Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Orlando Mondragón, Cuadernos de patología humana, Visor, Madrid, 2022, 68 pp.


En su libro La resistencia íntima, el filósofo español Josep María Esquirol dice que “la fortaleza del resistente proviene de su ser más hondo. Aquello que ya era se expresa ahora como resistencia”. En Cuadernos de patología humana, Orlando Mondragón (Ciudad Altamirano, 1993), como un resistente consumado, describe de manera magistral e íntima la vida y la muerte que sucede en los hospitales, escenario que por cierto domina muy bien, ya que, además de poeta, Orlando es médico con especialidad en psiquiatría.

El poeta guerrerense tiene mucha confianza en la limpieza de su voz melodramática, tierna y de una belleza desolada. Tal vez por eso se animó a repetir escenas poéticas similares en sus dos únicos poemarios. Ya en su primer libro, Epicedio al padre –con el que ganó el IV Premio de Poesía Joven Alejandro Aura–, el joven poeta simulaba la muerte de su padre a causa de distintas enfermedades: cáncer de próstata, Alzheimer, infección pulmonar, vejez natural, debilidad de cuerpo y de alma. Orlando se regodea paseando a su padre por las salas de hospitales en diferentes posiciones, siempre debilitado, caído, como un cuerpo que ha perdido todas las batallas. En cierta forma, Epicedio es una venganza poética contra el padre por no aceptar la homosexualidad del poeta. Él, derrotado por su hijo, postrado en la cama de un hospital, acepta cualquier tipo de ayuda, sin resistencia alguna.

El poeta inicia el libro con una escena, no de redención y aceptación ante la muerte, sino de debilidad y capitulación, que serán una constante a lo largo del poemario: “podía sentir cómo llevaba su cuerpo a la orilla de la cama / mi padre podía sentir que se moría”, con la inexorable certeza de que ya no habrá un mañana, ni para el padre que va a morir, ni para el hijo que se queda, sin atreverse a pronunciar las últimas palabras que los reconcilien. En estas muertes metafóricas, aunque también en las reales, se presentan oportunidades de desagravios, de reencuentros y de perdón mutuo; sin embargo, Mondragón nos lleva al límite, a ese lugar sin retorno alguno, donde ya nada tiene sentido, “en el momento exacto de su muerte / pude decirlo todo y callé”.

En Cuadernos de patología humana –con el que mereció el premio Loewe de Poesía 2021- Margo Glantz dice que “es un diario médico preciso y ordenado en el cual el poeta recorre una a una las distintas salas, donde lo espera la enfermedad y la muerte”. Ciertamente Orlando Mondragón recorre las salas de hospitales públicos, con soltura y hasta con cierto placer de ser testigo de los dos momentos primordiales de los seres humanos, el de nacer y el del morir. La vida, dice el poeta, inicia en rojo: “la vida comienza con ese exilio”, mientras que su olfato intuitivo de médico-poeta sabe el momento exacto en que llega la muerte: “le tomo la mano a mi enfermo para saber que sigue vivo / ha muerto unos instantes después de que mi mano buscara despertar su sangre”, y un tercer momento de tránsito, cuando se recibe la noticia de una enfermedad mortal: “Qué sencillo explicar con palabras los lugares del cuerpo, decir árbol bronquial, decir pupila / pero cuando mi amiga dice cáncer, es otro animal de su tráquea”.

Aquí no importa cómo llegaron los enfermos a las salas de la muerte o de la vida, tampoco importa lo que acontece afuera, cómo es respirar el aire de los árboles frescos, o el caminar sin sentido de las pequeñas palomas en los ventanales de los hospitales. Aquí lo que importa es lo atemporal del tiempo, lo que se detiene, lo que se calla, lo que se deja de hablar y de decir a la amiga enferma; aquí lo que domina es la luz amarilla, las paredes blancas, las batas azules de los que pronto habrán de morir: “y aunque no sabe cómo, mi olfato reconoce quién está próximo a morir”, o las cunetas frías de los recién nacidos, “donde para ellos el mundo es lo dulce, lo informe, un olor a leche”, en esos instantes en que aún se ignora que se ha nacido.

Hombres y mujeres moribundos, delincuentes que sobreviven a las balas, niños arrojados al mundo donde ya todo está hecho, momentos de suturas, de contar dieciséis veces el aire, de la ambivalencia del rojo como símbolo de vida y como señal de ausencia, de rechazo, de alegría y llanto, de inicio o de final, de azul o de rojo, los dos como sinónimos de vida y muerte, de una oscuridad como decir amor en noches maliciosas o propia de un pájaro agónico al que le quedan pocos segundos de vida. ¿Qué hacer con los últimos segundos de vida, con los primeros, en ese primer grito de recién nacido, en esa verdad absoluta que queda después de la muerte?

