Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


José Montelongo, No soy tan zen, Almadía, Ciudad de México, 2022, 216 pp.


No soy tan zen es la segunda y más reciente novela de José Montelongo. Publicada por Almadía en 2022, se ha hablado poco de esta y de su autor. Por cuanto al libro, quizá influya la nada atrayente portada que no le hace justicia a la historia de Julián González, el periodista cultural de cuya “Pequeña Crisis” existencial seremos testigos a lo largo de 216 páginas. Respecto a Montelongo, basta guglear su nombre para saber, por un lado, que no se trata de un escritor inexperto –ha escrito literatura infantil y juvenil, posee un PhD en Spanish American Literature por la Washington University, colabora en Letras Libres y, además de ser bibliotecario, ha analizado el humor en los ensayos de Guillermo Sheridan y traducido a Nicolás Grimaldi– y, por otro, por qué justo entre las más atrayentes y sugestivas características de No soy tan zen figuran la metaficción y la parodia.

Organizada en ocho capítulos –Antes del concierto, El concierto, ¡La enterraron viva!, Intermedia en el Salón Corona, Serenatas en la red: balada para tenor y teléfono celular, Intermedio en el Salón Corona (continuación), Estaciones hacia el Paso Blanco y La fiesta– desde el principio nos arroja sus premisas de lectura: en plena cobertura de una charla de un afamado poeta en el auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Julián aventura la siguiente reflexión al invitado:

señor Roca, no sé si usted sepa que en México tenemos más de trescientas palabras para designar la mierda. Tenemos las tradicionales caca, popó, boñiga, zurrada, excremento, zurullo y mojón, tenemos las más técnicas evacuación, deyección, defecación, detrito y deposición, y tenemos las vernáculas […] cagallón, fecalia, heces, viboritas, submarinos, ballenitas, willis, flotadores, pedruzcos, explotadores, bombazos, balines, bombines y budines […] ¿Usted cree señor Roca que esta obsesión con la mierda es una clave de nuestra identidad cultural, o de nuestra historia política, o de nuestra manera de percibir la realidad y nombrar sus diferencias?

En menos de una página y si la lectura es aguzada, puede detectarse, además del claro humor que sazona toda la novela –el cual recuerda a un par de libros de otro escritor mexicano actual, Juan Pablo Villalobos–, reminiscencias de una cierta escatología al modo de Sergio Pitol en Domar a la divina garza y vasos comunicantes con la ensayística de Laura Sofía Rivero en Dios tiene tripas, pero sobre todo en su texto “La nutria tiene cosquillas”. Sin embargo, no por estos y otra serie de intertextualidades y anzuelos literarios, empezando por el título mismo que juega con los textos de autoayuda, superación y desarrollo personal, No soy tan zen se lee rápido. Es decir, no se trata –¡enhorabuena! – de un libro simplón. Al igual que nuestro periodista cultural asiste voluntariamente al concierto “maratónico del Cuartero de cuerdas no. 2 de Morton Feldman” interpretado por FLUX Quartet esperando “someterse a una música extraña para asimilarse a ella y detener la inercia espiritual que lo está sacando de quicio […] con la esperanza, quizás contradictoria, de obtener una módica parcela de silencio interior”, pero en lugar de eso su concentración resbala y se extravía en un flujo de recuerdos y pensamientos por los que atraviesan su “desesperante y amorosa amiga Justine”; Fino, el camarógrafo; Johnny Caribú, su otro amigo y compañero en la escuela de periodismo durante su residencia en Vancouver; la perra Nugget; la pareja de misfits viviendo en Dawson City; Pedro Pablo, “híbrido de reportero y crítico”; Bruno Zago, “profesional del bel canto” que ofrece serenatas vía telefónica; una soprano rusa y más personajes relacionados con el medio cultural e intelectual de México. Así, nosotros terminamos por dejarnos traer y llevar al ritmo del stream of consciousness de Julián, nos sumergimos con él en “una común historia de desorientación”, haciendo metafóricamente clic “en todos los hipertextos y en todos los vínculos de cada nuevo sitio que se abre sobre la pantalla” de su mente.

