Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Vivian Gornick, Cuentas pendientes. Reflexiones de una lectora reincidente, Sexto Piso, Ciudad de México, 2022, 170 pp.


La inteligencia y el afilado colmillo crítico de Vivian Gornick (Nueva York, 1935) se detectan desde la “Nota de la autora” que precede el prólogo de Cuentas pendientes. Con esta nota, Gornick se adelanta a las posibles suspicacias que su obra pudiera generar: “En este libro hay frases, párrafos, pasajes enteros incluso, que en su origen aparecieron en otras publicaciones mías. Me he tomado la libertad de ‘fusilarme’ a mí misma (…). Deseo sinceramente que esta práctica no desconcierte a los lectores”. ¿Desconcierta? Francamente, en un primer momento, sí lo hace. Esta suma de textos llega herida a nuestras manos tras el “fusilamiento”. Sin embargo, se sostiene gracias a la agudeza y habilidad de la escritora, a sus saberes literarios y a su particular mirada, capaz de ofrecernos visiones desprejuiciadas, sin opiniones sesgadas por motivos ideológicos (“me había criado en un bullicioso hogar de izquierdas en el que tanto Karl Marx como la clase obrera internacional eran artículos de fe”) o por su militancia feminista. Ambos hechos se traslucen en su enfoque, pero no la esclavizan o determinan. Vivian Gornick es libre: saborea la buena literatura y disuelve prejuicios en el acto sacralizado de la lectura. Cuentas pendientes, al conformarse de textos redactados en épocas distintas y con diferente (llamémosle) espíritu creador, adolece de cierta arritmia —especialmente en el primer capítulo, dedicado a la relectura de Hijos y amantes de D. H. Lawrence— y deja a la vista los engranajes entre la crítica literaria y las memoirs que se enredan con ella. A pesar de todo lo anterior, este libro debe ser leído y releído. Es uno de esos textos híbridos donde no se acaba de dilucidar si el motor del interés del lector se prende por la electricidad de la experiencia personal de una furibunda letraherida o por la gasolina de sus conocimientos teóricos. Lo relevante, no obstante, es que el motor se enciende y el leyente goza a través de los senderos marcados por esta insobornable polígrafa. Entre las obras más conocidas de Vivian Gornick encontramos otros textos híbridos de notable calidad: de La mujer singular y la ciudad (“muy pronto aprendí que la vida es o bien chejoviana o bien shakesperiana”), a Apegos feroces, donde los días de la narradora discurren por vivencias, referencias literarias y paseos neoyorquinos junto a su madre.

En Cuentas pendientes, breve tratado sobre la relectura tanto de obras literarias como de su propia vida, nos revela el origen de su poética: Mi oficio de Natalia Ginzburg. “Fragmento a fragmento —señala Gornick—, vamos comprendiendo que el propio ensayo, el que ha escrito Ginzburg y estamos leyendo, es un Bildungsroman en miniatura”. Este deslizamiento de ensayo hacia novela de iniciación se produce gracias a una serie de capas por las que fluyen libres y juguetones los circuitos del conocimiento, de la creación y de la experiencia. Dos frases de Ginzburg definen la voluntad de Vivian Gornick de escribir de una determinada manera y no de otra:

  1. La belleza poética es un conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no logramos obtener todo este conjunto, nuestro resultado es pobre, precario y escasamente vital”.

“Hay el peligro de estafar con palabras que no existen verdaderamente en nosotros, que hemos encontrado aquí y allá, al azar, fuera de nosotros”.

Esta última idea, la de estafar al lector, nos obliga a regresar a la “Nota de la autora” (la crítica literaria pasea obsesivamente por los textos). Vivian Gornick juega con ventaja: conoce al dedillo a su narradora, pero también los porqués y el cómo estructurar su discurso para seducir (sin estafas) al personal. Allá por los setenta, inició su andadura profesional en el llamado “periodismo en primera persona”, donde incisivas plumas, como las de Tom Wolfe, Norman Mailer o Joan Didion, sorprendieron por su brillantez. Después de décadas como reportera, Gornick teorizó al respecto en Escribir narrativa personal (Paidós, 2003). En este magnífico ensayo, reflexionó sobre los errores cometidos por algunos colegas de profesión que flirtearon con la literatura (“los escritores caían repetidamente en el foso de las ‘confesiones’, de la terapia en la página o del desnudo narcisismo”); y buscó soluciones para evitarlos (“me impuse la tarea de subordinar el yo narrativo a la idea que me proponía desarrollar”). Por otro lado, insistió en una idea clave: el narrador de no ficción en primera persona tiene que convencer al lector de que es fiable (muy al contrario, en ficción los narradores amorales tienen gran aceptación). Por tanto, su arranque de honestidad al principio de Cuentas pendientes corrobora la coherencia de su discurso, pero también sugiere que el método compositivo, cierto cajón de sastre textual, pudiera ser el único adecuado para redactar un ensayo acerca de las relecturas.

