Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Pierre Klossowski, Cuadros vivos, ensayos de inmoralidad estética, 1936-1983, edición de Patrick Mauriès, Canta Mares, Ciudad de México, 2021, 212 pp.

Pierre Klossowski, El adolescente inmortal, Arena Libros, Madrid, 2021, 114 pp.


I

En una de sus múltiples reflexiones a propósito de las agitaciones, estatismos y contradicciones que parecen preceder a toda gran catástrofe, Thomas Mann advierte que, despojado del sentido de futuro y trascendencia, el individuo se apresura a dudar del objetivo de todo aquello que no sea efecto inmediato y acción en el mundo. Como nada parece responder de manera convincente los porqués de la existencia humana, y todo esfuerzo parece como una piedra precipitada a un pozo, el individuo que habita esta época sin esperanza se sumerge en una espiral paralizante que termina por arrebatarle la totalidad de su existencia: al no escuchar el golpe de la piedra, los individuos —incluso los más heroicos— dudan tanto del pozo como de la piedra arrojada. Signos de estos tiempos —apunta Mann, y también Oswald Spengler, contemporáneo suyo— son el auge de la técnica, la profesionalización y la tecnología que arrastran consigo la decrepitud del espíritu: porque el perfeccionamiento del afuera es con frecuencia la fatídica señal de la decadencia del adentro. Es en este clima de época, advierten ambos, que el individuo se atreve a  preguntar: arte y literatura, ¿para qué?

La pregunta por la función del arte y la literatura, continua Spengler, es una pregunta que surge cuando el individuo ha perdido ya el nexo con la vida interior. Es en el momento en el que la sociedad pierde diálogo con sus formas interiores y espirituales que estos modos de la expresión del espíritu se cuestionan, se busca desesperadamente refuncionalizarlos. Es también aquí, en estas coordenadas de la existencia de las culturas, en las que el arte y la literatura comienzan a reclamar un lugar en la arena de lo político, una función inmediata y urgente, pues no encuentran más razón en ser contemplación y vínculo: como ya no se creen capaces de efectos transcendentes y para el espíritu (diría Giorgio Agamben que ya incluso ni siquiera saben cómo serlo), las artes y las literaturas que se producen en estas épocas apuntan —la mayoría— a convertirse en mueca banal, vacuidad y seña. Para Spengler, que vio el auge y caída de las culturas como un evento cíclico, se trata este de un sino civilizatorio irrevocable y al que toda forma social marcha de modo inevitable: las culturas se dirigen desde su nacimiento al perfeccionamiento del detalle, que es el artificio, que es la civilización, que es el poder militar, que es la riqueza, y que es finalmente la transición de una existencia interior plena de fachadas austeras a una existencia exterior lujosa de interiores degradados. Así como nacen, las culturas también maduran, se corrompen y mueren.

II

Y sin embargo, la pregunta vive y nos acecha: ¿son posibles el arte y la literatura en una época en la que su función espiritual parece no solo olvidada sino vejada y menospreciada?, ¿son posibles el arte y la literatura en tiempos en los que todo parece conspirar para que impunemente circulen ante nuestros ojos el narcisismo confesional, el alegato de virtud y el chasco?

Pierre Klossowski (1905-2001) argumenta, en una cruzada casi solitaria y por ello heroica, que sí, que todavía es posible, que son posibles, que el arte y la literatura son posibles, que sí que son posibles, pero sí y sólo sí se refuncionalizan para ser vínculo. Aunque vínculo ya no con el espíritu, en el que dudosamente alguien cree, sino con el todo de la experiencia.

Todo. Aunque un todo excluyente. Excluyente de la empatía y la compasión, de la solidaridad y la condolencia, harapientos disfraces de la élite biempensante que es incapaz de mirar verdaderamente hacia adentro. Porque si remotamente pudiésemos vincular a Klossowski con alguna de estas formas de la piedad, tendría que ser con sus expresiones más extremas y provocadoras: empatía con el asesino y compasión por el sinvergüenza, solidaridad con aquellos individuos viles y absolutamente sin perdón, amor solo por aquellos a los que el impulso llama a desear la muerte. En otras palabras, para Klossowski, en tiempos del perfeccionamiento de la cultura y el refinamiento de la civilización, el arte y la literatura no pueden ser sino exploración radical de la experiencia de lo abyecto, lo innombrable y lo prohibido.

