Jon Fosse, Septología, Seix Barral / De Conatus, Madrid, 2024, 778 pp.
Jon Fosse, ganador del Premio Nobel de Literatura 2023, es reconocido como el autor que da “voz a lo indecible”. Palabras justas y, aun así, pobres para describir el verdadero peso de su obra. Su novela cumbre, Septología, es ante todo una gigantesca oración, un rezo a lo “indecible”, pero también algo más.
Asle, el protagonista de Septología, es un pintor que habita en el exilio geográfico y espiritual. Este exilio lo lleva siempre al fiordo en donde yace sempiternamente. Asle medita, a través de las páginas, su relación con el mundo, con las personas que amó y conoció, con su obra, con Dios y con la ausencia de todo lo anterior. A través de siete partes (“El otro nombre, Septología I-II», “Yo es otro, Septología III-V» y “Un nuevo nombre, Septología VI-VII»), Asle experimentará, no una crisis existencial con respecto a su obra pictórica, sino una completa disolución del Yo por medio de un narrador que convierte el flujo de consciencia en un caleidoscopio de miradas sobre uno mismo.
“Y me veo de pie…”. Asle es ante todo un ojo que se ve mirando. Cada parte de la obra comienza con Asle mirando, en estado de percepción pura. “Y me veo de pie, mirando el cuadro con las dos rayas, una morada y una marrón que se cruzan en el medio, un cuadro alargado, y veo que he trazado las rayas despacio y con un óleo espeso […] y pienso que esto no es un cuadro, pero que al mismo tiempo el cuadro es como debe ser, está terminado, no cabe hacer más, pienso…” La Cruz de San Andrés es el leitmotiv de la obra. Haciendo clara referencia al martirio del San Andrés, el apóstol de Jesucristo, la Cruz es el símbolo de lo ausente. Es gracias a la Cruz que Asle se enfrenta a la dialéctica del mundo que lo rodea. La ausencia ha condicionado la mirada de Asle con respecto a lo que lo rodea: la Cruz de San Andrés, el sillón de Ales, unos jóvenes enamorados que juegan en un parque infantil, Dios, etc. La Cruz de San Andrés es al mismo tiempo la cumbre de su trabajo como pintor, pintor en cierto modo “maldito” por las imágenes que su mente aprisiona: “pienso, sí, justamente eso, como un cuadro que yo podría pintar, pienso, y sé que justamente este rato, justamente esta imagen, se ha agarrado a mi memoria y no desaparecerá nunca, tengo muchas imágenes como estas agarradas a mi memoria, tengo millares, y al pensar en algo, al ver algo parecido, o por ellas mismas, a veces las imágenes reaparecen”. Las imágenes hacen de Asle un prisionero, no de los entes que ve, sino de lo que “son”. Sabe que son presencias efímeras que vivirán en su mente cuando se presenten como ausencias. Para Asle el horror que le provoca la existencia se debe al peso de la existencia por la ausencia. La Cruz de San Andrés es el “enso” zen del cristianismo.
Jon Fosse recuerda, de cierto modo, a esa larga lista de escritores del humanismo cristiano que poblaron gran parte del siglo XX. Escritores como J. K. Huysmans, Léon Bloy, C. S. Lewis, François Mauriac, Graham Greene, Shusaku Endo, etc. No obstante, la originalidad de Fosse estriba en que, en lugar de hacer un cristianismo laico de conceptos realistas, Fosse presenta lo divino como una parte muy importante de ese “Yo” que se desdobla frente al narrador. El Maestro Eckhart será un eje siempre presente en toda la Septología. Para Asle, Dios no es una ausencia más en su vida, sino la cumbre de las “ausencias”. A través de la dialéctica de presencia/ausencia, Asle busca conocer al Dios católico, solo que más allá de la misa y de la iglesia. El Dios de Asle es indistinguible del Dios de Eckhart. Es más: Asle no aspira a la unidad de su ego, sino a su disolución total: “y piensa que si quiere vivir, tendrá que dejar de beber, pero a menudo, casi siempre, no desea vivir, porque constantemente piensa en meterse en el mar, en desaparecer en las olas”. Esta disolución, lejos de ser una afirmación de muerte, es un intento más en unirse con lo divino: “y otro dice que sí, que los recibía bien, porque el mar tiene a Dios dentro de sí, y un tercero dice que el mar es el mayor cementerio del mundo, y tal vez el mejor, dice uno, hay más de Dios en el mar que en la tierra, y se hace un silencio y uno dice Mar y Cielo, dice”.
