Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Ramón Gómez de la Serna, El alma de los objetos. Minificciones, edición de Rafael Cabañas Alamán, Eolas Ediciones, León, 2019, 304 pp.


De pie, presidiendo la reunión, cavilando sobre las caras de los asistentes y el tintineo de la vajilla, buscando la burla del instante a pesar de una solemnidad construida, así se le ve a Ramón. Se le puede contemplar también de diez de la mañana a las nueve de la noche –excepto los martes– en el Museo Reina Sofía en Madrid en la obra que captura la escena antes descrita, La tertulia del Café Pombo (1920), por el maestro pintor de oscuridades José Gutiérrez Solana. Ese andamiaje, el de la mueca y la mirada que capta las chispas invisibles de lo fugitivo, se sostiene detrás de la casi inconmensurable vida y obra de Ramón Gómez de la Serna (1888–1963). El investigador Rafael Cabañas Alamán indaga en su magnitud para ofrecer un álbum de instantáneas literarias acerca de la colección de objetos cotidianos de un abrumador Gómez de la Serna, autor mayor que recibe el trato de uno menor. La antología sirve tanto para quien se acerca por primera vez al mar llamado Ramón, como también para quienes ya fuimos salpicados por el macareo juguetón de su genio.

Ramón Gómez de la Serna fue un escritor prolífico, vanguardista antes de las Vanguardias y eterno cronista que desguazaba lo trivial para dar con lo insólito. Fue autor de más de un centenar de libros que incluyen antologías y misceláneas, relatos, dibujos, piezas de teatro y pantomimas, críticas, ensayos, novelas, biografías, artículos periodísticos, monografías y prólogos. Sin embargo, son sus minificciones y las greguerías, un género literario inventado o descubierto por él, a las que debe cierta fama que perdura. Acuñó la definición de su clase de aforismo no didáctico como “metáfora + humor”, una fórmula que invita a la sorpresa y que no siempre es fácil de replicar. Lamento ahora que su obra sea reducida a menudo a estas hebras aisladas por quienes se enfocan de forma superficial en su humor, en la novedad de salón, más que en los tejidos que estas luego constituyen. Ramón escribió cientos o miles de greguerías y es común encontrar colecciones temáticas de ellas, en antologías dedicadas, textos universitarios o en páginas de Internet. Hoy se diría que Ramón estaba hecho para tuitear y transmitir en videos cortos.

Rafael Cabañas dedica su curaduría a realzar la figura de Ramón al amparo de la colección Puertas de lo posible: Narrativas de lo insólito de Eolas Ediciones. El editor recorrió los volúmenes de las Obras Completas de Ramón, partiendo de textos tempranos del año 1917 hasta 1962, así como algunos manuscritos inéditos del autor que se encuentran en la Biblioteca Hillman de la Universidad de Pittsburgh, para exponer la genialidad de Ramón y su “defensa constante de una poética contraria al Realismo y que ha tenido una influencia indiscutible en las literaturas hispánicas desde su tiempo a la actualidad”. Si bien muchos somos los entusiastas y diletantes en torno al corpus de Gómez de la Serna, solo un verdadero ramonista como Cabañas tiene el conocimiento y la escafandra necesarios para traernos sus tesoros sumergidos. Rafael Cabañas, profesor del Departamento de Lengua Española en la Saint Louis University–Madrid, se ha dedicado a estudios de traducción, de literatura de la Edad de Oro, así como a los de la literatura española del Siglo XX. Ha dedicado gran parte de su trabajo a la figura de Ramón y este ha aparecido también en revistas especializadas. Persiguiendo la misma línea de investigación publicó en 2002 el libro Fetichismo y perversión en la novela de Ramón Gómez de la Serna.

Sobresale El alma de los objetos de entre otras antologías por presentar un ángulo fresco del ramonismo que deja que la obra hable en su conjunto, sin ser un inventario y mucho menos un escaparate de sentencias simpáticas. Otros estudiosos han enfrentado el problema de la clasificación de las greguerías. Por ejemplo, en la edición de Greguerías preparada por Antonio Gómez Yebra(Castalia, 1994) y en la selección de Total de greguerías (Aguilar, 1955), se habla de quienes han propuesto hacerlo desde clases tipográficas, el origen de los juegos de palabras o la presencia de ciertos personajes en ellas (hombres, mujeres, niños, etcétera). Gómez Yebra avanza su propio esquema de ocho posibles categorías, como podrían serlo sus dimensiones, lugar de aparición, estructura o hasta nivel de creatividad. Sin menoscabo de otros trabajos, Cabañas se distingue ofreciendo clasificaciones menos inmediatas y que reviven el significado de componentes de la obra de Ramón a divisarse solo desde su acumulado.