III

Ausente la trascendencia por el espíritu, la plenitud se vuelve una misión que el individuo solo puede completar en la tierra. La paradoja de este cometido es que el individuo no existe en un vacío en el que todo le es lícito, sino que miembro de una cultura —con sus reglas, sus constricciones y sus límites— está obligado a permanecer dentro de sus confines si lo que quiere es existir en sociedad. A lo que sigue afirmar que el individuo que existe en la cultura no puede existir para su plenitud, pues una gran cantidad de experiencias le están razonablemente vedadas por la cultura. De ahí entonces que Klossowski proponga que la experiencia de la totalidad y la totalidad de las experiencias deban explorarse a través del arte y la literatura, que son finalmente la materialización de la imaginación; el sueño hecho texto y objeto. En palabras suyas, “la monstruosidad [de la obra de arte] es… una defensa contra la monstruosidad de la existencia”. Forma de provocación, aunque en realidad argumento clásico, porque en lo que Klossowski cree sin decirlo es que la catarsis es todavía posible (aunque sabe también que nuestras formas ya no son exacta o literalmente las de Homero).

Dicho de modo más claro: para Klossowski —que cree que estamos separados de nuestra integridad original (y en eso se aproxima a Mann y a Spengler) pero que no cree en que esa integridad original pueda recuperarse a través de una para él dudosa conexión con el espíritu— la totalidad no puede sino ser recobrada en la tierra a través de la exploración del todo de la experiencia por la vía de la imaginación criminal. De ahí pues que desde Klossowski solo se pueda afirmar que las artes y las literaturas que se obstinan en ser caridad y misericordia no son más que mueca hipócrita: mojigatez intrascendente de individuos que deprecan el aplauso y que insisten en vivir en la mendacidad y la falsificación de la representación de lo lícito como si lo lícito fuera la expresión del todo: la corrección, el simulacro de virtud, al final del día solo conseguirán, en su desesperado afán de relevancia, afirmar su irremediable nimiedad y justificado olvido. De allá que también estime, Klossowski, que para escapar a su inclinación a la debilidad y a la mediocridad, el arte y la literatura deben operar en contra de su naturaleza servil, en contra de la cultura. Eso es, en contra de los límites de lo civilizado: “debemos inmortalizarnos en el mundo por el crimen y no mediante buenas obras, pues el reconocimiento es pasajero y el resentimiento eterno” y “tal es el único remedio” para la investigación del todo. Pues si es verdad que “la Naturaleza” es el “objeto del examen científico [del hombre]”, “el hombre en calidad de Erudito” debe necesariamente incluirse “en este examen”, en tanto que “el hombre” es “producto de la Naturaleza”, y luego también componente de ella. Lo que inmediatamente conduce a conjeturar que, en tanto “producto de la Naturaleza”, “el hombre” debe, “para poder cultivar las ciencias sin peligro”, investigarse hasta el fondo. Aún más: “la Sociedad” debe no solo querer sino exigirle al hombre-investigador, “al Erudito”, “que la prevenga”, a ella, a la Sociedad, de la naturaleza oscura, de la naturaleza del “hombre-serpiente”. En otras palabras, “la Sociedad” debe reclamarle al hombre-investigador, “al Erudito”, que emprenda sus investigaciones hasta las últimas consecuencias, de modo tal que “la Naturaleza no le guarde ningún secreto” (a ella, a la Sociedad). Esa es pues la paradójica misión del arte y la literatura en tiempos de desesperanza —imaginarse contra y más allá de la cultura con el fin de entregarse para la salvación del individuo al interior de ella.

Al operar en contra de la cultura por la vía de laimaginación criminal, el individuo negocia su monstruosidad y su permanencia al interior de esta; pues quien es incapaz o renuente a esta negociación tarde o temprano dejará su posición de espectador para convertirse en Raskólnikov y perpetuar el verdadero crimen.

