Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Víctor Erice, Cerrar los ojos, España-Argentina, 2023.


Se decía de Stanley Kubrick en sus últimos años como director –y así lo atestiguaban sus actores por el interminable número de tomas que debían repetir– que su excesivo perfeccionismo solo le permitía rodar una película cada bastantes años: de los cuatro de La naranja mecánica hasta Barry Lindon, a los cinco entre esta y El resplandor; a partir de ahí siete transcurrirían para La chaqueta metálica y doce más para Eyes Wide Shut. Así, en sus últimos 28 años de carrera Kubrick completó cinco largometrajes. Víctor Erice ha superado la marca con otros tantos en cincuenta años, solo cuatro si descontamos esa suerte de ensayo fílmico rodado mano a mano con otro prestigioso cineasta: Víctor Erice: Abbas Kiarostami: Correspondencias.

En 1973 y cuatro cortos después, el realizador vasco se iniciaba en el largometraje, y en cierto modo sorprendía al mundo, con El espíritu de la colmena. Galardonada con la Concha de Oro a mejor película en el Festival de San Sebastián, el gran tema de la cinta era la mirada, como lo es en su creación más reciente, estrenada medio siglo después: Cerrar los ojos. Este filme también se ha podido ver en la última edición del certamen, donde Víctor Erice ha recibido el Premio Donostia a su trayectoria.

Pocas veces un cineasta ha suscitado tanta admiración con una singladura tan exigua sobre todo en la larga duración. Siguiendo y aumentando el paralelismo con Kubrick, el trabajo de Erice que vino tras El espíritu… fue, diez años después, El sur (1983). Y otros nueve habrían de pasar para ese documental sui géneris que es El sol del membrillo (1992). Ninguna otra obra cinematográfica en esas casi dos décadas, lo que convirtió a Erice en una especie de director maldito, sobre todo tras su desencuentro con el productor Elías Querejeta. Eso le impidió terminar la película El sur como habría deseado y se refleja ahora en Cerrar los ojos, con la que el realizador salda deudas con el pasado.

Ha habido que esperar treinta años para el nuevo largometraje de Víctor Erice en solitario. Porque desde El sol… ha rodado varios cortometrajes, algunos muy celebrados como Alumbramiento, pero se ha demorado para la que algunos consideran que puede ser la película-testamento o despedida del autor, a sus ochenta y tres años. En ella, nos pone ante la encrucijada de un ex director de cine, Miguel Garay (Manolo Solo), que parece haber enterrado su pasado hasta que un programa de televisión le llama para recordar a Julio Arenas (José Coronado), el actor que iba a protagonizar su última película y que desapareció durante el rodaje. Este suceso provoca que la cinta quede incompleta y que su creador se aparte de ese mundo para dedicarse a la literatura. La grabación y emisión del espacio televisivo provocarán una serie de reencuentros y otros acontecimientos que desembocarán en el hallazgo de alguien muy semejante al actor desaparecido, pero que, amnésico, no recuerda nada y al que todos llaman Gardel, en vez de Julio.

Cerrar los ojos es una gran cita deErice a sí mismo, pero sobre todo a su primer filme: El espíritu de la colmena. Lo enuncia desde el principio Mr. Levy, el enigmático judío sefardí que, pese a lo corto de su metraje, encarna con presencia y densidad Josep Maria Pou. Si este quiere reencontrarse con su hija antes de morir, es “porque es la única persona en el mundo que le puede mirar de una manera diferente, única”. Esa mirada “diferente, única” es la que halló Erice cuando, en su primer largometraje, puso la cámara frente a una Ana Torrent de siete años y le hizo contemplar la figura de Frankenstein en la película dirigida por James Whale en 1931. Ahora el director vizcaíno le da la vuelta, y aunque es la misma actriz, ya adulta, quien observa –de algún modo por primera vez, aunque sea su padre– a ese otro Frankenstein que incorpora Coronado, es él quien reacciona como un niño asustado y la devolución de su mirada se produce desde ahí.

