Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Julia Viejo, En la celda había una luciérnaga, Blackie Books, Barcelona, 2022, 184 pp.


Quizá el primer cuento que nos narra Julia Viejo en En la celda había una luciérnaga sea el prólogo. A partir de episodios anecdóticos de su vida, que se convierten en parte de la ficción al ser desplazados a la escritura, la autora plantea, ya sea implícita o explícitamente, una serie de características que moldean el carácter de los treinta y cuatro relatos que conforman este libro.

Abre el volumen una descripción tan extrañamente específica que resulta a la vez placentera y divertida: “El tanatorio de San Isidro es un lugar donde no hay cabida para muchas sorpresas. La flora de la entrada es muy típica […] y dentro hay baldosas de mármol donde resuenan los zapatos de la gente viva”. Que resonaran los zapatos de la gente muerta sería, acaso, más perturbador. Estas descripciones generalmente van acompañadas de un ingenio agudo que o bien busca dar un alivio cómico a las escenas más tensas, o bien esconde la crítica detrás del humor. De igual forma, se construyen personajes entrañablemente humanos. Desde la Julia Viejo que, en el prólogo, se ve a sí misma bailando en un comercial de café proyectado en la unidad de cuidados intensivos, hasta la vieja protagonista de “El ayuno”, quien no se cohíbe ante la posibilidad de que a su hijo el Toni lo atropelle un tractor con tal de que deje de dar la tabarra y quien tampoco se arrepiente de ignorar, con alevosía, las órdenes del doctor para comer un guiso de conejo.

De inicio a fin, los cuentos fluyen con un ritmo rápido, mas no apresurado, a través de una serie de escenarios imbuidos de un estilo que recuerda en ocasiones al realismo mágico, en ocasiones al género fantástico. Es entonces habitual encontrar páginas plagadas tanto de fantasmas aburridos tomando batidos de coco en tetrabriks (“La fantasma”) como de refugiados que lo han perdido todo menos una cicatriz que se asemeja a un dragón (“El dragón”). Después de todo, Julia Viejo confabula lo fantástico de la imaginación con lo triste y anodino de la vida cotidiana.

De pronto, hay un hombre que se ríe de la sopa aguada del refugio y de la comida sólida que solo alcanza para las primeras personas de la fila; hay niños que se clavan tenedores los unos a los otros, o a sí mismos, como forma de protesta o de chantaje; hay un chico sin piernas que persigue a una tortuga del desierto; hay cada vez menos gente en el campo y la gente que queda no es tan risueña. Hay hambre, hay imaginación y una cicatriz con forma de dragón que ya no parece un dragón porque la delgadez de su cuerpo la ha deformado.

De pronto, hay una crisis migratoria. Y también hay un hombre y una mujer que no pueden amarse, quizá porque son muy viejos, o quizá porque ella está casada y él, a pesar de ser viudo, no puede deshacerse del maquillaje de su esposa. Tal vez ni siquiera necesiten amarse: comer churros, tener un pico de insulina, conjugar verbos para ejercitar la mente, robar un falafel, ser escoltados a sus departamentos y cambiar la rutina sea, acaso, suficiente prueba de amor. De pronto, los adultos mayores, marginados del mundo, luchan para abrirse paso en la existencia.

Al inicio del libro, la autora se declara en la eterna búsqueda de una explicación de lo absurdo, y luego procede a disculparse por hablar con “tanta obscenidad” de ella misma y por su obsesión narrativa, prometiendo que volverá a ocurrir. Disculpas innecesarias, por cierto, ya que, si hay algo mínimamente censurable en su obra no es el doble sentido –en ocasiones obsceno, en ocasiones no–; ni su prólogo anecdótico, ni sus autodenominados desvaríos, sino su abuso del absurdo, ese absurdo cotidiano que, si bien comienza como un recurso atractivo, se torna repetitivo conforme avanza la lectura. Es decir: los treinta y cuatro cuentos que reivindican lo absurdo se vuelven absurdos. Otro aspecto a destacar son los finales abruptos, que dejan un regusto amargo en la boca. Son tan confusos como presenciar el fin del mundo y, de pronto, verlo reducido al pedazo de croqueta que se ha quedado pegado al paladar (“El menú del fin del mundo”). Los textos de Julia Viejo parecen construirse sobre el anhelo de llegar a alguna parte, pero a veces no llegan a ninguna en concreto.

Algo que admirar, sin embargo, es la voluntad de forjar una voz propia. En la celda había una luciérnaga, al ser su obra debut, solo precedida por un cuento publicado aquí o un artículo publicado allá, le permite a la autora experimentar con sus recursos literarios. Así, contamos con la presencia predominante de narradores en primera persona, ritmos rápidos, el inventario de un conjunto de objetos que guardan poca relación entre sí, cuentos que son un diálogo o un correo electrónico, tiempos circulares, una historia de amor a través de varias vidas, la declaración de un caso ficticio que bien podría ser real, pizcas de ciencia ficción con robots en museos, y reuniones con aliens que parecen sesiones de culto, por mencionar algunos.

Por último, no podemos terminar de hablar de Julia Viejo sin hablar de Ana María Matute, una asociación que la crítica no cesa de hacer. Es cierto que Julia Viejo adopta características estilísticas y temáticas propias de Matute. Pero esas similitudes, al final del día, no son más que la influencia evidente de un autor predilecto sobre la escritura propia, algo que la misma Viejo declara. Por dichos motivos resulta molesta la insistencia en catalogar a Viejo como la “la nueva” Ana María Matute o “una suerte de” Ana María Matute, como si esta viniera por versiones o generaciones, o como si Julia Viejo fuera más que una suerte de Julia Viejo.

A riesgo de simplificar en exceso, me atrevo a decir que los cuentos de Julia Viejo son entrañables y críticos, divertidos y cotidianos, a ratos incluso mágicos. En ocasiones son cuentos tan sugerentes que en la primera vuelta el lector se ríe y en la segunda intenta no gritar o llorar. En la celda había una luciérnaga está plagada de cuentos que vale la pena leer, aunque a veces no acaben bien, o aunque simplemente no acaben. Pero volvamos al prólogo, a unas palabras de la autora: “Lo siento. Me he equivocado. Volverá a ocurrir”. Ojalá.

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