IV

La imaginación del crimen es central en la obra de Klossowski, y no porque él sea un infame o un canalla, sino precisamente porque se resiste en honestidad a serlo. Angustiado por el sentido último de la existencia y profundamente convencido de la orfandad de la naturaleza humana, su trabajo es, sin decirlo explícitamente, un llamado a recordar —a recordar todos los días— una de las advertencias más antiguas y fundacionales de nuestra cultura: Γνῶθι σαυτόν, conócete a ti mismo (máxima grabada en el templo de Apolo, en Delfos). La radical inmoralidad de la obra de Klossowski se presenta ante nosotros como una extraña forma —escrupulosa, iconoclasta y severa— de explorar los límites de la maldad que habita los individuos. El de Klossowski es un llamado a utilizar el arte y la literatura como medios para la exploración de nuestra parte maldita; aquella que, subyugada y limitada por la cultura, desconocemos.

En esa dirección también es que conviene dejar claro que por imaginación criminal Klossowski se refiere a la investigación por vía imaginativa de la transgresión de aquello que se interpone entre el individuo y el conocimiento pleno de la experiencia (i.e., explorar el potencial para el daño con la misma dedicación con la que se explora la capacidad para lo que es bueno). El crimen —o más precisamente, la imaginación del crimen— es para Klossowski la única manera de rencontrarse con la integridad original. Integridad original que —de acuerdo con Klossowski, y Nietzsche antes que él— irremediablemente hemos perdido al pactar como individuos la existencia en sociedad más o menos pacífica y más o menos armoniosa: integridad que contiene tanto lo bello como lo monstruoso, aquello que no nos atrevemos a explorar por miedo, desconocimiento o vanidad. Conflicto irresoluble de la cultura: sus límites permiten construir civilización, pero también nos hacen olvidarnos de lo que los seres humanos son capaces. Porque lo que limita la cultura no es otra cosa que la existencia retorcida del individuo, aquella que en las circunstancias adecuadas perpetuaría las más creativas torturas y los más horrendos asesinatos.

V

Para Klossowski —cuya obra surge en el período de entreguerras y se consuma en la Europa destruida por los horrores de la Segunda Guerra Mundial— la potencia que guarda el ser humano, no solo para perpetuar el crimen sino para gozarlo no fue especulación sino experiencia. Y su obra debe ser entendida como una respuesta a estas preocupaciones y vivencias. De ahí también que su obra nos recuerde que, por más progresistas y revolucionarias que se presenten, la literatura y el arte que reproducen lo ideal y lo virtuoso —que se presentan políticas en tanto que son exaltación de las formas éticas correctas y señalamiento con el dedo de lo apropiado— son fingimiento y falsedad que atentan peligrosamente contra la existencia del individuo en sociedad. Pues, ¿cómo podemos combatir la maldad si no conocemos su verdadera apariencia, si no exploramos su eterno potencial al interior de cada uno? Para Klossowski, en tanto movimiento de la imaginación y entonces medio para salvar al individuo de su crimen en potencia, el arte y la literatura solo pueden ser crueldad, obscenidad y herejía; solo a través de la exploración de la sombra, el lado oscuro —de nuevo, la parte maldita—, es posible la contención de aquello nuestro que está más allá de la cultura.

Convicción sobre la función incómodamente exploratoria del arte y la literatura que por una vía improbable termina por aproximar a Klossowski al pensamiento de Carl Jung y, de algún modo también, al de Hannah Arendt (dos de las voces que señalaron con mayor precisión e insistencia lo horrores que acechan las fantasías y los inconscientes de los individuos). En tanto que, por un lado, como Jung, Klossowski pone el dedo sobre los peligros de desconocer aquella parte malévola inherente a la especie humana, aquella que si ignoramos tiene más probabilidad de emerger. “¡Ay, cuidado! —escribe Jung en un oscuro texto de los años treinta— que con tanta facilidad cae preso el individuo de las ideas demoníacas que lo habitan; porque si uno no las investiga hasta el límite, esas ideas se agilizan y pueden llegar con facilidad a poseernos… y no seremos capaces de expulsarlas cuando dadas las circunstancias éstas se decidan a tomarnos como suyode allá pues que la modesta duda (eso es, la exploración de la parte maldita) puede salvarnos de arrojarnos de cabeza a lo demoníaco que nos habita, que es finalmente nuestra extinción y la parte más peligrosa de nuestra existencia”. Estamos tan a salvo dentro de los confines de la cultura, estamos tan a salvo de tener que explorar las partes más oscuras de nuestra existencia, que el individuo común termina por considerar que la maldad está siempre afuera (nunca adentro); tanto que con frecuencia los individuos piensan que los verdaderamente malvados son siempre los otros (nunca ellos)yque el Gulag y Auschwitz les queda demasiado lejos. Y precisamente ahí el peligro y la catástrofe. Porque al pensar que lo abyecto y lo perverso están afuera, el individuo se vuelve incapaz de mirar con profundidad lo susceptible que es a perpetuar, en nombre de lo justo, el daño.