Gómez de la Serna nació “o le nacieron” en Madrid, según declara al inicio de su autobiografía intitulada Automoribundia. Su confesión estética ilustra cómo solía traspasar descripciones realistas para develar el humor, la medida humana de los hechos y la proyección de muerte sobre el mundo, para obtener el color de sus escritos. Cabañas cita un ensayo de Ramón (“Las cosas y ‘el ello’ ”, 1934) donde relata que su propia alma conecta con “el alma de los objetos” para luego sincerarse al aceptar que “fuimos cosas y volveremos a ser cosas”. Además de subrayar la importancia que él daba a los objetos tangibles como merecedores de un tratamiento literario y su relación afectiva, casi cursi, con ellos, la reflexión se enlaza con lo que mencioné antes: al decir que fue “nacido” –todos lo somos contra nuestra voluntad– Ramón acepta el influjo de fuerzas externas y azar que lo convierten en el centro de las observaciones que gotearán en sus páginas, no como protagonista, sino como una cosa más. El autor vuelve a nacerse, por decisión propia, para devenir autor-objeto en su propia obra. Será una cosa que instiga, un pedernal para el fuego iniciático y para cortes precisos, que da forma pero que también se transforma al chocar con otros. La antología de Cabañas demuestra el proceso con el que su filo se logra.

El profesor Cabañas resalta los comentarios del autor acerca de “la necesidad de atención que merecen los objetos en su propia obra y se considera un psicólogo de los mismos en cuanto a la capacidad afectiva manifiesta sentir por ellos”. Su representación fue característica común en otros de sus trabajos, no solo en sus greguerías o relatos, en novelas como El Rastro (1914), El Incongruente (1921) o La Nardo (1930), donde los objetos adquieren papeles protagónicos. En el “antirrealismo artístico” de Ramón el contacto con las cosas o su mera observación abre para los personajes, y por tanto para los lectores, conexiones inesperadas donde sucede como si, en palabras de Rafael Conte citadas por Cabañas, “el universo se cosificara y las cosas se humanizaran a la vez”. Con esta observación se ilumina la siguiente greguería de la selección: “¡Cómo nos mira una tienda de objetos de óptica!” (tomada de Total de Greguerías). En otro cuento escogido por Cabañas (“Las gafas del abuelo”), dos huérfanos “aún con el luto recién estrenado” pelean por el objeto título del relato. Los hermanos comprueban que las gafas “estaban llenas de experiencia y que con ellas se transparentaba la ficción de la vida”. Después de reñir, deciden dividir las gafas en “impertinentes monóculos” para aprovecharlas. Esta conveniencia la gozaría el autor, pues el monóculo es un objeto ramoniano por excelencia. Por comicidad solía portar uno carente de vidrio y porque esa incongruencia era accesorio y motor para captar las cosas que luego escribía: “Con mi monóculo sin cristal he observado, como al microscopio, muchas almas ocultas” (Cedulario del alma). En Automoribundia dice que su monóculo muestra su “estética desprovista de engaños” en los momentos nocturnos en que se dedica a novelar. Vemos así en “Las gafas del abuelo” un ejemplo de la eficiencia del andamiaje ramoniano: brevedad, la muerte siempre presente, los objetos que nos miran y que usamos para mirar, la carga humana que les permanece después de la partida del dueño, el humor y lo insólito. Yo imagino a los hermanos esperando que alguien les pregunte la historia de sus lentecillos ridículos.

Desde sus primeras obras trascendentales, Gómez de la Serna se ocupa de los objetos. En El Rastro, libro al que le antecede al menos otra veintena de publicaciones y que apareció casi al mismo tiempo que sus primeras greguerías, el autor hace una suerte de inventario poético de su Madrid natal. Era la época en que las vanguardias comenzaban a expandirse y competir por la ciudad, llegadas de París o las Américas, con sus respectivos profetas, adeptos y renegados. Para él, las ciudades pueden compararse por sus cachivaches más que por sus monumentos y se dedicó a forjar colecciones excéntricas de todo lo que captara su atención. Sus obsesiones fueron demasiadas. Encontramos en su obra repetidos tratamientos sobre los relojes –y con ellos el tiempo, los instrumentos musicales, muñecas, aparatos de comunicación como radios, teléfonos y telégrafos, las máquinas, los libros, los senos, los circos, los diccionarios, el alfabeto, los animales, los espejos, entre muchos otros más–. Al tener estos objetos presencia universal en nuestras vidas, la experimentación estética del autor no los pudo agotar y se valía de cualquier medio que le diera voz. Por ejemplo, a partir de 1925 y por alrededor de una década fue locutor y colaborador de Unión Radio Madrid, antecesora de la actual Cadena de la Sociedad Española de Radiodifusión. Solía transmitir sus escritos, improvisaciones y entrevistas desde su despacho en el torreón de su casa o paseando por el ombligo madrileño que es la Plaza del Sol (véase Greguerías onduladas, en edición de Nigel Dennis publicada por Editorial Renacimiento en 2012) buscando trastos, experiencias de transeúntes o reaccionando a lo que acontecía alrededor y atizando situaciones, como un benévolo gonzo. Nuestro autor, ya personaje, enamorado de las posibilidades inalámbricas del siglo, contó con audiencias maravilladas y se había adelantado por décadas a los podcasts.

