Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Adriana Ortega Calderón, Cuando los gatos esperan, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2022, 107 pp.


El poeta y traductor Jorge Esquinca apunta que “nadie mejor que […] Baudelaire encarna para la la literatura francesa —y quizá no solo para ella— la figura de transición entre el Romanticismo y la Modernidad” debido a que se trata de un autor consciente de la ruptura de un modelo ético y estético caduco cuyo quiebre, sin embargo, significó también el impulso de un nuevo paradigma. Hay en Baudelaire, afirma Esquinca, “la negación y, a la vez, una incurable nostalgia por ese mismo orden al que rechaza, como buen ‘maldito’, desde su conciencia de hombre caído”.

Es en su poemario Las flores del mal la obra donde ejecuta con maestría su propia consigna: “Al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo”, con lo que dio origen al poema en prosa, esa forma literaria que los lectores de nuestras letras mexicanas aprecian de manera luminosa en la escritura del grupo sin grupo, los Contemporáneos.

Además de los temas y motivos que Baudelaire incorpora a la poesía francesa, el gato quizá sea uno de los personajes más atractivos, entre muchas otras razones, por ser depositario a la vez tanto de experiencias y cualidades milenarias como del misterio que consigo traían los nuevos tiempos. Cito a Baudelaire de la traducción de Esquinca:

Por mi cerebro se pasea

como en su departamento

un bello gato, fuerte y opulento.

Cuando maúlla se oye apenas,

su timbre es tierno y discreto;

por más que su voz se calme o gruña

es siempre rica y profunda.

He aquí su encanto y su secreto.

[…]

que venga tu voz, gato misterioso,

gato seráfico y extravagante,

en el que todo es, como en un ángel,

tan sutil como armonioso.

Los amantes de los gatos y los apasionados de la literatura sabemos que entre ellos se ha construido una tradición que es canon. El enigma, la voluptuosidad, la libertad y la seducción que los gatos despliegan apenas con un discreto movimiento corporal o con el apunte territorial de su mirada han sido elementos de atracción y hechizo para los artistas de la palabra. Los gatos son inteligencia, misterio, emoción; y son en todo momento consuelo y paciente esperanza. Recordemos en este punto, el poema “Que sea de seda”, de Malva Flores:

La piel de un gato. Elástica liga el paso de ese gato. Su piel de prrr. Su juventud de salto, su piel como un abrigo para el dolor de huesos.

Una liga, por dios, se solicita. Una liga. Un gato que me abrace. El magnífico gato de ojos amarillos.

Un ronronear para el dolor de huesos: que vuelva seda su fementida caridad.

Que sea de seda, un abrazo.

Qué duda cabe. El temple de los gatos se alimenta de las profundas y auténticas fibras de sus dueños. Solo los gatos tienen el encanto para saber sacar a la luz la verdadera materia de la que están hechos sus caseros. Son los gatos poseedores de muchas vidas, y tal vez a causa de esto son símbolo de la eternidad; es posible que la diada poeta-gato sea por esto tan entrañable: porque comparten el imposible deseo de la eternidad y juegan a poseerla; relación igual de entrañable como la que florece entre hijos y padres, por eso son ellos, los felinos, quienes debieran acompañarnos en el último viaje y no al revés. Tal y como lo expresa la polaca Wisława Szymborska en su espléndido poema “Un gato en un piso vacío”, en versión de Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia:

Morir, eso no se le hace a un gato.

Porque qué puede hace un gato

en un piso vacío.

Trepar por las paredes.

Restregarse entre los muebles.

Parece que nada ha cambiado

y, sin embargo, ha cambiado.

Que nada se ha movido,

pero está descolocado.

Y por la noche la lámpara ya no se enciende.

Se oyen pasos en la escalera,

pero no son esos.

La mano que pone el pescado en el plato

tampoco es aquella que lo ponía.

Hay algo aquí que no empieza

a la hora de siempre.

Hay algo que no ocurre

como debiera.

Aquí había alguien que estaba y estaba,

que de repente se fue

e insistentemente no está.

La imagen de los gatos en orfandad que encierran los versos de la polaca nos lleva a experimentar el mismo sentimiento que apura el título de la novela inicial de Adriana Ortega Calderón: Cuando los gatos esperan.

