas de abusos sexuales que han alzado la voz frente a la Iglesia de Lyon, La Parole Libérée. Ahí se dio cuenta de que había encontrado el material necesario para desarrollar la idea que le interesaba, que le estaba pidiendo a gritos una historia y una forma de contarla: la fragilidad masculina, hombres que expresan y exteriorizan sus sentimientos. En una entrevista de Eulàlia Iglesias (Fotogramas, abril, 2019), François Ozon explica lo que quería expresar: “La película también redefine la idea tradicional del héroe masculino. No se trata de un individuo sino de un colectivo, y no ejercen de salvadores sino que son víctimas que luchan. Son héroes que parten de la necesidad de expresar sus sentimientos”.

A partir del encuentro con esta asociación, el director hizo una indagación cercana al periodismo de investigación o para realizar un documental. Se empapó del caso real por el que nació esta asociación y escuchó a las víctimas, que se convierten en los protagonistas centrales del largometraje. El asunto es el siguiente: el padre Bernard Preynat abusó sexualmente de varios boys-scouts durante los años 70 y 80, sobre todo en los campamentos, y fue inculpado en 2016. Al día de hoy no tiene todavía una fecha para el juicio. La asociación de víctimas encontró más de setenta casos, pero la mayoría habían prescrito. Sin embargo, algo se ha avanzado: el año pasado se cambió la prescripción de veinte a treinta años. Por otra parte, este mismo año, tanto el cardenal Barbarin como Régine Maire (personaje que también aparece en la película con el rostro de Martine Erhel), encargada de la oficina de ayuda psicológica a las víctimas de sacerdotes, y otros cinco altos cargos más tuvieron que hacer frente a la justicia francesa por no haber denunciado dichos abusos sexuales. Incluso el cardenal, apenas el 7 de marzo, fue condenado a seis meses de cárcel por dichos cargos, pero exentos de cumplimiento. Este presentó su dimisión, pero el papa Francisco días después la rechazó. La película sigue su curso, proyectándose en todas las pantallas, pero el caso real todavía no ha terminado y la labor de la asociación continua en marcha. El poder de la Iglesia no da su brazo a torcer; pese a que parece que el Papa realmente quiere afrontar de otra manera el asunto, hay algunas contradicciones en sus actos. Y las víctimas cada vez luchan más contra el silencio. También es cierto que hay voces entre los creyentes y dentro de la Iglesia que abogan por un cambio real y una condena total a la ocultación y el silencio.

François Ozon ha superado el reto de cómo reflejar un tema cercano al cine documental y al periodismo de investigación con una película sensible, inteligente y redonda. ¿Cómo convertir esa realidad que todavía fluye en ficción? De nuevo, emplea la manera de contar y la puesta en escena para dar forma a una ficción apasionante. El punto de vista estaba claro: el de las víctimas y su fragilidad masculina. ¿Cómo articular todo el material recopilado? Gracias a Dios está estructurada en tres partes claras, pero el paso de una a otra tiene todo el sentido.