Si Léon Bloy nos muestra que Dios habita en el dolor, Fosse nos muestra que Dios habita en las ausencias. Siguiendo a Eckhart: Dios no existe, Dios es. Dios es el ser que ilumina lo que está ahí (Heidegger). Lo divino no se manifiesta trascendentemente, sino en lo cotidiano, en lo que yace a la vista: “porque es como si Dios me mirara desde cada cosa, pienso, y miro a mi alrededor, y es como si Dios estuviera en todo lo que me rodea, pienso, y como si me mirara desde cada cosa, pienso, y me pregunto si la mesa redonda, con su silencio, no me está diciendo con claridad que Dios está cerca, igual que los dos sillones, y en especial el sillón en el que se sentaba Ales, desde ese sillón Dios me mira perceptiblemente”.
En Asle las relaciones humanas son fantasmagóricas. Asleik, un cuidador local, funcionará como interlocutor y como una afrenta directa con lo Otro o con el Tú radical. Ese Otro, que de manera similar a como afirmaba Martin Buber, encierra la religiosidad genuina. La novela es un diálogo entre un Yo y Tú que se extiende hasta lo divino. Este Yo es una ficción. Para Asle ese Yo es dinámico, capaz de desdoblarse cuando la percepción del mundo y de sí mismo lo necesite. En Asle, tal como le sucede a Rimbaud, “Je est un autre”. Esto último no se aleja de las enseñanzas del Maestro Eckhart: “No hay valor más alto ni lucha más severa que las que se dirigen a desdibujar el yo, para alcanzar el olvido de sí”. Hay más: el olvido de sí requiere para Asle un completo examen de lo que ha sido su vida, no para caer en la nostalgia, sino para realizar una autopsia de la consciencia. En este autoexamen, Asle quiere saber lo que realmente significó ser hijo, ser esposo, ser alcohólico y ser pintor. Esto último es casi un destino divino que lo imposibilitó de otras formas de expresión: “de modo que esto no funciona, piensa Asle, porque aunque solo tenga catorce años y tenga mucho tiempo por delante, digamos, nunca será un buen guitarrista, y no es agradable dedicarse a algo que no te sale bien, y que nunca te va a salir bien del todo, no es como con los cuadros, los cuadros le salen solos, como si no fuera difícil en lo absoluto, pero esto de tocar sencillamente no sale”. Asle frente al fiordo, Asle frente a la Cruz de San Andrés es capaz de dar cuenta de las ausencias y de los fracasos que pueblan su existencia y como siguen influyendo en la cacofonía de “yoes” que Fosse describe con maestría. Fosse hace de Asle uno y muchos (¿será Ales, su esposa fallecida, parte de ese Yo desdoblado?).
Septología tiene un estilo que recuerda a José Saramago: oraciones largas encadenadas con comas y ausencia de puntos. En el caso de Fosse cada “Septología” es una oración completa que finaliza con el Pater Noster, dando a entender claramente que la novela es una compilación de siete oraciones, siete rezos que Asle evoca desde la policromía del Yo disuelto en lo divino; rezos que Asle (y posiblemente Fosse) dedican a ese Dios del fiordo.
Leer Septología es estimulantemente adictivo. La prosa de Fosse, con sus oraciones enormes, hace que el lector se encadene al estilo. Cuando se leen las siete partes del libro queda claro que hemos pasado los límites de la mente y la personalidad. Leer este libro no es solo un placer literario, sino un ejercicio espiritual. Fosse da voz a lo “indecible”, como reconoce la Academia Sueca, pero eso indecible es enorme: es el Yo disuelto, vaciado de contenido que permite la entrada a la abrumadora percepción de lo real, de lo divino y del amor.