Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Natalia García Freire, Trajiste contigo el viento, Paraíso Perdido, Guadalajara, 2022, 128 pp.

 


Trajiste contigo el viento es la segunda novela de la escritora cuencana Natalia García Freire, que ya había publicado Nuestra piel muerta. En aquella novela de 2019 ya se podía presentir esta, aunque todavía —si no me acuerdo mal— no había aparecido Cocuán, el pueblo donde tiene lugar la novela. La aparición de este pueblo coloca a la obra de la cuencana en una vieja tradición de la literatura latinoamericana, la de las ciudades o pueblos imaginarios: Macondo, Comala, Santa María, Santa Teresa, Santa Mónica de los Venados, etcétera.

La lectura de García Freire me ha hecho repensar la relación compleja que existe entre la literatura y los poblados rurales en América Latina. El pueblo es un concepto que nos provoca una serie de íntimas contradicciones. Por un lado, está el miedo a ser (o parecer) demasiado pueblerino y, por otro, la metáfora de un pasado edénico que se ha desvanecido. Pensemos simplemente en los millones de dólares que se gastan en publicitar lo que se ha dado en llamar “Pueblos Mágicos”. Fue México el primer país que dio el ejemplo, pero esta moda no ha tardado en llegar al Ecuador. Cada año se han ido generando listas y rutas turísticas alrededor de estas supuestamente encantadoras y pintorescas localidades. Nada más basta ingresar en la lista propuesta por la Secretaría de Turismo de la nación sudamericana.

¿A qué se debe esta fascinación por los pueblitos mágicos? ¿Qué resulta tan encantador de ir a Cayambe, Guano o San Antonio de Ibarra un domingo cualquiera y tomarse un helado de paila en la plaza central? En México (país inventor del concepto) tienen un verbo específico para esta actividad: pueblear. Mi padre, para no ir más lejos, ha sido siempre muy entusiasta de este tipo de turismo y cada que sus ocupaciones le daban chance, hacía un espacio el fin de semana para visitar Cotacachi, La Merced, Yaruquí, o hasta a veces pueblos más lejanos como Quisapincha, Salcedo, Patate. Cuando íbamos de vacaciones a la costa ecuatoriana, era imposible que no invirtiera un día en visitar un pueblito de mar, comprarse un periódico local y leerlo completo en el parque central. 

Cuando éramos niños, mi hermano y yo no lográbamos entender la fascinación con esos pueblos de mierda y penábamos por sus calles despedazadas rogando que el tiempo pasara lo más rápido posible para volver a la playa. Creo que ahora lo entiendo mejor a mi viejo. Aunque nació en una ciudad, había vivido en Sangolquí, un pueblo cercano a Quito donde mi abuelo tuvo que esconderse durante algunos años por razones políticas. Lo que más recuerda mi padre de aquel tiempo eran las fiestas de Sangolquí, famosas por las corridas de toros “de pueblo” y por las borracheras descomunales que podían llegar a durar varios días y siempre terminaban con un muerto. Creo que lo que mi padre ve en esos pueblos son los vestigios de un mundo perdido, de un mundo que se desbarata.   

Cocuán, el pueblo al que nos invita a pasear García Freire, no necesariamente ingresa en esa lista del Ministerio de Turismo del Ecuador, aunque no estaría mal someter esta cuestión a debate, puesto que cierto encanto de los pueblitos mágicos tiene que ver precisamente con su miseria mística y su decadentismo histriónico, así como con su condición de ruina embellecida o de pieza de museo a la intemperie. Me pregunto si acaso el estilo y la tensión poética que atraviesa esta novela no hace de Cocuán un pueblo mágico ejemplar. Veamos un ejemplo: “La marea de hombres y mujeres se acercaba cada vez más. Era media noche. La capilla del pueblo repicó doce campanadas. La luna iluminó unas tantas calvas viejas y luego su fulgor se escondió entre las hojas de hiedra y las damas de noche que cubrían los muros de frente de nuestra casa”.