Adriana Ortega Calderón incursiona por primera vez en el género de la novela brindándonos la oportunidad de leer una nouvelle que, rebasando por muy poco las cien páginas, se divide en nueve apartados, nueve fascículos como si de una novela por entregas se tratase. Aquí es donde comienza a esparcirse ese aire baudelariano que es a un tiempo romántico y moderno. Nueve partes que alguien, en una lectura más osada podría imaginar como capítulos de una miniserie, pues la imagen, las imágenes brotan por doquier en esta novela corta en la cual somos invitados, todo el tiempo, a mirar, a observar, a otear junto con el protagonista la extraña y desconcertante que es su vida: “No fue fácil decir adiós a Buenos Aires. Había radicado ahí 32 años, los más maravillosos años que un hombre como yo pudiera haber vivido. Partir fue desprenderme de incontables pasajes de mi historia, de la que además me sentía orgulloso. Era la primera vez que salía de Argentina, al menos mi madre nunca me contó que lo hubiéramos hecho […]No transcurrieron más de diez minutos para que el barco zarpara. Entretanto examiné la espuma sobre un oscura y agitada superficie y la rapidez con que mi ciudad se fue empequeñeciendo hasta desaparecer. De esa imagen mi mente no ha extraviado un solo fragmento ni de la sensación de alegría que me invadió tras dibujar en el horizonte un futuro que se teñía luminoso y que expandía cada uno de mis sentidos. Versalles, ahí concluiría mi viaje”.

Cuando los gatos esperan comienza siendo la historia del viaje trasatlántico que realiza Álvaro, un adulto joven de 32 años, bioquímico argentino, lector de literatura y de filosofía, que va en busca de nuevas experiencias profesionales. Pronto este relato se transformará en la experiencia de un extranjero que se debate entre la felicidad, llevada incluso a la euforia por descubrir un mundo de nuevas experiencias y la nostalgia, la tristeza por desprenderse de los afectos y cuidados de su madre y de Andrés, su entrañable e íntimo amigo. Estos dos mundos son dos realidades que constantemente serán atravesadas y superpuestas ante los ojos del lector por el protagonista, ya sea en sus recuerdos, en sus sueños o en sus deseos.

El personaje principal, Álvaro Lucero, como se puede apreciar en las citas, es también el narrador y el artífice de una trama sugeridamente triste, si nos atenemos al título de la obra: Cuando los gatos esperan. Triste en alguna medida, pero sobre todo desconcertante, extraña y perturbadora. La añoranza, la nostalgia propia de todo migrante nos llega por medio de múltiples y cuidadas descripciones del Versalles finisecular donde imperan atmósferas grises, con tonos profundos de azul tormenta; calles y vecindarios sin ruidos o rostros amigables; la sonoridad proviene de los carruajes y de la música que sale de los salones o de los museos, pero no hay voces humanas dispuestas siquiera al saludo. ¿Acaso es la mirada, son las miradas de hombres y felinos la clave para comprender el enigma que encierra esta novela? Es posible.

Si bien el argumento transcurre con agilidad, pues logra mantener en vilo al lector, quien está esperando todo el tiempo la confirmación de sus sospechas sobre la relación del protagonista con Andrés, con su madre, con su profesor (confirmación que, por cierto, nunca ocurre), el tempo que sostiene esta narración de palabras se transforma en espacio, es decir, la narración se torna descripción, lo que la acerca a la prosa poética y nos recuerda los maravillosos y misteriosos universos oníricos y terribles de los relatos de Edgar Allan Poe.

Al emprender su viaje en un barco de vapor, Álvaro va sumiéndose en la nostalgia que le causa la separación de su madre y de Andrés, a quien conforme avanza la novela el lector difícilmente se resistiría a considerarlo la pareja sentimental del protagonista. Ya a bordo, Álvaro entabla amistad con Alexandre, un parisino con quien comparte charlas y lecturas durante todo el trayecto. Después de despedirse de su nuevo amigo, el protagonista se dirige a la casa con la familia Berthier. Tras su llegada se encuentra con una nota donde se le informa: “Fuimos a pasar el fin de semana a París con la familia de Geneviéve. Estaremos de regreso en un par de días. Puede tomar la llave del llavero que se encuentra colgado a un lado de la campana. Hay comida en la alacena. Bienvenido, Álvaro”.

El desconcierto no es únicamente para el lector, lo es en primer lugar para el protagonista, quien aguardaba con gran ilusión, casi pueril, la llegada a la casa donde la familia Berthier lo hospedaría y acogería de manera si no hogareña al menos gentil, según lo dedujo del discurso epistolar que afirma haber intercambiado con Philippe, esposo de Geneviéne y padre de dos adolescentes: “A través de cartas me compartieron una breve descripción del barrio, de las costumbres y la rutina que seguían como familia. Incluso tuvieron la cortesía de enterarme de los tres gatos que vivían en su casa, a los que decían adorar. Subrayaron lo valiosa que era su presencia en el hogar, anunciando con ello la consideración que habría de brindarle a los mininos”.