La historia arranca con Alexandre Guérin (Melvil Poupaud) quien puso en marcha indirectamente la voz de las víctimas. Es un hombre con una familia de clase media alta. Está casado, tiene cinco hijos y es un creyente convencido. Su relato comienza en el año 2014 con un cruce de mails entre él y distintas jerarquías de la Iglesia a raíz de descubrir que el sacerdote que abusó de él en la infancia no solo está otra vez en Lyon, sino que sigue dando catequesis a los niños. Trata de arreglar las cosas desde dentro, pero cuando ve que todo son buenas palabras, sin una voluntad real de condenar públicamente y expulsar al padre Preynat, recopila toda la información que ha recabado y decide denunciar al sacerdote ante la justicia. Durante la investigación policial se ponen en contacto con los padres de François Debord (Denis Ménochet), que, en cuanto se enteraron del abuso que sufría su hijo, movieron varias fichas dentro de la Iglesia para denunciar a Preynat. En un principio François no muestra interés, pues ya había enterrado en lo más profundo ese episodio de la infancia, pero cuando descubre que el sacerdote ha vuelto y continúa con niños, se le revuelve todo. Y decide dar un paso más: no solo acudir a los medios de comunicación, sino crear una asociación y una plataforma en internet donde las víctimas puedan intercambiar y colgar sus testimonios, y además denunciar, no solo al padre Preynat, sino a la Iglesia de Lyon por no actuar y ocultar el caso.  Debord está bien situado, está casado, tiene dos hijas, también es de una familia de clase media alta y se declara ateo. En este camino le echa una mano otra víctima, que sigue siendo creyente como Alexander, Gilles Perret (Éric Caravaca), un doctor. Y cuando nace la asociación, empiezan a escribir y llamar víctimas. Para algunos se convierte en una tabla de salvación. Y surge el tercer personaje, Emmanuel Thomassin (Swann Arlaud). Inestable emocionalmente, epiléptico, de clase media baja, no ha podido formar una familia, ni conseguir un trabajo duradero, pero recibe todo el apoyo de su madre, Irène (Josiane Balasko). Para él la asociación se convierte en una vía de escape, el poder compartir su dolor es un alivio.

En cada parte, que sigue un punto de vista diferente, François Ozon imprime un estilo visual y del ritmo diferente, pero logra una unión sutil y un sentido de la continuidad entre los tres bloques. La historia de Alexander la relata empleando de fondo las voces de los distintos mails. Empieza de una manera pausada, tranquila, educada… hasta que se va percibiendo la inoperancia de sus acciones y la desesperación del personaje. El clímax emocional es ascendente. La historia de François Debord es contada con nervio, con cierto suspense y sentido de la acción, con una fuerza arrolladora, como la de su personaje. Es el ritmo de François, él está indignado, pero es un hombre con muchísimo carácter, energía, carisma y empuje. Y, por último, la historia de Emmanuel Thomassin es más dramática, trágica y emocional. Hace hincapié en cómo estos abusos pueden destrozar una vida. Emmanuel emocionalmente es el más frágil, con su vulnerabilidad y su mirada se van viendo los pasos y la evolución de la asociación.

Pero a la vez es el relato cinematográfico de un colectivo, el de las víctimas, y de las distintas formas de gestionar no solo el dolor, sino de cómo luchar contra los que han mantenido el silencio. Y ahí hay uno de los puntos o de las claves más interesantes de la película: los matices. Cómo cada uno ha resuelto su vida a través del trauma, las relaciones de las víctimas con sus familias, la distinta reacción de los familiares y vecinos ante la ruptura del silencio y la denuncia, los lazos que se establecen entre ellos, los variados puntos de vista (por ejemplo, entre los creyentes y los que ya no creen) sobre quién llevar ante la justicia y cómo, el tema del perdón, el manejo del asunto en los medios de comunicación, cómo les afecta la asociación en sus vidas privadas, hasta cuándo continuar, los puntos discordantes, las tensiones entre ellos…

Intercalando las tres partes, Ozon inserta flash backs, que son recuerdos de estos hombres cuando eran niños. Durante los campamentos o en las catequesis vieron truncadas sus vidas ante los actos del sacerdote Preynat, el hombre en el que debían confiar y que además estaba bien considerado por la Iglesia. No son secuencias explícitas, sino que lo que se siente es cómo estos niños son arrastrados sin quererlo a un mundo oscuro en un ambiente que debería haberlos cuidado y reconfortado, en lugares que tendrían que haber sido seguros para ellos. Los flash-backs hacen más sangrante la situación. Algunos de ellos tienen que soportar de adultos un cara a cara con el padre Bernard Preynat (Bernard Verley). Y ver cómo este, ahora anciano, les sigue tratando como niños, les sonríe o les da la mano, pero además no tiene ningún problema en reconocer sus actos, se presenta como un enfermo y explica que se lo dijo a sus superiores, que nunca lo ocultó.

Gracias a Dios se posiciona con las víctimas, y las dignifica, pero crea a su alrededor una vidriera de posturas y miradas diversas, aunque todos están unidos por una lucha común y necesaria.

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