La escena anterior trabaja con esa tensión entre un mundo que resiste y otro que se desvanece. Por eso la imagen está cargada de violencia y de incomodidad. En ese sentido, la escritora ecuatoriana propone todo lo contrario a un paquete de turismo comunitario. Su idea es opuesta porque trata de observar de manera implacable la crueldad con la que se erigen las relaciones humanas en la ruralidad, así como las tensiones históricas entre lo humano y lo natural. En ningún lugar se ve mejor está tragedia que en un pueblo perdido de los Andes. Mientras más próxima es esa relación, más violenta y descarnada es. Hay una equivalencia entre intimidad y martirio que yo creo ver funcionando desde su anterior novela, Nuestra piel muerta.

Pero vamos en orden. La novela, en efecto, ocurre en un pueblo ficticio de la provincia del Azuay llamado Cocuán. Está dividida en nueve capítulos e ingresamos a Cocuán a partir de “la profecía de Mildred”. Mildred es una niña que, tras la muerte de su madre y el abandono de su padre, es obligada a desalojar su propiedad por la fuerza y es torturada y abusada por el cura del pueblo, el padre Santamaría, por el resto de su vida. Esta violencia provoca una especie de maldición que pesa sobre Cocuán y que se manifiesta, metafórica y atmosféricamente, a través del viento: “Mildred, escucha, Mildred. Cuando naciste, tu ma dijo que trajiste contigo el viento”.

Después de este episodio, que sirve como crimen o mito fundacional de Cocuán, seguimos la historia en la voz de ocho personajes: Ezequiel, Agustina, Manzi, Carmen, Víctor, Baltasar, Hermosina y Filatelio. Esas historias están narradas alternativamente en primera y segunda persona y con ellas desentrañamos, no sin cierta dificultad, el argumento principal de la novela que es la desaparición y subsecuente búsqueda de varios moradores del pueblo en los bosques que lo circundan.

Esa búsqueda culmina en una cueva adentrada en el bosque, donde encuentran a los que se escaparon en una suerte de ritual orgiástico y delirante que incluía personas y animales y que termina muy mal: “Pronto empezaron a aparecer los otros cuerpos de la cueva. Traían con ellos un viento cálido y se movían con agilidad, poseídos por algún embrujo, sus rostros extasiados con los ojos blancos lechosos. Los pechos que colgaban en las mujeres no te impresionaron, pero sí todas las cabezas rapadas, iluminadas por la luna…”. Y, posteriormente, “Esther, Hermosina, Germán, Ezequiel y yo fuimos a ver a las bestias en la cueva, apartamos a los cerdos y a las cabras a patadas y Ezequiel espantaba los caballos con la antorcha, a punto estuvo de hacer que uno ardiera”.

La estructura de la obra recuerda, como en su anterior novela, no solo a Faulkner, sino, sobre todo a Rulfo; sin embargo, no he logrado reconocer con claridad la motivación detrás de la alternancia en el tiempo verbal que en Pedro Páramo es parte misma de la estructura narrativa. Pese a la densidad poética que atraviesa la obra del mexicano, cada voz es plenamente reconocible y específica. En Rulfo, la alternancia del tiempo verbal está relacionada temporalmente con los recuerdos que atormentan a los muertos, según, también, su lugar físico en el cementerio. No estoy seguro que en Trajiste contigo el viento pude siempre diferenciar la voz de cada uno de los personajes, quizá por la abrumadora proliferación de imágenes de la que está plagada la narración. A fin de cuentas, la propia autora ha contado, en más de una ocasión, que Cocuán es el resultado de varias de sus pesadillas y delirios con ansiolíticos. 