Ramón consolidaba su estilo mediante la experimentación y por su exposición constante a innovaciones ajenas. Por ejemplo, en 1909 había traducido el Manifiesto futurista de Marinetti para la revista Prometeo, que dirigía su padre, el abogado Javier Gómez de la Serna y Laguna. Más adelante, su tertulia del Café Pombo, en la calle de Carretas, compite con la del Café Colonial, en la calle de Alcalá, del escritor Rafael Cansinos-Assens. Ambas se encontraban cerca de la Puerta del Sol y fueron imán de figuras permanentes y pasajeras que darían luz al arte del siglo XX: Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes, Pablo Picasso, Jean Cocteau, Vicente Huidobro, Teresa Wilms Montt, Diego Rivera, Oliverio Girondo, José Gutiérrez Solana, Valery Larbaud, Pablo Neruda, Pedro Henríquez Ureña, José Ortega y Gasset, Tristan Tzara, entre muchos otros. Era un laboratorio donde estos personajes que mantenemos como serios se prestaban a los juegos de Ramón. Fue un juglar de espectáculo completo que en una ocasión llegó a dar conferencias a lomo de elefante. En su espacio el autor ofrecía banquetes sabatinos, discusiones y las observaciones guardadas durante la semana por su labor de flâneur. Sobre esta última faceta del autor menciono la anécdota de que Walter Benjamin, también un flâneur de talla, llegó a conocer y reseñar la obra de Gómez de la Serna. Pueden encontrarse afinidades entre ambos, como lo explora Antoni Martí Monterde.

Además de los objetos, era notable el intento de Gómez de la Serna de abarcar la realidad para luego transformarla. Un joven Jorge Luis Borges reseñó en 1925 para la revista Martín Fierro el libro La Sagrada Cripta del Pombo que había publicado Ramón el año anterior. Ambos ya se habían conocido en Madrid y el español, con su ojo para la vanguardia, había elogiado antes Fervor de Buenos Aires (1923) en la Revista de Occidente. Borges, futuro maestro también de las listas totalizantes, escribe: “Ramón ha inventariado el mundo, incluyendo en sus páginas no los sucesos ejemplares de la aventura humana, según es uso de poesía, sino la ansiosa descripción de cada una de las cosas cuyo agrupamiento es el mundo. Tal plenitud no está en la concordia ni en simplificaciones de síntesis y se avecina más al cosmorama o al atlas que a una visión total del vivir como la rebuscada por los teólogos y los levantadores de sistemas”. Unos cuantos renglones atrás, Borges comienza su reseña diciendo: “¿Qué signo puede recoger en su abreviatura el sentido de la tarea de Ramón? Yo pondría sobre ella el signo Alef, que en la matemática nueva es el señalador del infinito guarismo que abarca los demás o la aristada rosa de los vientos que infatigablemente urge sus dardos a toda lejanía”. Más de veinte años separan esa reseña de la publicación de El Aleph, pero el argentino ya vislumbraba el infinito o intento de infinito que Gómez de la Serna había emprendido.

La colección El alma de los objetos se compone de cuatro apartados que reúnen de manera fresca las obsesiones del autor representadas por ciertos objetos, las cosas que transitan entre sus páginas y el mundo que le rodeaba. Ramón, caótico, centellante y fecundo, no ha de leerse con reloj ni con metrónomo y, por no obedecer cronologías, el lector puede empezar su viaje en el punto que más le plazca. Las secciones del libro son: 1) El optimismo vitalista, 2) Los objetos y el alma, 3) Los objetos insólitos, y, 4) Perspectivas de la muerte. En la primera vemos los objetos que son germen de nuestra felicidad, el amor o que acompañan a la placidez humana: “Los cristales de los cuadros hacen que los cuadros nos vean mejor… La Gioconda nos mira también en el Louvre gracias al cristal. Cuando nos reflejamos en esos cristales de mirada profunda que tienen los cuadros nos encontramos mirados más inteligentemente que por un amigo o por un espejo”. También aparecen los objetos que rebozan de erotismo, como en: “La baraja se goza a sí misma, se siente acariciada, siente cosquillas y voluptuosidad al ser barajada”. El siguiente bloque expone que también nosotros podemos ser sensibles al alma de los objetos si nos atrevemos a reconocer lo que de nosotros hay en ellos: “Al que descompone un reloj le queda el arrepentimiento de haber matado algo, de haber cometido sacrilegio…[contra] lo perfectamente dispuesto que estaba para la eternidad que hemos malogrado, que hemos frustrado. «¿Qué has hecho?, ¿qué has hecho?», nos grita una voz como a Caín”.