Ante esta situación, Álvaro se devana todo el tiempo planteándose preguntas cada vez más incómodas: ¿y si en realidad soy un intruso? ¿Y qué pasa si esta familia nunca existió? ¿Con quién acordó en cartas su llegada? ¿Quién dejaría un simple recado antes del arribo de su nuevo inquilino y no se presentaría de inmediato? ¿Por qué, además, abandonarían a sus mascotas, sus tres gatos? Poco a poco termina desatendiéndose de él mismo y de su trabajo. En un viaje a París, intenta contactar con Alexandre, su única referencia de la realidad narrada antes de la última noche en la casona de los gatos de los Berthier, pero fracasa pues Alexander se encuentra aún de viaje. Álvaro regresa de París a Versalles agotado y se encierra en la casa para hundirse en el alcohol. Se abandona por días hasta que irrumpe la policía en la casa. Lo culpan de allanamiento y deciden inspeccionar la zona. Cuando las autoridades revisan el resto de la casa se encuentran con las escenas de un crimen múltiple, el asesinato de los Berthier: “La alcoba nos mostraba un escenario implacable en el que los mártires eran dos adolescentes colgados de una soga amarrada a dos ganchos que pendían del techo. Dos ángeles silenciosos. Uno sobre el extremo derecho del cuarto y otro sobre el izquierdo. Los cuerpos se hallaban desnudos; solamente portaban un cinturón de cuero sujetado a la cintura. La totalidad de su piel había sido rociada de cal, haciéndose lucir como dos estatuas impecables cuya luminosidad alcanzaba a alumbrar el espacio. Eran los hijos de Philippe Berthier”.

Esta tragedia, evento por demás lleno de incógnitas, da pie a que Álvaro nos narre su historia desde una cárcel de Génova. La muerte de los Berthier, los gatos y el delirio del protagonista recuerda un poco al cuento “El gato negro” y también, como el propio personaje lo señala, “La narración de Arthur Gordon Pym”, de Poe. Son la atmosfera de incertidumbre, el ambiente decimonónico, la educación sentimental que recibió de su madre y los animales, elementos que hilvanan y confunden en abrazados espirales la condición mental de Álvaro, quien como ya dije, ofrece, en primera persona, una historia onírica y vertiginosa que encalla en la pesadilla de habitar lo ajeno.

Así como Álvaro Lucero, al revelarse el multiasesinato, da un paseo por las conversaciones y los comentarios que le hiciera Andrés sobre los gatos, nosotros como lectores recorremos los detalles de las cartas no enviadas, de la libreta vacía destinada a escribir la bitácora del viaje, la errada discreción de Álvaro sobre la ausencia de los Berthier, su viaje a París y la ausencia de Alexandre, su olfato habituado al amoniaco, el olor a sardinas descompuestas, su tendencia al estado nostálgico de mirar la vida y esa conducta obsesiva por conservar la alacena tal cual estaba el primer día que llegó a la casa de la familia Berthier. La ingenuidad del personaje, entonces, se confunde con la del lector para que juntos enfrentemos una abismada y extraña perturbación por no saber cuál es la realidad. Mirándonos en el espejo que es Álvaro, nuestra realidad se tambalea, se vuelve una gigante duda. Y, sin embargo, la complicidad no basta. El mayor desconcierto, el mayor desasosiego es descubrirse tan huérfanos como los gatos, porque a pesar de todo Álvaro está profunda y tremendamente solo. “Duermo en esta urdimbre en horas que no conozco. Espero como esperé en casa de los Berthier. Solo que aquí la esperanza termina en cada muro”, concluye Álvaro.

Este golpe contra la realidad por fuerte que sea tampoco deja caer el hacha del leñador sobre la avellana. La acción continua en su propio suspenso y de rebote nos coloca ante otras imágenes, muy semejantes a estas. Los asesinatos y la disposición de los cuerpos expanden la red intertextual al discurso fílmico: a la memoria vienen hilos argumentales de la adaptación cinematográfica de El dragón rojo, donde el doctor Hannibal Lecter simula comunicación epistolar con sus víctimas y la exposición forense de los cuerpos evidencia experiencia tanto en la destrucción como en la conservación material de los mismo.  ¿Será acaso Álvaro Lucero un reflejo de aquella terrible inteligencia? Probablemente Álvaro respondería esta pregunta diciendo una vez más: Yo solo soy un forastero extraviado en un sitio desafortunado.

Leer Cuando los gatos esperan es una invitación a la aceptación de la incertidumbre: no solamente obliga a interrogamos sobre la realidad del personaje y la propia, sino que nos hace reflexionar sobre si la racionalidad es el principal componente de la realidad.

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