Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Elizabeth Gaskell, La bruja Lois, Avenauta, Sevilla, 2023, 176 pp.


En La bruja Lois la escritora victoriana Elizabeth Gaskell traza un retrato de una crueldad pavorosa: una cacería de brujas del siglo XVII que, a los ojos de un lector del siglo XXI, adquiere nuevos significados. Esta nouvelle, publicada originalmente en 1859 en la revista semanal de Charles Dickens, All the Year Round, cuenta ahora con la traducción de Gloria Jurado Andrades y las ilustraciones de Elena Ferrándiz.

Rostros velados por una sombra. Seres lóbregos como el espacio que habitan. Salem, Massachusetts, 1692. Puritanos, como la sociedad que conforman. Lo cierto es que la escritora victoriana no hace un retrato complejo del carácter de los personajes: sean protagonistas o antagonistas, víctimas o victimarios, estos permanecen impasibles ante el devenir de los acontecimientos, fieles a sus creencias e ideas monolíticas. Los postulados religiosos que enarbolan son propios de su tiempo, pero no nos son del todo ajenos, pues desde este muy descreído presente caemos en nuestras propias cacerías de brujas. El relato que se nos ofrece en La bruja Lois es atroz, inhumano y susceptible de volver a repetirse.

Rojo, negro, blanco. Los tres colores de la paleta de Ferrándiz para comprender el mundo de la nouvelle. Lois, inglesa, jacobina, se ve forzada por la orfandad a buscar refugio en Nueva Inglaterra, en casa de su tío materno. La familia Hickson la recibe con doble recelo: es una extranjera, y no ha sido convertida al puritanismo. Desconfianza un tanto comprensible debido a su situación geográfica: un pueblo rodeado de un denso bosque, que la imaginación de los pobladores sembraba de misterios desconocidos y peligros sobrenaturales. Un bosque antropomorfo que, pese a todos los esfuerzos, amenaza con invadir y aniquilar el orden impuesto por los colonos. El temor hacia lo otro se respira desde las primeras páginas: “El bosque verde intenso, atrapado en una profunda oscuridad incluso en esta temprana época del año, quedaba apenas a unos metros del camino a lo largo de toda su extensión […] Los graznidos de aves extrañas, los insólitos colores de algunas de ellas, todo sugería a la viajera imaginativa o desacostumbrada la idea de gritos de guerra y enemigos mortales pintados”. Este ambiente de latente hostilidad, de terrores reales e imaginados, favorecerá la histeria colectiva que encontrará en Lois a la víctima propiciatoria. Además establece, desde las primeras páginas, la dicotomía que será el eje de la trama: la otredad salvaje y el yo puritano.

La bruja Lois. Si acaso el único rostro definido, luminoso, de todos los ilustrados por Ferrándiz. Como lectores sabemos desde el título cuál será el desenlace, por lo que asistimos atónitos, expectantes, al desarrollo de los acontecimientos. Nos compadecemos por adelantado del infortunio de la protagonista, con cada gesto adusto que soporta con estoicismo y compasión, e intentamos leer en sus respuestas la razón por la que será condenada. Así, nos enfrentamos a una realidad humana: los juicios sobre el otro están más fundamentados en ideas preconcebidas que en hechos concretos. En el miedo y en nuestras propias miserias. Lois es la extranjera que llega a perturbar el statu quo de la familia Hickson. Tan forastera y extraña como Nattee, “la sirvienta india”. En la casa de su tío materno, Ralph, viven su esposa Grace y sus hijos Mannaseh, Faith y Prudence. Los nombres que Gaskell escoge para estos personajes son un guiño a la ambivalencia de las circunstancias que llevarán a la horca a Lois. Gracia, fe, prudencia. Virtudes que no comulgarán con las acciones de los personajes que llevan su nombre. La piadosísima tía Grace será la primera en condenar la presencia de su sobrina. Su violenta antipatía verá en ella todas las señales de la impiedad jacobina: “los primeros prejuicios y sentimientos y suspicacias sobre la chica inglesa caían todos del lado de lo que ahora se conoce como Iglesia y Estado, de lo que en aquel país en aquel momento se consideraba una observancia supersticiosa de las órdenes de una rúbrica papista y un respeto servil por la familia de un rey opresor e irreligioso”. La animadversión por Lois adquiere dimensiones sobrenaturales desde un primer momento. La autoridad de Grace Hickson, sustentada en su rectitud y devoción, es tal que nadie duda de la nobleza y veracidad de su palabra. Incluso influye en el ánimo del pastor Tappau, el todopoderoso hombre de la iglesia puritana de Salem. Con estas palabras ora este ministro por la salvación del alma de Lois: “para la doncella de otro país, que ha traído los errores de esa tierra con ella como una semilla, incluso a través del gran océano, y que hasta ahora está dejando que las semillitas crezcan rápidamente para ser un árbol maligno en el que todas las criaturas impuras encuentren cobijo”. Así es como la idea que la comunidad de Salem se va formando de Lois va alcanzando los tintes inconfundibles del mal. Se aproxima sin obstáculos a la incuestionable verdad de que Lois en efecto es una bruja. Esta, sin saberlo aún, va camino al cadalso.