Esta cierta indiferenciación, sin embargo, resulta interesante, pues queda absolutamente claro que la prioridad de la novela no es la polifonía, sino la construcción del relato fundacional y la construcción de un espacio mítico. Cuando uno se pregunta si los personajes de un pueblo, a todas luces miserable y marginal, son todos poetas, teólogos o filósofos existencialistas, la respuesta es que hay algo más grande e importante que ellos que es Cocuán, o la maldición de Cocuán, o su mito fundacional y que esa entidad es la que toma la palabra. 

Cuando leí Nuestra piel muerta, ya sentía que Natalia García Freire estaba poniendo los cimientos de una mitología ficcional. Estaba construyendo su Comala, su Westeros, su Yoknapatawpha. Este libro es el mapa, lo que queda saber es el sentido de su mitología. Cocuán, me parece, cuenta la tragedia de la migración del agro ecuatoriano, una tragedia que es todavía difícil de narrar o entender —que es lo mismo—, entre otras cosas porque no parece haber historia que contar (no hay el texto, decía Lenin Moreno), pues, como dice Agustina, la bruja: Cocuán es una larga noche ¿Por eso tanta tensión poética? ¿Por eso hasta los niños y niñas con fuertes indicios de retraso mental —muy parecidos al Macario de Rulfo— hablan y piensan como Kierkegaard, como un Swedenborg andino? Por ejemplo: “Yo te imaginaba bailando con los muertos, con enanos y brujas alrededor de un ciervo, el que decían los antiguos que encontraríamos al morir, escondido en el bosque, con la mirada de fuego animal; un ciervo que es todas las mujeres y todos los hombres, un ciervo que corre y arde en medio del mundo sin que nadie lo vea”.

En este pasaje se puede observar una proliferación de imágenes y de símbolos que levantan un panorama denso e impenetrable para el lector, como es impenetrable el bosque donde se pierden los personajes. Esa ceguera nos impele a utilizar otros sentidos y otra sensibilidad. El estilo no tiene la función de “embellecer” al pueblo miserable, sino de dar cuenta de cierta vacuidad narrativa. No hay nada que contar, porque la violencia infligida a Mildred por parte del padre Santamaría ha enloquecido a todos los vecinos. Pero eso reduciría el análisis a una crítica facilona de la Iglesia y esta historia sería simplemente sobre un cura pedófilo y torturador. Aquí vale argumentar que el personaje que quizá más claridad nos ofrece respecto a la complejidad que subyace el arco histórico de Cocuán, no es el cura Santamaría, ni su pupilo Manzi, ni Agustina la loca, sino Baltasar, el chulquero e invasor de tierras.

Por dolorosa que sea la idea de un cura torturando y abusando a una menor, Natalia García Freire hace el trabajo de aclararnos que parte de la maldición de Mildred tiene que ver con dos cuestiones adicionales (o quizá anteriores). Primero, la desposesión de las tierras de sus padres y, segundo, la muerte de sus cerdos. El primer asunto nos deja ver la médula de la conflictividad en la ruralidad ecuatoriana: la institución de la hacienda. Mi abuelo era oriundo de un pueblo muy pequeño del Ecuador, llamado Chillanes. La primera vez que lo visité, junto a mi padre, me sorprendió que no solo ese pueblo, sino todos los de la provincia de Bolívar, están repletos de abogados. ¿Por qué? Porque aquella provincia, eminentemente agrícola, está desbordada por esos conflictos y la gente necesita más al abogado que al cura. La tierra, en el Ecuador, no es de quien la trabaja. En este sentido, el padre Santamaría, reproduce sexualmente lo que los chulqueros como Baltasar, han hecho en el plano de la economía rural.

