Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Paul B. Preciado, Dysphoria mundi, Anagrama, Barcelona, 2022, 560 pp.


Si los Patriarcas son los padres de la fe, podríamos decir que Jaques Derrida y Michel Foucault son los Patriarcas del posestructuralismo. Como heredero de este patriarcado, el filósofo Paul B. Preciado (antes Beatriz Preciado; Burgos, España, 1970) ha publicado su más reciente libro, Dysphoria mundi, obra de espíritu luciferino.

Aunque Preciado fue estudiante del gramatólogo Derrida, Dysphoria mundi rinde homenaje, sobre todo, al autor de Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, lo que me parece un grave error. Foucault, hay que decirlo, fue un pésimo historiador. Preciado lo sabe y, como buen hijo, intenta de defender a su padre intelectual. Para hacerlo, curiosamente, invoca el juicio de Paul Veyne, el “distinguido historiador clásico”, amigo y colega de Foucault en el Collège de France, según José-Guilherme Merquior, que siempre se empeñó en defender la obra histórica del filósofo francés.

Sin embargo, como se demostró hace ya varios años (una buena síntesis se puede leer en J. G. Merquior, Foucault o el nihilismo de la cátedra), casi toda la obra histórica de Foucault es defectuosa, pues carece de objetividad y de rigor metodológico. La única excepción es, desde luego, la Historia de la sexualidad, magna obra en la que Foucault trabajó al final de su vida. Empero, debemos apuntar, parte del mérito de esta obra le pertenece al propio Veyne, quien ayudó a Foucault en su investigación, como reconoció alguna vez el propio patriarca del posestructuralismo. De cualquier manera, el verdadero mérito de Foucault, esto ya se ha dicho muchas veces y lamento repetirlo, no está en el contenido de su obra, cuestionable filosóficamente y plagada de errores históricos, sino en su prosa. Más que un maître à penser, Foucault fue un maître du style, lo que, dicho sea de paso, siempre soñó ser. En alguna entrevista, el propio Veyne recordó que Foucault “reconocía una extraña ambición. No quería ser maestro; quería ser como Maurice Blanchot” (Las vidas de Michel Foucault).

Ahora bien, si casi toda la obra de Foucault podría ser definida entonces, hubiera dicho un Harold Bloom, como un “hermoso error”, Dysphoria mundi de Preciado es un error a secas: un híbrido de mala prosa y deficiente contenido.  En resumen, el libro de no es obra de un artista, sino de un teórico (por no decir grafócrata) empeñado en torturar al lenguaje. Para empezar, el uso que hace de neologismos horripilantes como “necrobiopolítica” o “petrosexorracial” hacen pensar en un sádico empeñado en crear ciempiés, no humanos, sino verbales. Además, aprovechando la “elegancia evasiva” que permiten otras lenguas, Preciado habla con frecuencia de “les niñes”, “les activistes” o “les filósofes”, por ejemplo, en franco homenaje a la neohabla defendida por la teoría de género (véase lo que una lingüista como Concepción Company tiene que decir al respecto, aquí). 

En términos generales, Dysphoria mundi es una obra polimorfa que reúne ensayos publicados en medios digitales e impresos como Libération, El País y la Revista de la Universidad de México. Con frecuencia, los textos de Preciado van acompañados de alguna “Oración fúnebre” o “Súplica” que pretende burlarse de figuras como “Nuestra Señora del Capitaismo”, “Nuestra Señora de la Revolución Industrial”, “Nuestra Señora de la Vacunación obligatoria”, “Nuestra Señora del Confinamiento”, etc., etc. En todo caso, varios de los ensayos de Dysphoria mundi funcionan como un diario de la pandemia (más de “intensidades” que de fechas, según el autor), donde el narrador, Preciado, se mira en el espejo y nos relata su banal vida burguesa: sus viajes antes de la pandemia, sus sueños, su vida amorosa, la estructura de su biblioteca, su lumbago y un aburrido etcétera.

Por ejemplo, en algún momento de gran desolación durante el confinamiento, el narrador se lamenta por llevar “un año sin viajar. Un año sin Venecia, sin Hong Kong, sin Nueva York, sin San Francisco, sin Toronto, sin México DF, sin Río de Janeiro, sin La Paz”. Pobrecito. Algunas veces llora, pero se consuela usando su teléfono desde su “cama de faquir”, mientras espera que los rituales de su amiga, una activista y chamana boliviana, surtan efecto y la curen del covid. En algún otro ensayo, el narrador, molesto, decide vacunarse para obtener “el dichoso certificado de vacunación” (“Sex is out of joint”). De cualquier modo, llama su atención el discurso del movimiento antivacunas y se pregunta si Foucault, de haber estado vivo durante la pandemia de covid, hubiera “aceptado de buen grado encerrarse en su piso de la rue Vaugirard”. En mi opinión, seguramente no. Foucault, para empezar (no es difícil imaginarlo), hubiera negado la existencia del virus. Después de todo, ese fue su comportamiento durante la epidemia de sida en los años ochenta del siglo XX. Resumo en tres actos: Foucault negó la existencia del virus, viajo en 1982 a California, donde probablemente se contagió, y murió a causa del sida en 1984. Al final, Foucault compartió el triste destino de tantos influencers que negaron la existencia de un virus que finalmente los mató.