Por otro lado, en secreta comunión con Arendt, Klossowski también recuerda que no es necesaria ninguna especulación sobre el Infierno, que sus expresiones más perfectas tomaron su definición mejor en la Tierra (y no en oscuros países en vías de desarrollo, sino en dos de las naciones más culturalmente refinadas de Occidente; siendo una de ellas además acaso su expresión democrática más exquisita). Es decir, lo malvado vive en nosotros y entre nosotros, y es precisamente en la comodidad y en la apariencia de armonía que trae la cultura donde todo esto se olvida. En los orígenes de la cultura lo violento está a flor de piel porque lo violento y lo prohibido están todavía por definirse; pero conforme se civilizan y enriquecen, las culturas —eso es, los individuos al interior de la cultura— se olvidan de lo que son capaces: solo porque no tienen demasiada hambre ni demasiado frío creen los miembros de la cultura que lo bárbaro en ellos ya no existe, es pasado o que está ya por siempre superado. Como Arendt (y habría que decir también, como Elías Canetti y Aleksandr Solzhenitsyn), lo que Klossowski nos recuerda es que los diques de la civilización son demasiado frágiles y que no hay que dejar de vigilarlos pues a la menor provocación se cuartean y se rompen: saber lo que hay detrás de aquello que se rompe es lo que Klossowski propone investigar a través de la imaginación del crimen. Es la investigación de la naturaleza oscura del ser humano por la vía de la imaginación acaso la forma más efectiva para mantener la paz y el orden.

VI

Estas reflexiones, que extraigo en parte de los ensayos reunidos en Cuadros vivos, ensayos de inmoralidad estética, 1936-1983 (2001)y en parte de El filósofo malvado (1947), Sade, mi prójimo (1947)y Nietzsche y el círculo vicioso (1969), encuentran su expresión definitiva en la obra narrativa de Klossowski, de la que El adolescente inmortal (2001) es la última pieza. Pensada como “invitación [para] ir a ver afuera de lo que parece no caber en el texto”, aunque al mismo tiempo consciente de que “nada se ve sino en el texto”, El adolescente inmortal es la última de las obras de Klossowski y, en su inmoralidad, la más consumada. Algo que es finalmente una afirmación arriesgada en el contexto de su obra, pues en verdad que cada uno de sus relatos está meticulosamente pensado para ser la materialización última de la indecencia; prueba de la dedicación del autor francés para imaginar lo abyecto es que a pesar de que varios de sus relatos llevan más de medio siglo entre nosotros, el escándalo y la incomodidad que provocan no son inmoralidad anecdótica —no son escándalos e incomodidades para los individuos de entonces— sino que su perversión es sorprendentemente actual y a pesar de los años se mantiene intacta. Klossowski triunfa en su imaginación del crimen porque su diálogo no es con un esquivo presente sino con los límites atemporales de la cultura.