La soga blanca y la araña negra. Estos son los elementos que fungen como hilos conductores de las ilustraciones de Ferrándiz. La soga premonitoria está desde las primeras imágenes, la araña suspendida de su hilo aparece cuando conoce a su nueva familia. La telaraña, implícita en un principio, evidente al final, como trampa en la que acaba por caer la incauta extranjera. Además de la tía Grace, las primas también la enredarán en sus celos, mentiras y venganzas personales. Torciendo cada vez más la telaraña. La prima Faith, huraña por una marcada depresión y un amor no correspondido, es incapaz de mostrar ningún tipo de cariño o amistad hacia la prima recién conocida. Por el contrario, su imaginación, azuzada por su propia minusvalía emocional, hará que su alma sucumba ante unos celos desmedidos. Celos que impedirán que vaya al rescate de Lois en el momento decisivo. Prudence, la hermana más pequeña, es quien demuestra, desde un inicio, una marcada inclinación hacia el cotilleo, la travesura y el regocijo de ocasionar el mal a los demás. Sin embargo, el lector deberá preguntarse si estos rasgos de su personalidad son propios de la edad o manifestaciones de un ánimo regido por un espíritu maligno. Al final, cuando es demasiado tarde, sabremos que son solo producto de su inmadurez. Actitudes tan humanas, infantiles incluso, si no hubieran desembocado en un crimen atroz.

Caso aparte, y por demás interesante, es el de su primo Manasseh. Si los demás personajes, incluyendo el de Lois, están caracterizados desde un inicio y no experimentan cambios realmente significativos, no sucede así en lo que toca al primogénito. Lector obseso de los textos sagrados, buen cazador y jefe de la familia, su verdadera naturaleza se nos va revelando poco a poco. Algo de su psique se descubre cuando le comunica a Lois que quiere casarse con ella. Justifica su decisión no porque él así lo desee, sino porque es la voluntad del Señor. Sin embargo, más que un deseo, pronto se convierte en una idea fija. Una obsesión estimulada por las voces y visiones: “Se me ha hecho saber (de verdad, lo veo como una revelación) que debes ser mi esposa… vi una letra dorada y rojiza en un idioma desconocido, cuyo significado fue susurrado a mi alma, era ‘¡Cásate con Lois! ¡Cásate con Lois!’… Es la voluntad del Señor, Lois, y no puedes escapar de ella… yo te he visto en una visión como una de las elegidas, vestida de blanco… Rezaré para que puedas ver tu camino predestinado”. Esta fijación surge disfrazada de devoción, de exaltación religiosa. De fe. Desde esta hermenéutica, se entiende que cada aliento sea el germen de Dios o del Diablo. La vida de Lois se va enredando en las telarañas mentales de su primo y en la clara animadversión que se va tejiendo en torno a ella. Todos, de una forma u otra, terminarán poniendo la soga. Está completamente sola en una comunidad que no la quiere y en un lugar que la atemoriza por serle desconocido. Donde todo lo que era familiar para ella ahora es visto con suspicacia. Está atrapada. Y lo estará más conforme avancemos en la lectura. Sin embargo, la gran virtud humana de Lois es que, a pesar del desamparo en el que se encuentra, sin que nadie le tienda una mano amiga y reconfortante, ella jamás pierde la templanza de su buen corazón.

