Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Denis Villeneuve, Dune, Estados Unidos, 2021.


El emperador ha decidido arrebatarle el planeta Arrakis a la casa Harkonnen y entregársela a la casa Atreides. Este inhóspito planeta, hogar de los Fremen, un pueblo acostumbrado a la guerrilla, y de gigantescos gusanos de arena, es también el único sitio conocido en el universo donde existe “la especia”, un mineral esencial para el viaje intergaláctico. El duque Leto Atreides espera una oportunidad, aunque huele una emboscada. Su hijo, Paul Atreides, en vísperas de la mudanza, descubre que además de heredero al cargo de su padre es también repositorio de habilidades psíquicas legadas por su madre, Lady Jessica, miembro de las Bene Gesserit, un grupo religioso que opera en las sombras y urde planes políticos usando poderes sobrehumanos. Si eres un lector ávido de ciencia ficción de la generación X, o si sigues el cine de Denis Villeneuve, sabrás que hablo de Dune.

De haber escrito esta reseña en septiembre, cuando por fortuna vi Dune antes de su estreno global, el resultado habría sido mucho más parecido a un elogio común donde los adjetivos: impresionante, espectacular, sorprendente, imponente desfilarían aplicados al diseño de producción y especialmente al de vestuario; a la sensación de escala y tensión condensada por la música, el ritmo y la fotografía; al elenco tal vez demasiado perfecto (en conjunto los protagónicos podrían aparecer en una pasarela de alta costura sin cambiarse de ropa) y en general al titánico esfuerzo cuyo fruto wagneriano vemos en pantalla. No obstante, retrasé el momento y un alud de reseñas se me han adelantado para decir a grandes rasgos lo mismo. Ya que no deseo repetir, saco aquellos elementos del camino y propongo otro recorrido.

La historia de las adaptaciones –e intentos de adaptación– de Dune al cine es tan larga, intrincada y digna de la épica como la novela de Frank Herbert. En primer lugar estuvo David Lean (autor de hitos como Lawrence de Arabia, El puente sobre el río Kwai, Doctor Zhivago, etc.), pero el productor de aquel intento murió antes de concretar nada. Siguió Alejandro Jodorowski, cuya versión está junto con el Napoleón de Kubrick como una de las mejores películas jamás llevadas a cabo pues contaba con: H.R. Giger y Jean Giraud (Moebius) en el departamento de diseño, Pink Floyd y Stockhausen en la música y un elenco que incluía a: Salvador Dalí, Mick Jagger, Orson Welles y Alain Delon (entre otros). Ese sueño inevitablemente colapsó y en 1976 el legendario Dino de Laurentiis tomó la batuta y puso a Ridley Scott en la silla del director. Scott decidió retirarse por motivos personales y redirigir su energía sci-fi acumulada a otra película llamada Blade Runner (curioso que Scott fuera de Dune a Blade Runner y Villeneuve de Blade Runner a Dune). De Laurentiis no se rindió y le ofreció la dirección a David Lynch. Lynch aceptó, pero terminó perdiendo los derechos de montaje final, renegó del mutilado filme resultante y no se cansó de decir que fue el mayor dolor de su carrera. Treinta y siete años, una miniserie y otro proyecto de película abortado tuvieron que pasar para que tengamos de nuevo a Dune en la pantalla grande, ahora a cargo de Denis Villeneuve.

Villeneuve no es, como le ocurrió a Lynch o a Scott, un director al que le “encargaron” hacer Dune, sino que como Jodorowski, él mismo estaba obsesionado con la saga de Paul Atreides y Arrakis. Ya en 2016 había dicho que uno de sus sueños era dirigir Dune, pero dudaba que alguna vez sucedería. Una vez que se obtuvieron los derechos y se le eligió capitán del barco, el quebequense tuvo la audacia de pedir control total y amenazó con no aceptar si no se le permitía filmarla en dos partes (algo que Lynch peleó y no se le dio). Increíblemente y a pesar de que Blade Runner 2049 fue un fracaso en la taquilla, Legendary Pictures le otorgó su deseo.

En pocas palabras: estaba la mesa puesta para que Villeneuve entregara un festín a su antojo. Y el festín fue opíparo y valió la larga espera hecha más larga por la pandemia, aunque muchos comensales han dejado sus servilletas confundidos al darse cuenta que todo esto que han comido no era la cena completa sino solo la entrada y la sopa. He aquí uno de los pocos problemas del Dune de Villeneuve. Si uno no es un obseso que andaba siguiéndole la pista a la producción, no había manera de saber que era una primera parte de dos, entre otras cosas porque ninguno de los carteles ni avances, ni material publicitario dice “Dune, Capítulo 1” o “Dune, Primera parte”, o “Dune: el inicio”. Y es esto lo que explica que varias de las críticas a la película reclamen que nos entregaron puro prólogo. Si en todos lados hemos visto que protagonizan Javier Bardem y Zendaya pero luego descubrimos que el primero aparece casi en un cameo y la segunda está flotando en fragmentos de un anuncio de perfume, es natural que nos decepcionemos. Mas la culpa recae en la productora y no en Villeneuve, pues al no confiar en que su gallina pusiera huevos de oro, Legendary no quiso arriesgarse a prometer una secuela que quizá no harían.

