Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Aniela Rodríguez, El problema de los tres cuerpos, Minúscula, Barcelona, 2019, 108 pp.


“La lógica de los sueños, la mayoría de las veces, es una pendejada.” Esta afirmación, a quien todo aquel que alguna vez haya soñado concederá de buena gana el máximo grado de irrefutabilidad, es expresada por el narrador de “Caja de cerillos”, el cuento que nos introduce al mundo de El problema de los tres cuerpos de Aniela Rodríguez (Chihuahua, 1992), como preámbulo a otra verdad tan sólida como un templo: “[en los sueños] uno sabe ciertas cosas, pero nunca el porqué”. Aguda por su franqueza y divertida porque dice una grosería, la vasta gramática de nuestro inconsciente queda así condensada en una sola ley, digamos, universal, y rematada por una saludable, necesaria y, sobre todo, perturbadora dosis de extrañeza. ¿Qué esconde el inabarcable por qué?

Isaac Newton, quien regaló al mundo la tranquilidad de sentirse con los pies bien puestos en la tierra tras descubrir la fuerza de gravedad, también heredó a los matemáticos un inquietante problema que lleva más de trescientos años sin resolverse ‒o al menos no de manera precisa‒: ese problema, el de los tres cuerpos, que no deja de ser un subconjunto del indescifrable ¿por qué? general, tan extenso e indolente a la vida como el llano rulfiano o el propio universo. Newton, a quien no le bastó con describir la ley de la gravitación universal, tuvo a bien preguntarse cómo podría predecirse el movimiento de tres cuerpos de posición y velocidad conocidas, si sobre ellos solo actúa su mutua atracción. Para el caso, la Tierra, el Sol y la Luna, pero ejemplifiquemos también con otros cuerpos: ¿cómo orbitan entre sí dos adolescentes y la viuda cuyo patio, cual agujero negro, engulle las pelotas de tenis de los chicos del barrio lo mismo que atrae a las abejas de la colonia? ¿O un marido despechado que se dirige, pistola en mano, a confrontar al cura que embarazó a su mujer, mientras esta se arremanga la falda y está dispuesta a arruinar su vida otras siete veces, si así le da la gana? ¿Y qué tal un sicario que se niega a cumplir la última voluntad de su jefe narcotraficante ‒matarle en plena emboscada del enemigo‒, las silenciosas figuras a quienes se confiesa y el jefe que le acecha por la espalda para vengar su negativa? La matemática actual carece de las herramientas necesarias para predecir de forma inequívoca tales interacciones, pero la literatura puede seguir jugando a inventarse la respuesta: ¿cuál será la órbita de un asaltante de cuarta disfrazado de Batman quien, con la mente enloquecida, discurre entre guardar lealtad a su pareja, que ni está tan buena, o a su compinche, si su velocidad de partida es ir “hecho la madre” y sus coordenadas le ubican en una farmacia que podría ser cualquier farmacia?

Desde luego, las voces de los escritores tampoco escapan a las leyes de la física clásica. Juan Rulfo es, en el universo de la literatura mexicana, un objeto masivo cuyo colosal campo gravitatorio sigue ejerciendo atracción sobre el resto de cuerpos en el espacio. En el caso concreto de Aniela Rodríguez, se intuye un Rulfo actualizado no tanto en el contenido ‒que también, pero la violencia, la muerte y las gentes dejadas de la mano de Dios difícilmente cederán su trono en la literatura de un país como el nuestro: es más, ojalá solo en la literatura tuviesen asiento‒, sino en la zona donde ocurren la aceptación de la muerte, del abuso y de las sórdidas estructuras sociales que, más que funcionar como soporte de la vida, son las herramientas de su destrucción. En Rulfo, uno de estos espacios es la concesión de un comportamiento animal a los elementos inanimados de la naturaleza. Estos, indiferentes a los padecimientos en la Patria, solo buscan sobrevivir al igual que los hombres estafados y olvidados, como el Llano que se traga una gota de lluvia ahogado por la sed en “Nos han dado la tierra”. Al Llano se le presenta como un animal contra cuya naturaleza no se puede. La nación, que debería velar por la vida, la arroja en cambio a las fauces de esa bestia plana incapaz de amamantar a otra cosa que a sí misma, y cuya naturaleza no le empuja a devorar a la presa sino a dejarla secarse en su lengua ardiente. En El problema de los tres cuerpos no existe una geografía clara ‒“podría ser cualquier ciudad, pero es la nuestra”‒, ni todos son campesinos o habitantes de pueblos fantasmagóricos (en los pueblos de Rodríguez incluso se asoma de vez en cuando algún turista), pero la suerte de sus personajes es también “una patada en los huevos”, y conocen y aceptan su trágico destino levantando sin más los hombros al cielo y carentes de hybris, aguantando el golpe del viento ‒como elásticas mazorcas de maíz‒ mientras se pueda. Pero no son cuerpos ni mentes inmóviles. El espacio que Rodríguez confecciona para que sus personajes aguarden lo inevitable ‒“no se salva nadie (…) falta poco para que alguien abra la ventana y se quede mirándonos, esperando el mejor momento para tirar la colilla”‒ es el movimiento circular que necesariamente describe la rueca de las Moiras.

