Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Mónica Selem, El desorden interno, Ambular Ediciones, Madrid, 2022, 172 pp.


El desorden interno es un libro de cuentos sobre “el asunto este del amor” que, tal y como admite una de sus primeras narradoras, se trata de una cuestión que, por más que pase el tiempo, nunca se consigue desentrañar. La elección del verbo es importante: pretender desentrañar algo admite un estado de ignorancia inicial, pero lo entrelaza físicamente con la búsqueda de la solución de un enigma, en este caso ese, el del amor.

Desde el inicio, en “Historia sucinta de una dama vikinga” –cuento que hace a la vez de prólogo–, Selem nos sugiere una médula biográfica más o menos alterada “por necesidades estéticas o dudas morales” como vínculo entre narraciones. Sin embargo, elijamos otorgar o sustraer importancia al hecho supuestamente vivido como parte de la experiencia de lectura, hay algo más que cohesiona a esta como una obra de ficción, y es que en estos cuentos ninguno de los personajes se resigna a la mera incomprensión, humilde y contemplativa, del fenómeno amoroso. Muy al contrario, la experiencia de estos seres es activa: no se posicionan ante el amor para ofrecerse y dejarse habitar por él, sino que están determinados a penetrar en su umbral y ser ellos quienes lo habiten. Fracasarán, desde luego. Y se avisa desde el principio.

La protagonista de “Blanche rompe el hielo en Praga”, una suerte Blanche DuBois extemporánea y ecléctica, que poco o nada tiene que ver con la heroína de Un tranvía llamado deseo más allá de creer en la bondad de los desconocidos y haber elegido como seudónimo el mismo nombre que el personaje de Tennessee Williams –cuyo libro lleva en el bolsillo–, incita a su amante ucraniano a poseerla utilizando una cita de Ante la ley de Kafka –su verdadero amor literario, no Williams–: “Si tu deseo es tan grande, haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición”, le dice. Sin embargo, a diferencia del campesino kafkiano, quien al escuchar idéntica invitación para franquear la puerta abierta de la ley ve más bien una dificultad en ello –también es verdad que al campesino lo desafía un guardián terrible y no una mujer desnuda que se ha quitado la ropa–, el resultado es el análogo: el campesino se quedará fuera de la ley toda su vida, así como los personajes de Selem no podrán atravesar la puerta del amor aunque esté abierta de par en par.

Esto es así no porque en El desorden interno no existan encuentros, romance o deseo, sino porque es precisamente lo que hay, y en formas muy concretas. O leyes precisas, digamos. Arquetipos y modelos de toda la vida para una época determinada que nos permiten ver las formas y juzgar como amorosa o no una cuestión, sin que esto deje de ser más bien arbitrario. Es verdad que el libro está dedicado “a todos los musos”, lo que podría suponer un revés de la norma que permitiría mirarle las costuras al amor –deshilvanar su urdimbre, destajar su mecánica, situar en algún lugar una puerta que pueda abrirse para echar un vistazo dentro–, pero musos y escritora están inmersos en un espacio donde las mujeres se enamoran de los hombres y los hombres de las mujeres tal como se supone que las mujeres lo hacen de los hombres y los hombres de las mujeres, se mire la tela del lado que se mire. Y más aún: intentan amarse tal como se espera que las mujeres occidentales amen a los hombres occidentales y viceversa, entendiendo occidente como un invento con referentes románticos específicos que los amantes encarnan incluso cuando, en principio, ni siquiera forman culturalmente parte de lo que vendría a ser ese conjunto.

Es lo que ocurre, por ejemplo, en el cuento “Amarige”, donde las inhumanas leyes de extranjería sirven de telón de fondo para narrar un affaire entre una española y un sudanés, a quienes el amor les funcionará como supuesto vehículo de reconciliación después de que ella se niegue a casarse con él para darle los papeles y lo pille, también, seduciendo a una mujer policía con la esperanza de conseguir el mismo objetivo –¿entrar en la ley?–. La función más noble del amor, ya se sabe: mediar entre binarios para que dos de diferente clase se encuentren: “Por unas horas, blanca y negro, occidente y oriente, expiaciones y faltas se largan de paseo para que él y yo, sosegadamente, hagamos el amor, la única manera decente que hemos encontrado de despedirnos”.

En este mismo sentido –el que traza la convención–, en el cuento “Una de vampiros”, la narradora se hace cargo de que para perpetuar el deseo haya que callar, porque su novio es un “cerebrito” que cita a Wittgenstein y de filosofía ella nada sabe (desde luego, no será el galán quien guarde silencio, la ley del lugar común no lo requiere). La tradición que delinea la forma hasta vaciarla de sentido reaparece en “Camino a medias”, donde descubrimos a una mujer joven que se esfuerza por no comer hasta que un muchacho libre y aventurero, con quien está recorriendo el camino de Santiago como parte de un grupo, la percibe –es decir, la humaniza, algo que ciertamente el amor tiende a hacer–, le espeta “estás muy flaca”, la vigila, la alimenta y la salva de sí misma. No se nos explica nunca por qué esta mujer aspira a ser “una artista del hambre”  –también podemos asumir que la fabulación poco importa a estas alturas y que tampoco se la espera, porque nosotros entendemos que obsesionarse con la delgadez es lo que llevan mucho tiempo haciendo las mujeres jóvenes, y más o menos por los mismos motivos, y que en ello algo tiene que ver la mirada del hombre–, pero sí se nos aclara que ella no se fija en el acné que cubre la cara de él, que no le importan “sus kilos de más” y que, al final de todo, este encuentro la hará olvidarse de “aquello tan importante que la orilló a renunciar al pan”.

