Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Pere Calders, Cosas aparentemente intrascendentes y otros cuentos, Nórdica Libros, Madrid, 2017, 170 pp.


Tal vez uno de los nombres más injustamente olvidados en la historia de la literatura sea el de Pere Calders (Barcelona, 1912-1994). Fuera de Cataluña, su obra no conoció la fama, y aunque pueden ser muchos los motivos –haber sido escrita en catalán, durante su exilio en México, en plena dictadura franquista–, lo cierto es que, a la fecha, su recepción no ha sido del todo afortunada. Por ello, Cosas aparentemente intrascendentes y otros cuentos, editado por Nórdica Libros, supone una pieza clave para aproximarse al universo literario del autor, un universo donde el humor se confunde con el drama y lo cotidiano no deja de resultar extraordinario.

Esta antología reúne treinta de los mejores relatos de Calders escritos entre 1955 y 1984. De Cròniques de la veritat oculta (1955) a De teves a meves (1984), el autor explora la vertiente fantástica, el realismo mágico, la literatura del absurdo, etc. En este sentido, no leemos a un solo Calders, pero no porque su concepción del mundo haya cambiado con el paso de los años, sino porque en sus textos se entrelazan, simultáneamente, poéticas muy dispares: en “El árbol doméstico”, un hombre se levanta una mañana y descubre que en su comedor ha nacido un árbol; en “Cosas aparentemente intrascendentes”, un individuo decide hacerse una fotografía y, acto seguido, arden todas las casas del bloque; en “La hora en punto”, la muerte se presenta sin previo aviso y el protagonista se rehúsa a morir porque “no le había dado cita” (p. 161). En el fondo, el Calders que leemos en “El desierto” (1955) es el mismo que el de “No cuesta nada ser amable” (1984), pues, aunque su madurez narrativa queda de manifiesto en aspectos fundamentalmente estilísticos, sus motivos literarios están presentes desde el inicio de su obra: la convivencia del individuo con la realidad externa, la rutina como un hallazgo permanente, la creación como una forma de gratitud: “–¿Usted sería capaz de dar la vida por una idea? […]  –No. Preferiría hallar una idea que me salvara la vida” (p. 162).

Es la de Calders una variopinta familia espiritual: de Chéjov a Gógol, de Cortázar a Borges, de Perec a Rossi, etc. Su afinidad con estos escritores va más allá de lo estrictamente literario: comparte con ellos obsesiones vitales, formas de percibir el mundo, modos de aprehender la realidad. Porque Calders, además de escritor, fue dibujante, sus tramas, como sus personajes, poseen una peculiar plasticidad. El mismo Agustín Comotto, ilustrador de esta edición, admite: “Espero haber ilustrado a este ilustrador de palabras” (p. 10).

Los cuentos reunidos en este libro son abrumadores y felices, realistas y fantásticos, mentirosos y sinceros. Ya en el prólogo a la primera edición de Tots els Contes (1936-1967), Felip Cid sostenía que: “L’obra de Pere Calders és l’acceptació d’una existència precària, susceptible d’ésser superada per la comprensió de la creació”. Es verdad, pero solo hasta cierto punto. Porque Calders –a través de la palabra– no busca superar la existencia, sino abrazarla, y es precisamente en esta aceptación en donde reside su hondo sentido de la rebeldía. En “Cosas de la Providencia”, el protagonista, antes de ser arrastrado por una serie de eventos inexplicables, afirma: “el primer gesto de la jornada fue abrir de par en par la ventana de mi cuarto y echar un vistazo al mundo, con el profundo convencimiento de que yo lo dominaba un poco y el juicio claro de que, tal como era, estaba bien” (p. 29). Después de un breve paseo, retorna a su hogar solo para percatarse de que su vida, tal como la conocía, se ha desvanecido: en su piso vive otra familia, sus cosas no son sus cosas, su criada ya no existe, y el hombre que le ha abierto la puerta tiene una bella hija con la que habrá de casarse: “Quien considere fríamente mi caso convendrá conmigo en que la Providencia no me dejaba demasiadas alternativas para elegir. Además, un hombre es débil y, si la trampa sobrenatural que le tienden le habla a los sentidos, es muy difícil que salga airoso. Clara era bonita y yo era joven y la primavera me enardecía” (p. 48).

Los personajes de Calders, víctimas del azar o de la Providencia o del destino, son, no obstante, dueños de sí mismos: ese escenario irreal supone ya, por sí solo, una ruptura con el mundo que damos por sentado y al que buscamos incesantemente moldear. Y aunque la sensación de control pareciera a ratos ilusoria –pues creen en la posibilidad, acaso mínima, de elección– eso no les impide enfrentarse a sus circunstancias y hacerlas suyas: en “El desierto”, Espol captura en su mano la vida que se le escapa: “Estaba seguro, desde el primer instante, de que solo una cosa valía la pena: no abrir el puño por nada. En la palma se agitaba levemente, como un pececito o una bola de mercurio, la vida de Espol” (p. 16). A través de la narración, Calders nos invita a descubrir la existencia de dos mundos: el material –poblado por interruptores, cerraduras y plumas estilográficas– y el abstracto, habitado por la melancolía, el deseo y el sentido del humor. En sus cuentos, el individuo es orillado a mirarlos de frente y suprimir la barrera que separa a uno del otro: es obligado, en suma, a relacionarse con lo otro, a establecer nuevas formas de comunicación. Por eso, los protagonistas de estos cuentos deben lidiar con la pérdida de aquello que les era indispensable sin saberlo, aquello que no podían sentir porque no lo creían suyo: “–¿Es la vida, sabes? Aquí, mira. –Y extiende el puño y lo alza a la altura de los ojos–. Ahora mismo la siento, como un grillo” (p. 22), dice Espol.

“Lo infraordinario”, como lo llamó Perec, posee en estos cuentos una importancia crucial: como lectores, somos impulsados a devolver a la realidad su sencillez original, a mirarla con cierta delicadeza, a palparla con ternura. Como si la desolación fuera nuestra, sentimos hacia los personajes algo parecido a la compasión: “en el yermo seco de su pensamiento, pequeñas luces se encienden de aquí y de allá y se extinguen enseguida; le entra la nostalgia de cuando llevaba la vida sin sentirla y el calor lo oprime” (p. 25). Y es que la pérdida es nuestra: al creer que moramos en este mundo, al creer que la voluntad es el núcleo de nuestra rutina, hacemos de lo otro algo carente de significado. Así, al extraviarlo, lo descubrimos; al perderlo, comenzamos a añorarlo: “No había duda de que un aliento de extranjería pasaba por encima de cada una de mis cosas y las hacía forasteras” (p. 40).

Hay un tigre en la casa, una mosca se detiene sobre su ceja derecha, ha muerto aquella mujer que no quería morirse, los vidrios se empañan por sí solos y los nudos se desatan: ¿qué clase de realidad es la que nos revela Calders? Una que, de tan conocida, nos resulta ajena; una en la que el otro mundo se cuela por las rendijas de este; en la que los espíritus nos visitan y los árboles crecen de prisa, apresándonos en sus ramas; en la que el futuro es insondable y solo existe el presente y todo es, en apariencia, intrascendente. Porque si todo esto fuera factible, ¿qué pasaría? “Si eso fuera posible, sería posible cualquier cosa. ¿Entiende?” (p. 54)

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