La tercera parte incluye textos más a la sazón del surrealismo y la incongruencia positiva que caracterizó a Ramón incluso cuando mayor. Aparecen aquí zapatos que en la noche andan solos, bolas de billar que despuntan hacia la luna después de un gran taconazo, hipnotizadores de buzones y estatuas que brotan de la nada en los jardines. Mi favorito aquí es El diccionario de lo que no existe (1935). El autor resalta lo aburrido del realismo de esos objetos vetustos con los que solemos charlar –¿qué más podríamos esperar de ellos? – para soltar la rienda a la fantasmagoría: “El diccionario de lo que no existe merecería la pena de hojearse, metiéndose en su intricado bosque y encontrando lo que no está en los otros y lo que no es cosa triste de los escaparates callejeros de la vida…[ahí] habría las islas que no se sabe dónde están, pero que producen esponjas con ojos… y al apretarlas, en vez de aguas para baños de niños, chorrearían lágrimas verdaderas”. Borges nos descubrió la manera en que inventamos a nuestros precursores y vale recordarlo cuando Ramón cierra su descripción de este no-libro como el sitio donde “estarían las biografías de los que pudieron existir y la sintomatología de las enfermedades que no están en la medicina”.

El último apartado se dedica a la muerte sin ser por ello opuesto al optimismo del primero, pues este tema lo abordó Ramón con humor, reconociendo cómo su pulsión acompaña a vivos y objetos por igual. En “Choque de trenes” se relata un violento accidente de locomotoras que a primeras luces pasaba por inexplicable: “Pero era sencillo. Las dos máquinas, llenas de una ferviente sensualidad, se habrían querido montar. Estaban cansadas de verse de lejos y de no verse en el vértigo de los cruces… cansadas de llamarse con pitidos, de desearse con nostalgia; y como el celo de las maquinas es mayor que el terrible celo de los elefantes y de los camellos… es catastrófico y final”. Utilizo este ejemplo porque, además de que Cabañas advierte que “algunas minificciones pueden intercambiarse temáticamente, pero se han situado en la sección que más destaca su relevancia”, se observa el retoce de Ramón en la cancha Eros-Thánatos, fuente del material de sus collages. Si bien, en el cálculo final la Muerte gana la carrera –nos nacen, pero nos morimos– Gómez de la Serna deriva que “la escritura es una petulancia contra la muerte; más que contra la muerte, hacia la muerte”. Así, juega con el título de su autobiografía o se desdobla en personajes y en eventos que le permiten arrojar su nombre al vacío, para que los objetos que bautice persistan sin él. Su torreón de Madrid, montado de nuevo en Buenos Aires después de su exilio voluntario a partir de la Guerra Civil, estaba repleto de espejos, postales, trastos, miniaturas y demás curiosidades. Hoy aparece recompuesto en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid y, tan reciente como enero de 2022, ha sido cubierto por la revista de viajes de National Geographic (El despacho nómada de Ramón Gómez de la Serna, por José Alejandro Adamuz).