Sin esto la maldición simplemente no sería tan poderosa. La otra cuestión es el crimen ecológico manifestado en la relación obscena que tienen los humanos con los animales: perros, caballos, cerdos, ovejas. La búsqueda de los desaparecidos culmina como una película de Tarantino con la ejecución de venganza múltiple y sangrienta. No solo ha sido el viento lo que provoca el fuego que mata a varios de los personajes, sino los animales que les regresan el maltrato a sus torturadores, arrebatándoles su humanidad: “El viento entonces sopló como un gigante, pequeños remolinos salían de la tierra y rugían. Ahí aparecieron las cabras, los caballos y los cerdos […] Salieron de quién sabe dónde, de la tierra, de las piedras, de la mente de ellos, que se habían convertido en salvajes y andaban inventándonos pesadillas”. 

El final de la novela está relatado por Filatelio, el hijo de Mildred. Después de que “oímos ladrar a los perros”, se nos ofrece una perspectiva del pueblo en ruinas. Un pueblo abandonado por Dios y condenado a desaparecer: “Cocuán no está en ningún mapa y solo entre nosotros murmuraremos de aquel tiempo en el que Diosmadre reinó en la tierra. Nadie nos escuchará. No le escuches que es tonto”, dice Filatelio. Esta frase no es más que un eco de algo que la curandera Agustina dice varias páginas atrás: “La carretera obligaba a cualquiera que fuese al sur a transitar por aquí. Aquellos hermosos años del polvo en lo que todo parecía posible. Pero el paso lateral nos exilió y la gente se pasa en camiones sin tan siquiera olerse que aquí también vivimos hombres y mujeres escupidos por la tierra. Somos un pueblo viejo y desaparecido. Tienen que darse cuenta. Nada en Cocuán es lo que parece. Estamos hechos de polvo y mal, como las pesadillas”.

En este pasaje se revela otra dimensión de la maldición de Mildred que ya no se explica solamente con las dinámicas internas de Cocuán, sino con su relación con el mundo exterior. Y ese mundo exterior es el país que construye los pasos laterales. Cocuán no es un pueblo mágico, precisamente, porque está fuera de los mapas turísticos del país y porque es víctima inequívoca de lo que podríamos llamar el modelo desarrollista (y extractivista) del estado ecuatoriano (¿el correísmo?), para utilizar el término acuñado por Arturo Escobar. Son los vientos del progreso los que terminan de arrasar con el pueblo. Los que lo incendian y los que matan. Natalia García, sin embargo, no es ingenua, sabe bien que el desastre y crimen fundacional de Cocuán no tiene una sola dimensión. La violencia que lo subyace está determinada por esa tensión entre lo nacional y lo local, entre lo religioso y lo sexual, entre lo económico y lo simbólico. Desde ese punto de vista la densidad poética de la obra no busca simplemente poetizar el cataclismo, sino señalar su profundidad y su aporía.

Es conocido en el mundo entero que el Ecuador se ha convertido en uno de los países más violentos del mundo en los últimos años. Las cifras, que se pueden consultar en cualquier portal de noticias del mundo, así lo expresan. La novela de García Freire, sin embargo, señala una problemática fundamental que es el abandono de la ruralidad. Gracias a que en los últimos años, sobre todo, después de la pandemia, los gobiernos de derecha han creado condiciones nefastas para los pequeños productores agrícolas del país (las Mildred del Ecuador), cada vez más son las personas que han sido expulsadas de la ruralidad. ¿A dónde se han ido? ¿Cuál es el equivalente de la cueva? El crimen organizado. Varios estudios demuestran que en países como México, y ahora Ecuador, los carteles de narcotráfico reclutan buena parte de sus soldados en poblaciones rurales cada vez más empobrecidas. Esto, por ejemplo, ha significado que se reduzca hasta en un 8% la producción agrícola del país solo en 2023. No es la sequía, no es la lluvia, no es el viento. Es la migración obligatoria. Esto resulta enormemente paradójico en un país que, tradicionalmente, ha gozado de soberanía alimentaria y que pronto deberá empezar a importar hasta lo más básico. Quizá el lenguaje de García Freire nos pueda hacer entender que este es un problema urgente, en el plano de lo económico y social, por supuesto, pero también en el de lo simbólico. 

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