Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Oscar Wilde, De profundis. Epistola: In carcere et vinculis, introducción y aproximación de José Emilio Pacheco, Era, Ciudad de México, 2021, 244 pp.


Una vez cumplida la orden de Robert Ross, albacea literario de Oscar Wilde, de mantener lejos del ojo público los originales de una carta del irlandés dirigida a lord Alfred Douglas −Bosie como afectuosamente era llamado−, hasta 1960 se logró dar a conocer finalmente los pormenores de su relación, por la cual el dramaturgo terminaría con acusaciones graves por parte del marqués de Queensberry −Douglas padre−, una sentencia de dos años de trabajos forzados en las cárceles de Holloway, Wandsworth y Reading (1895-1897), la bancarrota, el abandono de familia y amigos, y el desprecio por parte de la Gran Bretaña victoriana. Distintas versiones del documento se ofrecieron a lo largo de los años; una primera en castellano por parte de Margarita Nelken, española de nacimiento, intitulada La tragedia de mi vida (ca. 1925). Esta curiosamente fue la primera traducción de la epístola que leí a los dieciséis años, una modesta edición adquirida en un puesto de revistas, que fue la que se consideró la versión original. Recientemente, en 2021, Ediciones Era ha publicado la aproximación de José Emilio Pacheco, que es, según anota el poeta mexicano, “el texto verdadero y definitivo […] por primera vez en español” de la carta “más extensa que conoce la historia”: De profundis (1905).

Llegar a las líneas de la también llamada Epistola: In carcere et vinculis significó un momento importante en mis lecturas. El sobrepasar el cerco de la ficción para leer a Oscar Wilde en carne viva, sin la máscara de sus personajes, fue una revelación condensada en un par de líneas: “Somos los bufones del dolor. Somos payasos con el corazón destrozado. Estamos hechos especialmente para despertar el sentido del humor.” Lo anterior se explica con el juicio en contra del artista: el marqués de Queensberry tiende las trampas necesarias para que se le acuse a Wilde de “grave indecencia” y sea condenado por sodomía. Más que homosexual, como se ha leído al creador de Dorian Gray, por su apariencia y comportamiento andróginos −recuérdese que él era ante todo un dandi−, sería preciso señalar que Wilde era técnicamente bisexual, tal como señala también José Emilio Pacheco; sin embargo, esto no lo alinea como primer militante de la causa LGBTQ+, pero sí como víctima de la represión sexual histórica y por su defensa hacia la amoralidad del arte. La sociedad británica del siglo XIX que sus obras caricaturizaban no perdió la oportunidad de castigarlo. Perdiendo dinero, fama y estimación del público, la tragedia del gran Esteta fue hecho un circo entre sus enemigos. Quien fuese en su momento “dueño y señor del lenguaje”, era arrastrado hacia las fauces de la ignominia y el oprobio. Fue un Ícaro que recibía un final trágico por su triunfo.

Lo interesante es que una de las pruebas utilizadas durante su juicio fue una carta íntima que el autor envió a un joven estudiante de Oxford: lord Alfred Douglas, “Jonquil” como le apoda en clave simbolista y con cierta cursilería. Dicha carta era una respuesta a un poeta menor que solicitaba ayuda. Sin embargo, la insensibilidad y moralidad de la grey incentivada por el marqués de Queensberry la tomó como “una tentativa insidiosa y repugnante de corromper a un Inocente”. Una lectura errónea por parte de las masas destruyó la vida de uno de los mayores pensadores de Europa. Sitiado en el dolor y el cautiverio, redactó “veinte pliegos de cuatro páginas cada uno, en el papel azul de Reading”: una encíclica dirigida a Bosie, cómplice del siniestro.

Las riñas por la vanidad, los derroches financieros y los desaires del joven amante −relata el autor− confabularon en contra suya, pues aquellos apetitos concluidos en su mayoría con episodios violentos y vergonzosos envenenaron la fortaleza de su carácter. Asimismo, las rivalidades y conflictos entre Douglas padre, madre e hijo −una atmósfera familiar de odio compartido− hicieron de Oscar Wilde la mano intermediaria cercenada: “me hicieron perder la cabeza”, acusa. Si en Francia Paul Verlaine y Arthur Rimbaud prefiguraban los arrebatos en las relaciones homoeróticas entre el poeta mayor y el poeta menor −salvando las distancias entre el genio poético de Rimbaud y Bosie−, el caso Douglas-Wilde supuso a su vez la escenificación pública del drama. La intolerancia sexual y el poco liberalismo de la época fueron los adecuados para la ruina del artista. Frente a dichos acontecimientos, desde su celda, el irlandés escribe un mea culpa, al estilo de San Agustín, para desentrañar el sentido profundo de la vida y de la belleza: el dolor, como llega a aventurar.