Con su trayectoria, carisma y capacidad de escritura, resulta paradójico que Ramón de la impresión de ser ignorado y que dista de ser una sospecha reciente. Bioy Casares apunta la conversación con Borges de la noche del 17 de septiembre de 1956: “Hablamos de Gómez de la Serna, de lo olvidado que está… Decimos que ha escrito páginas y hasta libros hermosos” (Borges). Borges, a estas alturas con plena lucidez sobre el cultivo de la mitología personal, le manifiesta también a Bioy la importancia de inventarse un nombre, el de las greguerías, a lo cual el segundo añade que también lo es el hecho de publicar libros exclusivos de ellas. No es el único registro de este autor en el jugoso diario de Bioy. Dos años después, el Dr. Johnson y su Boswell argentinos lo traen de vuelta a la conversación: “Borges: ‘Qué curioso el destino de Gómez de la Serna: nadie se acuerda de él y, sin embargo, es de los escritores españoles contemporáneos que han dejado mejores páginas. Si hubiera escrito poco, todo el tiempo recordaríamos el prólogo a Silverio Lanza…’ ”. Este último, también escrito por Ramón, es un tomo del mismo nombre en la Colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges. Luego, ambos discuten qué tan malo sería escribir greguerías la vida entera y cómo se relacionaba esto con la personalidad de Ramón. Escribir que “los plátanos envejecen en un solo día” (Greguerías), aunque estimule una pequeña sonrisa, no me parece de la calidad de otros textos ramonianos, pero han de esperarse altibajos en un tapiz tan amplio como el del escritor. Borges pensaba algo parecido cuando citaba una que dice: “el pez más difícil de pescar es el jabón dentro del baño” –y sin embargo la conocía de memoria, como yo la otra–. Aprecio así más el cuidado de Cabañas en su selección.

Reitero lo que escribí al inicio de la reseña acerca de la reducción de Gómez de la Serna a cierto tipo de humor o frase. El carácter expansivo y experimental del autor tampoco ayudaba, al diluirse entre performance, declaraciones, escritos. Además, en el siglo en que comenzó a exigirse más del artista, el Ramón público por decisión propia permaneció, para reproche de algunos, como un ser apolítico o un ingenuo de gestos equivocados. Mudo al margen de la guerra, se exilia en 1936 a Buenos Aires, con su esposa, la escritora argentina Luisa Sofovich. Pasa ahí el resto de su vida, en su torre de marfil, ahora en la calle de Hipólito Yrigoyen, como mero trasplantado de Madrid con los mismos hábitos, pero con un velo de nostalgia afectando su mirada que solía apuntarse hacia el futuro. Su trabajo y colaboraciones continuaron, por ejemplo, con la revista Sur o cultivando nuevas amistades, como lo hizo con el alma afín de Macedonio Fernández, pero fueron sus últimos años de una libertad en solitario. Las chispas y esquemas del ramonismo, aunque imitados sin igualarse, ya habían sido absorbidas por otros artistas.

En 1977 Julio Cortázar escribió un texto, “Los pescadores de esponjas”, en respuesta a un artículo de José de la Colina en la revista Vuelta sobre Ramón. De la Colina amonesta a Cortázar por no aceptar la obvia influencia de Gómez de la Serna en sus obras y en las de otros. Julio dice que lo “más penoso frente al reproche… es la certidumbre interna pero demostrable de que sí, de que Ramón estaba y está ahí, por la sencilla razón de que no podía y no puede no estar; por amor, por admiración y enseñanza, Ramón estaba y está”. Cuenta haberlo visto cuando joven por Buenos Aires sin atreverse a saludarlo y que a sus libros les debe imaginaciones visuales y otros aprendizajes, como el “ser pescadores de esponjas, que bajamos juntos a buscarlas y a ser como ellas en nuestra vivencia de las cosas y su paso a la escritura”. Recalca también la “injusticia del olvido” y la ingratitud a la que se le ha sometido y que a él le debe líneas de fuga, conocimientos y su “búsqueda de diagonales cuadriculadas en las vías demasiado cuadriculadas de la realidad aparente”. La deuda pagada por Cortázar hace que ahora su panegírico se incluya al inicio de nuevas ediciones de El incongruente (Blackie Books, 2010), uno de los libros que Julio tanto admiraba.

Espero que al igual que hace cien años se le permita a Ramón adelantarnos más vanguardias. Creo que el trabajo de Rafael Cabañas hará por reubicar su monumento al que nos hemos vuelto indiferentes. También que sea una señal para que otros editores y sellos se atrevan a explorar y difundir a Gómez de la Serna. Sus libros aparecen en bellos pero limitados tirajes que son difíciles de conseguir para nuevos lectores y futuros escritores, en especial aquellos que viven fuera de capitales culturales como Madrid, Buenos Aires o Ciudad de México. En mi caso, tengo con mi colección de Greguerías de Gómez Yebra más de la mitad de mi vida; aún así, solo la pude adquirir buscando algo –lo que fuera– de Ramón durante un viaje cuando adolescente después de haberlo descubierto en una revista que llegó a mi ciudad del desierto. Ese libro fue, por años, mi único acceso serio a su trabajo. Incluso ahora, seguir coleccionando sus escritos requiere de peripecias, favores y viajes. El universo ramoncéntrico no requiere ni podría valerse de brújulas, pero selecciones como la de El alma de los objetos bastan para despertarnos la mirada para enseñarnos a leer y a vivir. En fin, una sola greguería no hace el verano.

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