En congruencia con los tropos del amor romántico, las otras (mujeres, claro) no salen muy bien paradas en este libro: o bien rechazan a la narradora porque ella les roba la atención de un hombre, aunque esto no sea a propósito –en “Acciones para conocer extraños” la protagonista solo quería hacer amigas, pero, desprovista por la ley de la capacidad de elegir entre lo que quería y lo que finalmente tomó, termina besándose con el estadounidense al que todas desean–; o se comportan como villanas codiciosas que huelen a rancio. También pueden ser ancianas locas que regalan flores a parejas de enamorados por la calle o que contratan enanos para revivir sus amores infantiles, o psicólogas-brujas que cobran más honorarios de la cuenta y encima exigen aguinaldos, pero no mucho más.

Cierto es que las protagonistas tampoco suelen librarse del todo, pues Selem utiliza la parodia y el humor –a veces acertado, otras forzado– para burlarse un poco de ellas, pero este recurso no deja de envolverlas en un aura de encantadora y hasta desafectada sofisticación, mientras que a las rivales de amores las ridiculiza: si la heroína es cinematográfica o literaria, la otra será telenovelesca. 

Por su parte, y tal como la ley lo dicta, los musos son casi siempre taciturnos, oscuros, intelectuales o aspirantes a artistas medio frustrados, maridos (de otras), enamorados (también de otras) o amantes incapaces de controlar su deseo, como el falso Kowalski de “Blanche rompe el hielo en Praga”, quien para copular con la también apócrifa Blanche DuBois la remolca y la fuerza y le aprieta “la coronilla con sus dedos enervados como si fuera media naranja a la hora del desayuno”. Remolcar. Forzar. Apretar. Ellos hacen, pues, lo que tienen que hacer, y son lo que deben ser para que el asunto este del amor eche a andar: vampiros, o personajes de Dostoyevski, o el doble latino de George Clooney, o frikis obsesivos a los que es mejor relacionar con el protagonista de una película de Krzysztof Kieślowski para poder romantizarlos porque, de lo contrario, quizá estaríamos leyendo otro género literario. También hay un compañero de viajes que no consigue fecundar a una narradora que sueña con niños alimentados de literatura, y hasta un anciano muy paciente.

Conforme el libro avanza, la posibilidad de lo biográfico-tangible va difuminándose. No del todo, pero comienzan a aparecer formas más cercanas a lo fantástico –como una mujer muerta que se excita en el limbo de “Inexistencia”– y al absurdo –“Malabarismos”–, cuando el dueño de un circo digital que transmite shows en streaming decide, por odio a los hologramas “que reproducen las palabras, pero no viven las palabras”, contratar a un profesor de Literatura y Lingüística para que su trapecista estrella aprenda a escribir cuentos. Y esta transformación del estilo desemboca, finalmente, en la pesadilla kafkiana, el epílogo, que no es otra cosa que una confesión obtenida por la fuerza por los críticos literarios –la “policía académica”– que irrumpe en casa de la autora para juzgarla sin miramientos.

 Ya en el prólogo se anunciaba no solo el fracaso por entender el amor, sino la admiración por los finales redondos. Los relatos de El desorden interno contienen, sí, una historia de amor que separa a los protagonistas a la vez que los acerca a su objetivo –amar y ser amados–, manteniéndolos siempre fuera del mismo. Pero albergan también el que probablemente sea el germen de vida más auténtico en la escritura de Mónica Selem –seudónimo de la madrileña afincada en México, Mónica Sánchez Fernández–, el cual atraviesa toda su obra, incluida la que se reconoce como ficción de la ficción –por ejemplo Hormiga blanca (Ménades Editorial, 2019), libro de cuentos basados enteramente en la obra de Herman Melville–: el ofrecimiento de las horas de lectura de los grandes maestros para conmover al poderoso guardián que vigila la puerta que Sánchez realmente quiere atravesar, y ante la que espera pacientemente: la gran puerta de la Literatura. 

El guardián de Kafka acepta los sobornos del campesino que quiere acceder a la ley para que este no sienta que ha omitido ningún esfuerzo. Así ofrece Selem a críticos y lectores a sus referentes literarios, quienes salpican y dotan de intertextualidad las páginas de El desorden interno, ya sea en el libro que Blanche DuBois, la apócrifa, lleva siempre consigo; ya en las lecturas que conmueven a la malabarista aprendiz del arte de jugar con las palabras –el propio Kafka, Etgar Keret–, o el trago directo a Los amores difíciles de Italo Calvino en que los  que se inspira el cuento “En una burbuja”, y en los débiles ecos de Nabokov que brotan de las bocas chiclosas de nínfulas seductoras de magnates podridos, entre otros.

Pero, parafraseando y resumiendo mucho al Derrida que analiza Ante la ley de Kafka, ¿quién decide –en serio, quién– lo que es literatura? El guardián le advierte al campesino que él es, en realidad, el guardián menos poderoso de todos, y que dentro de la ley encontrará a otros guardianes, a cada cuál más terrible y poderoso que el anterior. El campesino concluye sus días fuera de la ley, aunque jamás recibió la explícita prohibición de entrar, apenas enigmáticas disuasiones y postergaciones.

El crítico del epílogo, primero censor kafkiano como salido de las páginas de El proceso y después enamorado de la escritora, la besa bajo la luz de una farola para enseguida animarla a correr. ¿Hacia la ley o lejos de ella? Nosotros no podemos saberlo. “Fíjate en mí” –le dice–. “Yo ya no escribo”.

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