En algún otro ensayo, Preciado se alegra del incendio en la Catedral de Notre Dame y se opone a la reconstrucción del inmueble (“Notre Dame de las Ruinas”). En otro, celebra la destrucción de alguna estatua de Cristobal Colón, supuesto “conquistador” («History is out of joint»).

En cierta forma, se podría decir que Preciado es un espíritu gnóstico, pues la gnosis está en el corazón de la deconstrucción, según Umberto Eco y José-Guilherme Merquior. De acuerdo al primero (Interpretación y sobreinterpretación), el gnosticismo moderno tiene sus orígenes remotos en el antiguo hermetismo griego (siglo II d. C.) que adoraba al dios Hermes y difundía la falsa sospecha de que existía un conocimiento más profundo y secreto de la realidad, al que solo se podía llegar por medio de la revelación divina (visiones, sueños y oráculos) o a través del estudio de un corpus hermético (un conjunto de textos arcaicos, exóticos y cerrados, comprensibles para unos pocos iniciados, supuestos dueños de las claves para interpretarlos). Los herméticos, apunta Eco, eran expertos en crear derivas o deslizamientos interminables de sentido. Pero su absurda interpretación indefinida (o “semiosis ilimitada”) terminaba por crear lecturas demasiado extravagantes y, por lo mismo, equivocadas. Este irracionalismo hermético que negaba los tres principios aristotélicos (el principio de identidad, de no contradicción y de tercero excluido) sobre los que se funda el pensamiento lógico en Occidente, no desapareció con el tiempo, sino que sobrevivió durante la Edad Media en el discurso de charlatanes de todo tipo. Y en el siglo XX, para abreviar, reapareció en la obra de los patriarcas del posestructuralismo, Derrida y Foucault, genios y charlatanes a su manera. No hay que olvidar, dicho sea de paso, que Umberto Eco escribió su mejor novela, El péndulo de Foucault, contra toda esta charlatanería hermética, incluyendo la deconstrucción.

De cualquier manera, según Eco, la consecuencia fatal de abusar de semiosis ilimitada era caer en el gnosticismo, pues quien abusa del desplazamiento del significado (con su resultante deriva de sentido) terminaba por creer, como los gnósticos, que el mundo también carece de significado y que, por lo tanto, es un error. Para los gnósticos, por lo demás, existía una suprema divinidad que es andrógina y perfecta, pero nuestro mundo fue creado por un Demiurgo subordinado, de modo que lo mejor que pudo crear fue algo “erróneo e inestable”, un error, en el cual un pedazo de la verdadera divinidad permanecía exiliada. Como reflejo de lo anterior, “el gnóstico se ve a sí mismo como un exiliado en el mundo, como una víctima de su propio cuerpo, que define como una tumba y una cárcel. Ha sido arrojado al mundo del cual tiene que encontrar una salida. La existencia [para él] es una enfermedad”.

Explica Eco: “Cuanto más frustrados nos sintamos aquí, más somos presas de un delirio de omnipotencia y de deseos de venganza. De ahí que el gnóstico […] aunque prisionero de un mundo enfermo […] se siente investido de poder sobrehumano. La divinidad puede enmendar su fractura inicial gracias sólo a la cooperación del hombre”, de modo que, “a diferencia del cristianismo, el gnosticismo no es una religión de esclavos, sino de señores” que se sienten destinados a deconstruir el cosmos. En este sentido, el gran enemigo del gnóstico es el demiurgo (culpable de crear un mundo imperfecto). Y ya lo dijo el poeta Octavio Paz: “El demiurgo de los modernos no es individual sino colectivo y se llama civilización”.

Al final, la deconstrucción es un nuevo hermetismo, padre de un renovado gnosticismo en combate perpetuo contra el mundo. En todo caso, Preciado es un gnóstico convencido. Su más reciente obra es un gran libelo escatológico que retrata a la civilización moderna como un demiurgo maligno, empeñado en vigilar y castigar a la humanidad. En su opinión, el mundo creado por la civilización carece de significado. Es un mundo imperfecto, donde todo se encuentra fuera de lugar: ella misma (“The narrator is out of joint”), el tiempo, la vida, la diferencia sexual, la identidad, las fronteras, el sujeto moderno, los sentidos, la verdad, el cuerpo, la ciudad, la sociedad, el dolor, la muerte, la historia, dios (“God is out of joint”). Acaso algún psiconanalista, a los que tanto consultó y ahora detesta (véase su Yo soy el monstruo que os habla), se atrevería a insinuar que toda esa elaborada dislocación no es más que una proyección personal.

Libro tumefacto, Dysphoria mundi me parece un relato solipsista de la vida de Preciado, un espejo enorme, pero vacío; un libro ciertamente disfórico (del griego dysforeo, “estar afligido”) que refleja, no propiamente el mundo, sino el mundo personal de su autor, comprensiblemente carente de sentido.

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