La mirada como elemento fundamental en El espíritu de la colmena –desde los ojos que le ponen a un muñeco hasta el interés por el monstruo en la pantalla, pasando por las miradas entre la niña y el otro padre, Fernando Fernán-Gómez– se retoma en Cerrar los ojos, empezando por el título, discurriendo por la escena del reencuentro entre Torrent y Coronado, y acabando con la escena final, en que se nos ofrece una sinfonía de miradas. Por si hubiera alguna duda, la película inacabada que se nos muestra, y que pone principio y fin a esta nueva obra, lleva por título La mirada del adiós. Entre una y otra tenemos a personajes que quieren que los miren, que quieren que otros miren y que miran sin más porque no pueden hacer otra cosa, ya que nada recuerdan.

De hecho, esa es la otra gran cuestión de la película: la memoria, junto con la identidad, como ha apuntado el propio realizador. En las notas de dirección del filme, Erice habla de “dos temas íntimamente relacionados: la identidad y la memoria. Memoria de dos amigos, que un día ya lejano fueron un actor y un director de cine. En el transcurso del tiempo, uno la ha perdido por completo, hasta el punto de que no sabe quién es ni quién fue; el otro, tratando de olvidar, y a pesar de haberse refugiado en un rincón, comprueba una vez más que la sigue llevando a cuestas, con su carga de dolor”.

Estas últimas líneas, bastante reveladoras, probablemente sean autobiográficas, porque resulta difícil hablar de algo con tal carga de profundidad sin haberlo experimentado. Y por otra parte, tanto el actor que interpreta José Coronado como el director a cargo de Manolo Solo podrían fungir ambos como los alter ego de Víctor Erice, con sendas brillantes actuaciones. Lo sería claramente el segundo en su condición de realizador cinematográfico, y otros rasgos que lo definen, pero también el actor, en lo que de alguna forma hizo Erice durante años: desaparecer del mundanal ruido (al menos cinematográfico), y lo que quizá le hubiera gustado que le pasara: perder la memoria (al menos de algunos acontecimientos).

En este sentido, la cinta está trufada de símbolos y autorreferencias. De entre las últimas, quizá la más clara sea que, en la supuesta película incompleta, al protagonista se le encargue viajar a Shanghái. Ni ese destino ni el nombre del personaje de Pou, Mr. Levy, son casuales, ya que ambos están en un trabajo previo del autor que no llegó a realizarse: La promesa de Shanghai, guion basado en la novela de Juan Marsé El embrujo de Shanghai, que no se rodó por problemas con el productor, esta vez Andrés Vicente Gómez. Hay además un homenaje directo al literato, cuando el personaje incorporado por Solo le compra Caligrafía de los sueños, también obra del catalán, a una librera que encarna su hija, Berta Marsé.

Antecedente de ese guion que no se plasmó en imágenes, fue lo ocurrido con el segundo largometraje del director vasco. Que la película se llame El sur, cuando transcurre en el norte de España,podría interpretarse como una ironía, o algo en el imaginario de los personajes, si no fuera porque sabemos de la parte que tampoco llegó a rodarse y que transcurría la zona meridional del país. A cambio, en su filme más reciente el ex director Miguel Garay vive, citando al propio Erice, en “un rincón” en el sur, en la provincia de Almería.

Entre los símbolos, encontramos por ejemplo el título de su propio libro, que Garay encuentra en la Cuesta de Moyano de Madrid: Las ruinas. ¿Llamado así porque quizá sobre las ruinas de otra obra, La promesa de Shanghai, se edificó esta película? El lugar en que se ambientan los fragmentos que vemos de La mirada del adiós, Triste-le-Roi, aparte de la referencia al Borges de “La muerte y la brújula”,¿no será una referencia de Erice a sí mismo? Al fin y al cabo, durante muchos años se le ha considerado en la cumbre de los directores hispanos y El espíritu de la colmena es la única película española que figura entre las 100 mejores de la historia del cine (British Film Institute, 2022). Y por añadir un símbolo más: la estatua con dos rostros –el hombre viejo y el hombre joven–que aparece al principio y al final de la cinta, podría ser otra alusión a sí mismo, en esa línea de autorreferenciarse y de enlazar esta obra con las anteriores, y en especial con su primer largometraje.