El adolescente inmortal —un relato que tanto desarrolla el argumento en la introducción de El Baphomet (1965) como lo retuerce un poco— cuenta la historia de la debacle definitiva de la orden de los Caballeros Templarios a comienzos del siglo XIV. Basada vagamente en acontecimientos reales, Klossowski pone el dedo en el peso que pudo tener la indomable voluptuosidad de los hermanos templarios en su extinción definitiva. Para ello inserta en medio de la orden a un joven mozo, perfecto en apariencia y en maneras, que opera como tentación irresistible a todos los miembros de la comunidad del Temple. El joven mozo, de nombre Ogier de Beauséant, es una especie de encarnación de Lucifer en cuerpo joven. Un ser milenario y al mismo tiempo un niño: porque como se dice, el cuerpo de Ogier es andrógino y como de catorce años pero no porque tenga catorce años sino porque Ogier es un ser hecho para la perpetua juventud y para la memoria. Es decir, Ogier parece de catorce años pero en realidad es tan viejo como la Tierra (lo que acaso agrega confusión a la situación, pero no reduce el escándalo; yo incluso diría que lo amplifica). De hecho, de él se dice —él mismo dice— que su cuerpo jamás envejecerá porque el tiempo lo lleva en sus memorias. Memorias que imprime-se-imprimen en su cuerpo no solo a través de la provocación sino a través de la ejecución y el ejercicio, pues finalmente su objetivo es destruir a la orden de los Caballeros Templarios (militares religiosos comprometidos con el espíritu pero que como se revela a lo largo del relato resultan incapaces de resistir las tentaciones de lo que parece ser la extrema debilidad de su cuerpo) para probar que la carne triunfa siempre frente al espíritu y que salvo Cristo nadie jamás nunca será capaz de vencer nuevamente a la muerte.

La obra es por supuesto profundamente elusiva: dice sin decir y sin embargo está llena de voluptuosidades incómodas que se consuman en la forma de certezas especulativas; en otras palabras, nada ocurre en el texto sino que si uno quiere saber que es lo que pasa tiene que buscar fuera de él. Y si esta incomodad no fuese suficiente, entonces habría que contar que el involucramiento de Ogier de Beauséant con los Caballeros Templarios es animado por su degenerada tía, la Señora de Palençay, quien sin saber que su sobrino es en realidad un Lucifer milenario lo entrega cual traficante a la orden de los Caballeros Templarios con el fin de provocar su voluptuosidad, y entonces así poder acusarlos de transgresiones contra la Iglesia y finalmente apropiarse de los vastos territorios de la Orden que rodean su mansión de Saint-Vit. Y si bien toda la historia se complica porque eventualmente nos enteramos de que es en realidad Ogier quien maneja los hilos del juego y que incluso tiene poder sobre su tía, la avariciosa Señora de Palençay no pierde su cualidad de despreciable pues sin conocer la verdadera identidad de su sobrino se atreve a entregarlo —¡de entregar a un niño!— para la corrupción de monjes militares presumiblemente rectos. Razón por la cual Ogier, que hacia el final del relato se muestra como una suerte de demonio justiciero, la castiga junto a sus hermanos caballeros por pecar en espíritu, acto y mente: “¡Y usted, Señora, sin ningún temor a violar el voto de su abuelo, soñaba con recuperar este dominio, y hela aquí, agarrada como una rata en su ratonera! ¡Qué mala suerte le deseaba reservar a mis Hermanos! ¡Mi pobre señora, son ellos quienes ahora decidirán la suya!”.

Final que, de un modo inesperado, confirma las razones detrás de los límites de la cultura, en tanto que Ogier, quien es la misma encarnación del mal, opera como el ángel exterminador de quienes traspasan los confines de la cultura. Lo que vale para decir que toda la degeneración acumulada en el relato de El adolescente inmortal es el camino secularizado que elige Klossowski para afirmar —por voluntad propia o en contra de ella— que “el pago del pecado es muerte” y que la ejecución del crimen solo puede conducir a la destrucción (véanse Raskólnikov y Stavroguin); la cultura es constricción y también salvación, aunque la única manera de afianzarnos en dicha redención es conociendo, por la vía imaginativa, lo que está más allá de ella. Y más aún: Klossowski nos muestra, por el camino del horror, que traspasar sus límites es certeza de sufrimiento y muerte. El adolescente inmortal como en realidad toda la narrativa de Klossowski es una reiterada y cada vez más ruidosa-aunque-iconoclasta advertencia de lo que puede pasar en un hipotético mundo en el que todo es lícito.

VII

Además del evidente malestar que Klossowski busca provocar con su relato, El adolescente inmortal tiene un trasfondo que excede la coraza escandalizante que lo envuelve. Y es que lo que a Klossowski parece interesarle discutir aquí (y por eso acaso reescribe una historia que aparece ya con mucha forma en El Baphomet) es la pregunta sobre las relaciones entre el espíritu y el cuerpo.