El hilo conductor que atraviesa de principio a fin El problema de los tres cuerpos es la aceptación de la muerte. Este libro de cuentos ‒casi todos‒ circulares, abre con un espectacular incendio y toma velocidad con un disparo que tardará en alcanzar a su víctima el tiempo necesario para que se desarrolle la historia y vislumbremos, nosotros también, la entrada al infierno; retomará el ritmo a golpe de puñal y soñará con vencer a la gravedad en el cuerpo de un desafortunado albañil que agonizará durante días en el hospital, mientras vuela hacia el momento de su propia muerte. Es también un libro en el que se muere esperando, o de tristeza perpetua, o lanzándose al peligro hasta arriba de coca o ‒¿por qué no?‒ a manos de un científico loco, obsesionado con una ecuación irresoluble. Los personajes de Rodríguez asumen la muerte no como un destino terrible impuesto por los dioses de la desigualdad o la gandallez, sino como el terreno donde ocurre la vida. En este universo sí hay la tantita tierra “que necesitaría el viento para jugar a los remolinos”, como escribe Rulfo en “Nos han dado la Tierra”. No es mucho, pero es lo que hay. Los personajes caminan sobre el hilo de su propia vida al modo de los funambulistas o al de los albañiles que peregrinan el andamio. No lo hacen para desafiar a la muerte ‒esta, paciente, los aguarda debajo‒ sino porque es lo único que se puede hacer, como bien supo el cura asesinado por Jacinto, a quien le bastó recibir un balazo para comprender “que el cielo es un invento de mierda”.

Es ese temblor de los cuerpos, consecuencia ‒y a veces causa‒ del equilibrio, la más pura manifestación de la vida en El problema de los tres cuerpos. Y los cuerpos seguirán vibrando, bien hasta que se dé un paso en falso, bien hasta que las Moiras corten el hilo. “En los sueños, la gente sabe desde el principio que está a punto de morir”, aclara el narrador de “Caja de cerillos”. ¿Por qué ‒y para qué‒ morimos? Quién sabe. Esta pregunta no puede contestarse en ninguna lengua. Para cuando los compañeros de Elías ‒el protagonista de “Instrucciones para perder los zapatos”‒ lo descubrieron tirado contra el suelo y dormido sobre su propia sangre tras sufrir una caída durante la jornada laboral, este ya “había dejado de comprender el idioma de los hombres y ahora su reino era el de los que esperan”. De ese reino forma parte también la literatura, que no es exactamente el idioma de los hombres, sino una reinterpretación, más bien su reverso, la duermevela donde se dice aquello que no se puede o no se sabe cómo decir. No es que la dialéctica de los sueños sea en sí misma disparatada, sino que queda vacía de significado al traducirse a la vigilia. Es “un lenguaje de esos que solo existen en el inconsciente y que afuera no sirven más que para balbucear pendejadas”. Como eso que nunca se menciona pero que es lo que cohesiona y da sentido a la ficción.

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