Volviendo al desquite de lo ocurrido con El sur y la polémica con Querejeta, en Cerrar los ojos Erice se reivindica de dos maneras: llevando al protagonista hasta donde antes no pudo y con un metraje de casi tres horas. Sin embargo, esto último no favorece a la cinta en su conjunto, ya que hasta llegar al tramo final resulta demasiado prolija, menos fresca que cualquiera de sus anteriores largometrajes, e incluso sobredialogada, cuando una de las principales virtudes de otras de sus películas, y en particular de El espíritu de la colmena, habían sido los silencios: la capacidad de decir muchas más cosas con las imágenes que con las palabras.

Aun así, en Cerrar los ojos se reconocen algunos rasgos inherentes a su director, como esas magistrales aproximaciones con la cámara a los personajes –el travelling out durante la comida en la residencia o cómo retrata a Miguel y Julio, mientras pintan una fachada– y, por supuesto, su amor por el cine. En esta ocasión, como se ha dicho, los protagonistas son o han sido gente de ese ámbito: un director y un actor, a los que podemos añadir un montador, en el personaje de Max, representado por un menos lucido Mario Pardo. Además, tenemos una película dentro de la película; vemos latas de celuloide y cómo este es manejado por algunos personajes, y para la escena final se reabre un cine, el montador se convierte en proyeccionista y todos miran a la pantalla.

Pero si hay un momento en que del homenaje general al cine se va a lo particular, y de la autocita se pasa a la cita ajena, es cuando el personaje de Manolo Solo coge la guitarra y entona el tema My rifle, my pony and me, que en el filme Río Bravo (1959),de Howard Hawks, interpretaban Dean Martin y Ricky Nelson, y que había formado parte de la banda sonora de otra película del mismo director: Red River (1948). Aunque algo forzada, su inclusión en Cerrar los ojos no deja de ser una de esas debilidades que a un director como Erice –a estas alturas de la película, y quizá nunca mejor dicho– se le debe perdonar.

Tiene esta película un sabor a rancio, como de libro viejo, con una fotografía gris, con polvo e incluso telarañas, que durante buena parte del metraje trata de unos personajes que lo fueron todo y ya no están, porque se retiraron o, peor aún, desaparecieron. Curiosamente, las que permanecen son las mujeres, representadas por un elenco de actrices que, sin ser protagónicos sus papeles, brillan en algún momento: Ana Torrent, Soledad Villamil, María León, Petra Martínez y quizá algo menos Helena Miquel y Venecia Franco.

Los años pasan para todos y, revisando la película que le ha quedado, podemos afirmar que Erice ya no es el más perfeccionista de los directores españoles ni tampoco el enfant terrible de esta cinematografía, de cuyo trono en los últimos años le ha desplazado Albert Serra. Pero sigue siendo el autor de la película española de todos los tiempos mejor valorada por la crítica internacional, y de otros dos filmes sublimes: El sur y El sol del membrillo.

A veces uno se pregunta si, de haber sido más prolífico, Erice habría alcanzado la misma calidad en sus trabajos. Como toda cuestión sobre lo que pudo ser y no fue, se quedará en la mera especulación. Lo que sí podemos decir, después de Cerrar los ojos, es que el triste Rey ya no está tan triste, que la cara del viejo ha vuelto a sonreír como lo hiciera la del joven y que, sobre las ruinas de su pasado, Erice ha logrado construir una película imperfecta, pero, como él la quería, completa.

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