Leer viene de la raíz indoeuropea leg y del griego légein: escoger, recoger o recolectar. Vivian Gornick selecciona autores y textos, recoge algunas de sus experiencias de relectura a lo largo de diez capítulos, y recolecta apreciaciones muy diferentes en torno a un mismo libro. La idea de este volumen le surgió tras volver a Regreso a Howards End, de E. M. Forster: “una novela misteriosa en muchos sentidos. Cuando la leí en mi juventud, percibí el misterio, pero no lo entendí, y ahora, tantos años después, comprendí que lo que marca la novela es lo que el autor podía y no podía decir en aquel momento, lo vi con otros ojos”. Nos asomamos a una experiencia especular, a un mise en abyme, en la que un lector —heraclitáneamente voluble— se reconoce y se desconoce frente a un libro que contiene infinitas variaciones de sí mismo. Vivian Gornick afirma que en el proceso de recepción de un texto influye el temperamento o “la buena disposición emocional” del lector. La narradora de Cuentas pendientes no rehúye este asunto espinoso: la crítica literaria ¿puede ver enturbiado su juicio por subjetividades incontrolables?, ¿por sesgos ideológicos?, ¿por un mal día? Puede, como puede un cirujano temblar al escindir un cuerpo, o puede un maestro cometer mil dislates, o puede un juez enamorarse de la condenada. Todo puede ocurrir. Errores y aciertos demarcan el camino, no hay de otra.  A este respecto, en el capítulo Siete —sobre Un mes en el campo, de J. L. Carr, y Regeneración, de Pat Barker— anota: “Cuán a menudo se han estremecido amigos o amantes de toda la vida al pensar: ‘Si nos hubiéramos conocido en otro momento…’. Ocurre otro tanto entre un lector y un libro que se convierte en un amigo íntimo y al que por poco no recibiste con mentalidad abierta o ánimo acogedor, porque no te tomó del humor adecuado, o lo que es lo mismo: en estado de buena disposición”. Si el lector es un crítico literario, obviamente la responsabilidad aumenta: “Me estremezco un poco más cuando pienso en todos los buenos libros que no estaba de humor para comprender la primera vez que los leí, y a los que nunca he vuelto. No me importa que el hecho de haber leído solo una vez un libro pueda haberme llevado a ensalzar una mediocridad —puedo vivir con ello— pero al revés… Eso me oprime el corazón”.

Cuestiona Vivian Gornick su amor juvenil sin reservas por los textos de Colette, en especial por La vagabunda: “Cuando me dio por releer estos libros por primera vez en medio siglo, la experiencia me resultó desazonadora. Ocurrió lo que menos me esperaba: salí con el mal sabor de boca de los sentimientos corregidos. Esa vez me vi pensando: qué bien sabe representar Colette a Renée (su inseguridad patológica, el fantaseo infinito, la malsana preocupación por envejecer), pero qué superficial se me antoja ahora su situación”. Se atreve a poner “peros” a una de las escritoras que elevó a su altar de intocables, a Doris Lessing: “Con toda la prosa que yo había absorbido de Lessing, nunca antes de leer Gatos ilustres había visto con tanta claridad a qué atiende esta sensibilidad terriblemente seria que tiene: la terca certeza de una escritora que no pasa ni una mientras observa su propia decepción con lo que hay. Tras esa certeza se oculta el autoproteccionismo de la ideóloga nata”. Reconoce el valor literario de un escritor personalmente odioso para ella, el israelí A. B. Yehoshúa: “Por demagogo que fuera, sin duda, cuando se ponía a escribir, se sentía impulsado a honrar su evocador sentido de la existencia humana, por encima de la retórica política que dominaba al personaje público”. O reivindica la idea medular de la literatura de Elizabeth Bowen y Marguerite Duras: “Entre lo que sabemos y lo que no podemos aspirar a saber sobre cómo nos convertimos en quienes somos se abre un vertedero emocional en el que autores excepcionales han volcado todo el arte del que son capaces”. Un galimatías este último de profundo contenido: ¿qué literatura nace del vertedero emocional y de la desconexión sentimental? ¿Qué nuevas reglas se instauran entre situaciones, historias y personajes? Vivian Gornick sabe que la experiencia no es más que la materia prima; que el diván (a pesar de sus coqueteos psicoanalíticos) no es un libro; y que la relectura nos enfrenta continuamente a quienes ya no somos.

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