Con cierto patetismo, los temas abordados en De profundis −la egolatría, el odio, la parálisis de la imaginación, “el pantano de la sensualidad”, etc.− recaen en un sólo problema: la limitación del espíritu. Dicha debilidad es perjudicial para el artista en su tarea creadora. Es necesario, como reitera en más de una ocasión, conocerse a sí mismo, recuérdese el oráculo de Delfos, que es una primera escala del conocimiento. El “logro final de la sabiduría es reconocer que el alma humana es inconocible”, continúa. “El misterio supremo es uno mismo. Cuando uno ha pesado el sol en la balanza, medido los pasos de la luna y trazado la carta astronómica de los siete cielos estrella por estrella, todavía queda nuestro propio ser. ¿Quién puede calcular la órbita de su alma?”, pregunta finalmente. Corona asimismo al sufrimiento como una revelación, como una extraordinaria realidad, no solo de la vida en su acontecer, sino también del arte: una belleza oculta detrás de las cosas.

En un momento de cariz más teológico, postula a Cristo como el supremo Individualista y el ideal de la personalidad romántica, en quien la imaginación abre el mundo en su forma más humana. Porque si el pecado y el tormento para el “varón de Dolores” (Isaías 53:3) significó la perfección en potencia, entonces, la aceptación de toda experiencia implica el cumplimiento de una idea, la consumación de la vivacidad, esa parte de la vida iluminada. Esta conclusión es producto de las circunstancias, conjuradas en una especie de reconversión, como apunta Hernán Bravo Varela, que hacen del escrito, además de un reclamo amoroso, un tratado estético donde el recluso, desnudo frente a su duelo y derrota, experimenta la anagnórisis. En última instancia, es también la catedra del maestro hacia el alumno; cabe dentro de la misma tradición que, por ejemplo, Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke: “Viniste a mí para aprender los placeres vitales y los placeres artísticos. Quizá me fue dado enseñarte algo mucho más maravilloso: el sentido del dolor −y su belleza”, concluye la carta.

La aproximación hecha por José Emilio Pacheco le hace completa justicia al texto del irlandés. En esa suerte de transcreación lingüística y poética, como postula Haroldo de Campos sobre la traducción como invención verbal, que significa la conquista, apropiación y simulación de la obra original en una lengua extranjera. Más allá de ello, el trabajo filológico que realiza el escritor mexicano junto con Cristina Pacheco, en las notas y citas para consulta y enriquecimiento contextual, desemboca en una suerte de homenaje a los traductores indispensables del pensamiento contemporáneo: Rubén Bonifaz Nuño, el padre Ángel María Garibay, José María Valverde, Ángel J. Battistessa, entre otros. Esta edición de una de las obras creadas en aquella hora oscura, donde también el autor concibió The Ballad of Reading Gaol, publicada en 1898, aporta al debate incesante de la persecución y el escarnio público al que el otro es sometido.

Frente a la llamada cultura de la cancelación, el testimonio de Oscar Wilde resulta idóneo para hablar de dicho fenómeno punitivo y mediático de nuestros días: ¿hay realmente una reformación del individuo señalado? Porque cuando este cumple su condena acompañado del escándalo de su crimen, ¿hay una justa reintegración? O es que, en realidad, “la sociedad está realmente avergonzada de sus propios actos y esquiva a aquellos a quienes castigó, como la gente evita al acreedor a quien no se puede pagar o al hombre a quien se ha hecho un daño irremediable e irreparable”. En realidad, para nuestra modernidad la picota es un verdadero espectáculo, donde lo grotesco se oculta tras su máscara de corrección, de modo que las grandes tragedias resultan, en suma, banales. No asombra el tormento y más bien el condenado despierta nuestro sentido del humor. Así, ofrecemos a la mazmorra nuestra infamia.

Para el irlandés hay una fina línea que separa a la cárcel del monasterio o de la escuela: “Tiempo y espacio, sucesión y extensión, resultan únicamente condiciones accidentales del Pensamiento. La Imaginación puede trascenderlas y moverse en una libre esfera de existencias ideales. Las cosas, en su esencia, son lo que queremos hacer de ellas. Una cosa es la manera en que la miramos.” Libre, en 1897, vuelve por algún tiempo con Bosie. Más tarde lleva una vida errante y austera bajo el nombre de Sebastian Melmoth. Por la meningitis contraída en Wandsworth, muere en París el 30 de noviembre de 1900, bautizado en la iglesia católica sólo un día antes. Es preciso añadir que con él muere toda una filosofía, el esteticismo.

Finalmente, en un artículo, cuenta Gabriel Zaid cómo en una ocasión un periodista se acercó a José Emilio Pacheco para preguntarle sobre su “trato” con Oscar Wilde, sin embargo, dada la naturaleza de la confusión en medio de la celebración del centenario luctuoso del irlandés, el poeta mexicano se limitó a continuar el absurdo de la situación: sí, se vieron en París y “visitaron juntos la gran Exposición Universal”. La nota, asevera el autor de Los demasiados libros, salió tal cual, sin pena ni gloria. En suma, el escritor más grande en lengua inglesa no cesa de agitar al mundo que lo transformó en chivo expiatorio.

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