En una entrevista para el periódico El País, Orlando Mondragón revela que busca la belleza en las experiencias horribles. Y es que Cuadernos de patología humana fue escrito durante la pandemia del Covid-19, lapso durante el cual convivieron el poeta y el médico para extraer la experiencia del dolor y describirlo en el poema; además, Mondragón tuvo la oportunidad de ofrecer a médicos enclaustrados en la pandemia el taller de poesía “Primera línea”, organizado por la UNAM. Esta experiencia de tallerear dentro del hospital, donde la realidad y el acontecer adquieren una dimensión distinta a la cotidianidad de fuera, le permitió constatar que, en la tragedia, reside también la poesía.

En esta misma entrevista, Orlando se queja de que a los poetas siempre se les exige la verdad (tal como Platón en la República), ya que los lectores están ávidos de saber si lo que describe el poema “es verdad”, si realmente sucedió así, tal cual nos cuenta el poeta. Si lo poetizado ocurrió, se logra una cierta complicidad entre lector y escritor; de lo contrario, el poeta pasa como alguien que no merece tomarse en serio. ¿Pero acaso importa que no se diga la verdad? Lo que importa, lo que trasciende, es el sentimiento, las emociones encontradas, la revelación de las palabras dichas. En la poesía todo está permitido: hablar, llorar, apropiarse de sentimientos ajenos, debilitar al ser amado, vengarse, ultrajar, confesar lo siniestro, caer y levantarse. Ahí empieza a tener verdad la poesía, pero no la del hecho ocurrido, sino la verdad de las emociones, de los sentimientos, del reconocimiento, de las reflexiones que se generan a través de la palabra. Y ahí hay una verdad indiscutible, porque las emociones más genuinas no se pueden falsear.

Uno de los aciertos de Cuadernos de patología humana es que nos encapsula ahí, en el momento exacto, en ese tránsito entre la vida y la muerte, en esa revelación que llega sin ser vista, sin que se le haya llamado a la puerta. No en ese transcurrir de ochenta años de vida, esos no importan, no valen nada en estas salas de alumbramiento, de enfermedad y muerte. Lo que importa son las horas decisivas, si respiras lo indicado, si hacen efecto los medicamentos, si las suturas fueron bien hechas, el bisturí preciso, las gasas necesarias, las jeringas desinfectadas, el cubrebocas resistente, los ojos frescos, secos, sin lágrima alguna. Es lo único que vale, la concentración o suerte que hará la diferencia entre la muerte y el regreso a casa, a esa vida cotidiana que no se nombra en estos poemas pero que está ahí esperando a entrar en escena. La muerte como nuestro nacimiento está escrita en nuestra alma.

Siempre he creído que una vida se va para que otra se quede. No en su mismo lugar, pero sí en el alma de nuestro cuerpo, en ese aire que alguna vez fue de otro y que ahora es nuestro. Aquellos ojos que alguna vez miraron algunos árboles, esos se fueron con la vida; sin embargo, el espacio vital queda ahí, estacionado en el dolor íntimo que permanece por un largo tiempo. Esa muerte que fue para que siguiera la vida cede su lugar para que otro cuerpo, con otros ojos, con pesados brazos a los que les cuesta levantarse, siga en pie, pisando otros pastos, viendo otros atardeceres que luego serán los ayeres tanto del que se queda como del que se fue. Este vaivén, estas olas que se van para luego regresar, a veces en color azul, otras en blanco, y, como símbolo inequívoco de la vida: el rojo, dice Orlando Mondragón. Si la vida empieza en rojo y sigue en azul, su último instante es blanco, es silencio, es nada.

“¿Por qué es tan bella la muerte?”, se pregunta Margo Glantz en la cuarta de forros del libro. Con sus palabras, con su andar de poeta, en esa “oscuridad abriendo su acueducto / la vida comienza con ese exilio”, Orlando Mondragón pareciera responder: porque la muerte es un constante recordatorio de la vida, de que la vida es un tránsito, de que la belleza es una forma de resistencia, de que en ella conviven, a la vez, el olvido y la memoria.

  • Pedro Serrano marzo 12, 2023 at 1:34 pm / Responder

    Felicidades a Citlalîli Guerrero por la lectura de este libro estremecedor. Felicidades a Orlando Mondragón por la entereza en su escritura.

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