Animado a cuestionar los pilares morales que han sostenido Occidente por más de dos milenios, Klossowski emprende una investigación teológica y filosófica sobre las posibilidades del cuerpo frente al espíritu, su relación jerárquica. Sus preguntas son aproximadamente las siguientes: ¿estamos equipados como individuos para resistir las tentaciones de la carne o estamos acaso condenados a perecer frente a sus voluptuosidades perfectas?, ¿puede el ser humano contenerse de satisfacer su arrebato? Porque la promesa de Occidente ha sido siempre que la tentación es a la medida y que mediante los ejercicios espirituales adecuados seremos siempre capaces de triunfar frente a la carne (“porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis”, Gálatas 5:17) —promesa frente a la que Klossowski duda y arremete. Su obra reclama una revisión mefistofélica de la Historia: exigencia por revelar que la perfección del espíritu por el Espíritu es engaño. Que aunque la promesa siempre ha sido que el espíritu se impone a la carne para fundar sociedad y fundar cultura, la realidad es que ante la voluptuosidad perfecta hasta el cuerpo más espiritualmente astuto se doblega; y que si hasta ahora había parecido distinto es solo porque los poderes de la carne no habían sido examinados con radical intención y justa medida.

Decepcionado de una existencia para el espíritu, Klossowski llega a la literatura para plantearnos que el gobierno del mundo ya no es el del espíritu sino el de la carne, y lo que antes era posible para el espíritu ahora solo es posible para la carne. Eco del atribulado Hans Castorp que antes de las Guerras ya intuía el triunfo de la carne frente al espíritu (“¡Fatalidad prosaica! El cuerpo triunfa, no quiere lo mismo que el espíritu, y se impone a este, dejando en ridículo a los presuntuosos que postulan que el cuerpo está sometido al alma”), Klossowski imagina algunos de los escenarios más sólidos en contra del espíritu y a favor de la carne. Hombres santos, disciplinados y caritativos no pueden sino entregar el destino de la Orden a los prohibidos encantos del joven Ogier de Beauséant; santa Teresa renuncia a la existencia eterna por el espíritu como soplo divino con tal de experimentar los efímeros placeres del cuerpo (esto en El Baphomet); y a continuación tía Roberte, tío Octave y un largo etcétera. Los escenarios de Klossowski, decididamente contra el espíritu, buscan probar que aquello de que cuando disciplinado el espíritu contiene al cuerpo, ante la modernidad, se resquebraja como una pieza de oro falsa.

Y ¿qué queda? ¿qué finalmente queda? Probar la derrota del espíritu frente a la carne era otra forma de probar las tesis de Spengler, de anticipar el fin de la cultura. Probar también que después de todo era el espíritu, y la existencia para el espíritu, y por él habían sido posibles hasta entonces la sociedad y la cultura.

VIII

En la imaginación se encontraba finalmente el resquicio para la salvación del individuo —no imaginar lo que está adentro sino siempre imaginar lo que está afuera. El riesgo era real y el definitivo entronamiento de la carne frente al espíritu estaba por ocurrir. Al final del día triunfaron las voluptuosidades del deseo. Muerte por egotismo, muerte por altivez, muerte por soberbia, muerte suicida. La mediocre imaginación de aquellos que estaban en el mundo para mostrar el riesgo de aquello que se encontraba más allá de la cultura no estuvo ahí para prevenirnos sobre lo monstruoso que estaba después del velo; “el cuadro en cuanto simulacro no hace sino reproducir la estratagema demoníaca, [ya que] reproducir la estratagema significa para el artista exorcizar la obsesión”.

Nadie muere de imaginación, pero sí por la falta de ella; cuando las ideas no mueren, irremediablemente muere el cuerpo, y cuerpo solo hay uno. El cuerpo de la cultura. Había que imaginar lo imposible para conocer los demonios contra los que en los días venideros habríamos de combatir. La obra de Klossowski era todo eso.

Triunfarán el cinismo, el narcisismo y la indolencia. El arte y la literatura seguirán siendo el brazo armado de la complacencia. Entonces alguien habrá de recordar, ya muy tarde, que la caída de Roma no ocurrió un día con un dramático bombardeo, sino a lo largo de mucho tiempo con la lenta putrefacción del espíritu de sus habitantes.

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