El concierto no solo ocupa un plano importante en la narración –de hecho, la obra de Feldman sí existe, ha sido ejecutada en varios lugares y años; también el cuarteto Flux, el cual grabó ambos movimientos para el sello musical Mode; y un tal Michael Thallium ha utilizado ambos cuartetos como experiencia audio-meditativa–, sino además coincide con otro experimento musical que se ha estado llevando a cabo en el Museo Tamayo (CDMX) desde el 9 de noviembre de 2023 y que estará hasta el 3 de marzo de 2024: el arreglo-performance Take Me Here by the Dishwasher: Memorial for a Marriage (Tómame aquí sobre el lavavajillas: Memorial para un matrimonio), una experiencia inmersiva donde 20 músicos mexicanos interpretan a diferentes voces y guitarra una composición de Kjartan Sveinsson de forma ininterrumpida todos los días mientras el museo está abierto al público.

En una entrevista sobre No soy tan zen, Montelongo explica que intentó darle no solo una cierta cadencia, sino incluso acercarse “a un tipo de vértigo narrativo que resultara en un equilibrio respecto a este concierto tan lento con un personaje sentado en una silla escuchando un concierto imposiblemente largo y lento”. Y así como la música es clave en esta novela, la poesía otro tanto. No solo son los haikús de José Juan Tablada que Julián le muestra a Justine en una de sus charlas sobre el zen y la pintura sumi-e o los poemas de Basho, Buson e Issa que Justine lee a Julián; también es el estilo poético de Montelongo y parte del viaje introspectivo de nuestro periodista cultural en medio del caos entre el logos y el silencio, cuyo “apego desordenado a las palabras” y obsesión con la verdad poética lo hermana con los protagonistas de David Toscana –verbigracia Lucio, en El último lector y Nicolás, en El peso de vivir en la tierra– y lo emparenta con el narrador de El mal de Montano de Vila-Matas, el cual “habla en libro, que consiste en leer el mundo como si fuera la continuación de un interminable texto” y en su intento de no pensar en literatura, acaba pensando en literatura. Tanto padece de literatura Julián que, en el tercer capítulo, ¡La enterraron viva!, encierra a Justine –cuyo nombre, por cierto, bien podría ser un guiño paródico a Sade– en el área dedicada a la literatura en el sótano de una biblioteca laberíntica –clara referencia a Borges– y no satisfecho con eso, la orilla a la logofagia, a comer libros:

Como aperitivo eligió poemas de Garcilaso y fragmentos del Confabulario de Arreola. De ahí saltó a las estrofas ahumadas de El cementerio marino. Muy despacio, hincando los dientes inferiores, desnudó sus páginas como si fueran hojas de alcachofa hasta que llegó al corazón, que devoró entero. En su boca se humedeció hasta disolverse la estrofa que comienza Comme le fruit se fond en jouissance / comme en délice il change son absence… Mordió al azar una docena de folios de las Elegías de Duino, que la embriagaron súbitamente. Probando pedazos de El asno de oro la embriaguez se convirtió en una suerte de éxtasis.

Páginas más adelante, mientras el propio Julián se describe visitando a José Juan Tablada en su oasis japonista, admite: “Más arbitrario y revoltoso que una cabalgata de zapatistas con carabinas al hombro, es el dominio que ejerce sobre mi cabeza los fragmentos de historias que he leído, los desmañados reportajes que he escrito” y “el cuarteto de cuerdas de Morton Feldman se me escapa, se consume frente a mis ojos como los papeles caligrafiados de Tablada que destruyó el fuego”.

Búsqueda y exploración del ser a través del lenguaje, la guía por el camino del zen iniciada por Justine en Vancouver continúa, de cierta manera, en CDMX con Pedro Pablo, alias La Pepa. Ya no se trata una meditación dirigida por una “californiana de ascendencia japonesa”, sino de cómo “controlar la embelecadora fuerza del periodismo cultural” guiado por un Obi-Wan con cabeza rapada, tez morena, panza de Buda, camisas beige y corbatas negras. Ya no se trata del repentino mindfulness alcanzado en el Paso Blanco por azares de ese silencioso desierto de nieve, quieto y vacío en su viaje con John Caribú; sino de darse cuenta, gracias al camarógrafo Fino, que no por dedicarse al periodismo y la literatura, por “leer en voz alta Residencia en la Tierra” es posible saber “la temperatura de un alma”, qué la agravia, humilla, regula, desquicia, anima o subleva y más bien, al contrario, “eres capaz de ignorarlo todo”. Ignorar, por ejemplo, lo que un migrante hondureño vive desde que sale de su país hasta llegar a Canadá a causa del narcotráfico; la frustración acumulada de un futbolista o una cantante de ópera fracasados; o cómo la tragedia del 11 de septiembre afectó a un violinista estadounidense.