Si el espectador va a la sala con esto en mente o si, como un servidor, no es un espectador falto de paciencia, la recompensa será grande. Dune se erige este año como aquello que Tenet no logró ser el año pasado: una bandera que el cine de autor planta en el terreno de las mega producciones, reclamando una pequeña porción de esa parcela que ahora dominan sin concesiones los literalmente cientos de superhéroes. Una reivindicación del cine como espectáculo que se atreve a estar dirigido a adultos y no a “toda la familia”, que busca una narrativa no basada en estudios de mercado, y que propone tramas complejas. No quiero decir que Denis Villeneuve haya hecho la 2001: Odisea del espacio de nuestro tiempo, ni mucho menos, pero sí que ha hecho una película y no un producto.

El más grande acierto de Villeneuve (quien comparte créditos de guionista con Eric Roth y Jon Spaihts), fue entender desde un inicio que estaba haciendo cine y no literatura. Uno de los males endémicos de las adaptaciones es la incapacidad de hacer mayormente visual y dramático lo que era verbal, maniobra especialmente difícil con una trama tan endiabladamente complicada como la de Dune. Fue esa una de las fallas de Lynch que no puede culpar a los estudios: para incluir exposición y pensamientos de los protagonistas recurrió a voces en off acompañadas de cómicos acercamientos al rostro de sus actores (lo que no carece de cierto encanto lyncheano). Villeneuve, por su parte, hace lo contrario. Corta casi todas aquellas palabras que no puede transformar en acción o, en su defecto, en diálogo más o menos natural (con excepción de un par de escenas donde el joven Atreides consulta información sobre el planeta Arrakis y sus habitantes). El precio a pagar es previsible: algunos detalles no se comprenderán y se escuchará el rumor en las salas: “¿Y ese quién es?”, “¿A dónde van?”, “¿Por qué pasó eso?”. Está bien, hay suficientes atracciones visuales para pasarla bien incluso para el que no entienda nada.

Quisiera resaltar una referencia incluida por Villeneuve para demostrar cómo logra llevar un libro canónico de la ciencia ficción a la tradición cinematográfica. Se trata de un guiño brevísimo pero inconfundible a Apocalypse Now en la primera aparición del Barón Vladimir Harkonnen, quien se pasa la mano sobre su gran cabeza calva, oculto por sombras y vapores, como lo hiciera en las selvas de Vietnam el coronel Kurtz de Marlon Brando. La iluminación es análoga (cambia de ámbar a grises), es casi el mismo ángulo y es el gesto exacto de cansancio de jugador de ajedrez que ha perdido la pasión y se ha vuelto él mismo ficha de un juego que tiene que jugar. No perdamos de vista el significado de esta referencia pues tras Apocalypse Now, como en cajas chinas, se encuentra El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, y aquella fábula portentosa sobre la codicia, la explotación y el encuentro catastrófico de mundos dispares resuena en la obra de Frank Herbert como resuena ahora en la película de Denis Villeneuve.

No obstante, es aquí Paul Atreides quien tomará el rol de mesías y Dios para los Fremen, no el barón Harkonnen/Kurtz, elemento que ha suscitado críticas de asociaciones en favor de la representación de comunidades del Medio Oriente porque ven aquí un ejemplo del síndrome del salvador blanco. Pero es que si estos críticos hubieran leído a Herbert sabrían que el escritor estaba de su lado y que, de hecho, de entre las muchas cavernas que se planteaba explorar en su libro, una de las principales era justamente la de cómo surgen los mesías, los profetas, la fe, y el peligro que dichas figuras entrañan. Habrá que ver si Villeneuve logra retratar esto en la segunda entrega.

Hay en Dune solo una debilidad. Pareciera como si el cineasta tuviera tal admiración por el material original que no se hubiera atrevido a poner nada suyo ahí. En una entrevista con IndieWire, Villeneuve dijo de Alejandro Jodorowski y David Lynch: “Estos señores son dos cineastas totalmente diferentes. Son dos maestros, dos de los más grandes cineastas de todos los tiempos. Tienen personalidades cinematográficas enormes y ambos son conocidos por su capacidad de crear imágenes icónicas, imágenes en verdad originales, nunca antes vistas”.

Frank Herbert, a su vez, era un tipo singular y el mundo que creó se inspiraba en sus obsesiones. Por poner dos ejemplos: el melange o especia está dictado por sus experiencias con hongos alucinógenos y la secta milenaria de las Bene Gesserit fue inspirada por la figura de matriarca chamana de Santa Sabina. En los espacios magníficos de esta nueva Dune no encontramos rastros ni de la voz estrafalaria del escritor, ni de la capacidad de crear imágenes icónicas del cineasta.

Si tuviera que elegir mi adaptación preferida de Dune sería sin duda la vista en el documental: Jodorowski’s Dune, la historia del fracaso más magnífico e influyente de la historia del cine. Navegar y naufragar con la visión del joven Jodorowski es tan interesante como leer la novela y tiene una característica que comparten las versiones fílmicas más inquietantes: la de ser un compañero y no un sustituto del libro. Villeneuve ha triunfado donde los más grandes fallaron. Su Dune es fiel al texto y absolutamente cinemática a la vez, ambiciosa, operática, visualmente inolvidable. Casi podría calificarse de perfecta al modo que El señor de los anillos de Peter Jackson fue la mejor adaptación de la obra de Tolkien posible, pero le falta algo que a aquella trilogía le sobraba: personalidad. Con Dune, la obra de Villeneuve está tomando el mismo curso de la de su contemporáneo, Christopher Nolan, hacia parajes cada vez más avasalladores, pero ascéticos; más ambiciosos, pero anónimos; donde crece el demiurgo, pero se encoge el autor.

Publicar un comentario