Gaskell no se detiene en este maniqueísmo, Dios o Satanás, lo cual le da un giro pavoroso a la trama. Otra vuelta de tuerca. La histeria colectiva llega a ser tal que el creyente tiene que confrontarse a sí mismo, en la soledad de su alma, e intentar dilucidar cuál es el verdadero origen de sus pensamientos: “¿Hay alguien ejerciendo un poder maligno sobre mí con la ayuda de Satanás?… ¿qué pasa si Satanás les da más poder aún y pueden alcanzar mi alma y suscitar pensamientos odiosos que me lleven a cometer crímenes que ahora aborrezco?”. Dudar hasta de sí mismo y esconderlo de los demás, o, en un arranque de temor de sí misma, confesar una culpabilidad imaginada. De pronto todos se vuelven los otros e, incluso, la duda de ser uno el otro. El miedo corre como la peste. Lois se defiende al mantener sus pensamientos en “los estrictos límites de la simplicidad divina”, mientras que Manasseh se obstina en sus visiones y denuncia que “el misterio del libre albedrío y la precognición ha sido ideado por Satanás, no por Dios”. En esta historia no ganan ni el Bien ni el Mal; no es el resultado de una lucha ultraterrenal por las almas de los habitantes de Salem, sino que el desenlace será precipitado por un sentimiento meramente banal: la envidia.

La silueta de una niña con una araña como corazón. Prudence quiere llamar la atención de la “gente grande y piadosa”, como las hijas del pastor Tappau al denunciar a Hota, la sirvienta india, por brujería. Quiere ser el centro de atención de la comunidad. ¿Y a quién culpa? A la extranjera, a la que su jacobinismo revela como una blasfema. E, incluso, su compasión cristiana es interpretada como connivencia con el Mal. Lo que el juicio de la bruja Lois revela no es solo la lucha entre la comunidad puritana y la brujería, sino la fuerza que tiene la hermenéutica del poder: será bruja aquella a quien las autoridades apunten con el dedo. Cualquier señal puede ser interpretada de una u otra forma: la compasión de Lois es indicio de que Satanás anida en su corazón, mientras que la locura de Manasseh se lee como “la búsqueda de la voluntad de Dios en los lugares equivocados”. A su vez, la mentira de Prudence, con consecuencias criminales, pudiera ser vista como la influencia del Mal en sus pensamientos y voluntad. O como revelación divina. Lo mismo sucede con la impiedad de la comunidad de Salem que se apresura a juzgar, a diestra y siniestra, quién sí y quién no participa de los aquelarres. Una vez tomada la decisión por las autoridades del pueblo, no hay quien se atreva a sugerir una interpretación diferente.

Soga sobre fondo rojo. Leer La bruja Lois es darnos cuenta de que siempre estamos a punto de ser víctimas de una cacería de brujas. Que poco o nada nos diferencia de la comunidad de Salem, dispuesta a creer en la imaginación desbordada y no en los hechos o razones. Lois nos lo advierte hacia el final: “¿Y dónde quedaba la piedad humana en esos momentos de pánico? Lois sabía que en ninguna parte, pues el instinto, más que la razón, le había enseñado que el pánico llama a la cobardía, y la cobardía a la crueldad”. La gran belleza de este libro se centra en la virtud inquebrantable de la protagonista: aún atrapada en la telaraña, nunca traiciona su humanidad. Permanece fiel a sus creencias en medio del temporal de la soledad. En ella, el otro se vuelve yo.

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