Especie de Bildungsroman, aunque sea de aprendizaje fallido, el protagonista de No soy tan zen, al igual que los personajes de Borges, Vila-Matas y Toscana, atraviesa por un ritual de letras que el propio Julián bautiza como “la peregrinación literaria”. “Es una exploración narrativa del silencio que se realiza paradójicamente a través de la acumulación de palabras, del discurso narrativo, como si el lenguaje en ciertas obras literarias tratara de llegar más allá de sí mismo, como si tratara de expresar lo inexpresable en algunos momentos; es una especie de círculo que termina más allá del lenguaje y que sin embargo no tiene otro medio de expresarse que no sea el lenguaje”, afirma Montelongo en otra entrevista.

En gran medida, la Pequeña Crisis de Julián se debe a la relación del periodismo cultural con la crítica –literaria, de artes visuales y de cine– y a su necesidad casi patológica –según Natalia Durand– de presente. A finales del siglo XX, a Octavio Paz le preocupaba que el periodismo literario confundiera las “impresiones personales con la crítica propiamente dicha”. Ahora, en pleno XXI, otros problemas se suman a aquel: la posible desaparición de la crítica y el periodismo literarios en el maremágnum de las redes sociales, las novedades, la publicidad, la repartición de aplausos e intercambio de favores. El protagonista de No soy tan zen se cuestiona, entonces, sobre el estado actual del periodismo y de la crítica en México, está en contra de la repetición de las palabras más que de las ideas, las cuales, reproducidas ad nauseam, terminan por engendrar monotonía y vacuidad de información. De hecho, unos meses antes de acabar el 2023, en el otrora Twitter se desató una polémica sobre si los booktubers podían ser considerados críticos literarios o solo opinadores. El debate trascendió tanto que no solamente académicos y escritores de renombre saltaron a la palestra, también revistas como Nexos (“El estado de la crítica literaria en México) y Letras Libres (“La crítica en México: un quiebre generacional”). Pero volviendo a la Pequeña Crisis de Julián, si al inicio de la novela busca liberarse de su mal de Montano (logofagia/logofobia), al final termina aceptando su situación:

“-Voy a renunciar.

-Ah, ya veo, es la última fiebre de la Pequeña Crisis. ¿Y qué piensas hacer? ¿Poner un puesto de tamales en la carretera de Acapulco?

-No. Sería un final demasiado novelesco.

-¿Te vas a Nueva York a buscar a tu amiga?

-Demasiado romántico.

-¿Te vas a meter de monje?

-Demasiado místico.

-¿Estás seguro de que quieres dejar el periodismo?

-Quién dijo que quiero dejar el periodismo. Para empezar no sé hacer otra cosa, es mi oficio. Y para seguir yo creo que cuando uno se ha subido al caballo no queda otra más que aferrarse y seguir”.

Es decir, para Julián, el periodismo y la crítica deben orientar, posibilitar experiencias, “iluminar –siguiendo a Valeria Villalobos Guízar y Álvaro Ruiz Rodilla– resquicios, trazar genealogías y contextos, despertar el gozo, amplificar el pensamiento, ofrecer herramientas, inaugurar perspectivas y alimentar o desestabilizar cánones”.

En No soy tan zen, José Montelongo consigue una cadencia entre el lenguaje y las “horas de cháchara interior, recuerdos vanos, proyectos truncos, fantasías pálidas, remordimientos inútiles” de Julián González. No solo la nieve que enciende la chispa de su Pequeña Crisis al principio de la narración regresa como un ritornello con el oleaje silencioso e inmóvil de la nieve en Paso Blanco y se replica en el concierto del FLUX Quartet, “de aquella repetida y sostenida y única y sola nota larga”; sino también la figura de Justine, la literatura –incluido el periodismo, por supuesto–, la contemplación plena que permite desactivar las funciones cognitivas y La Pepa y Rufino. No soy tan zen es un divertido mareo ritual a través del cual Montelongo logra mostrarnos el camino hacia una nueva sensibilidad. Sin ser una guía para la iluminación espiritual como Mente zen, mente de principiante de Suzuki Roshi, la novela revienta “una membrana sutil de la conciencia”. Quienes hemos intentado practicar el Dharma, algún budismo o la meditación hemos reproducido, como Julián, un monólogo interior anárquico: nuestro particular torbellino de pensamientos, recuerdos, impresiones y sentimientos. Leer la historia de Julián en su paradójica y exasperada búsqueda de silencio entre la literatura, la música y la vida cotidiana bien puede ayudarnos a renovar nuestra capacidad de percepción despojándola de automatismo –como se propusieron las vanguardias del siglo pasado–, y a encontrar otra manera de comprender para desenmarañarla de los nudos que la entorpecen.

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