Ryan Murphy, Feud: Capote vs The Swans, Estados Unidos, 2024.
La segunda temporada de la serie Feud, subtitulada Capote vs The Swans, intenta abonar, en forma ampliada a través de la reacción de las partes involucradas, un punto de vista equilibrado a la discusión ética y artística que generó la escarpada escritura de la novela Plegarias atendidas de Truman Capote. Recordemos que la publicación de Plegarias atendidas tuvo un camino sinuoso, donde el autor sobrevivió a las propias imprudencias con sus amistades –las llamadas cisnes y otro tanto de personas cercanas como Jack Dunphy–, y a un bloqueo creativo que lo mantuvo en vilo por más de veinte años.
Capote pensó en su novela desde 1958, se publicaría en 1968 y se atrasó tanto que regresó el recurso que le dieron como adelanto. Entre 1975 y 1976 la revista Esquire publica cuatro capítulos, lo que provocó el enojo de las damas de sociedad en las que se inspiró, pues exhibe episodios sórdidos, sexo fuera del matrimonio y hasta el asesinato del prominente multimillonario William Woodward. Capote intentó emular a En busca del tiempo perdido de Marcel Proust con elementos afines en Plegarias atendidas: un joven escritor, el entorno de la homosexualidad y una atracción por la aristocracia. La novela se publica finalmente en 1986, después de la muerte de Capote.
No obstante el propósito de relatar una historia desde los ángulos de la rivalidad –cuestión que sí consigue la serie–, Capote vs The Swans muestra resultados desiguales durante su relato. Diríamos, inclusive, que hasta son disparejos, porque si bien se percibe una fortaleza en la crónica de costumbres de una élite de rápido ascenso en el capitalismo del siglo XX, a la que no se puede tildar de aristocracia, también se diluye cuando brotan de manera literal y súbita los fantasmas de Truman, sobre todo la madre castrante, y el rumbo de la serie se inclina por un cliché psicologista, una superficial explicación pseudo freudiana, obviando la postura del autor (Capote) y dominando la voz del director demiurgo y del guionista Jon Robin Baitz, quien se basó en el libro Capote´s Women de Laurence Leamer. Entendemos la estampa de la madre en Spider (2002) de David Cronenberg por el perfil esquizofrénico del protagonista y en “Edipo reprimido” de Woody Allen en Historias de Nueva York (1989) por el tono de comedia, pero el papel de Jessica Lange como Lillie Mae Faulk, madre de Capote, queda postizo entre el tono de la serie.
Medianamente se sostienen las alucinaciones de Truman ahogado metafóricamente en alcohol; sin embargo, no sabríamos qué opinar sobre el encuentro con James Baldwin, el escritor y activista de los derechos humanos de los negros, que se antoja demasiado deontológica, su explicación liberacionista de Plegarias atendidas y su terapia de shock para que Truman deje de beber. La arenga incluye el destino manifiesto de un libro que aboliría el esclavismo. Baldwin irrumpe con sentido político, forzado, panfletario, intentando justificar infructuosamente el horizonte de Truman, porque la búsqueda de Capote se enfocaba más en el estilo que en el deber ser. Queda, sí, como lectura de los tiempos de cambio que padecía la sociedad contemporánea estadunidense, sobre todo en Nueva York; empero, es un auténtico lunar que salta en el hilo de capítulos como una larga perorata en la que Capote se aburre como ostra.
La serie contiene ocho episodios, diríamos que cinco hubiesen sido propicios, quizás seis, pero los últimos dos, en su busca del perdón que concilie obra y existencia en Capote, se antojan un pasaje visualmente ajeno a la narrativa de los primeros. Y es curioso, porque salvo los capítulos cinco y siete que están dirigidos por Max Winkler y Jennifer Lynch, el resto son narrados por el connotado cineasta Gus Van Sant de películas como Drugstore cowboy (1989), My own private Idaho (1991) y Todo por un sueño (1995). En específico, Van Sant está a cargo de: “1. Piloto”, “2. Agua helada en las venas”, “3. La fiesta del siglo 1966” (la gala apenas es una pincelada, con la anécdota de que paralelamente se filmaba un documental de los hermanos Maysles; uno de ellos le da el título de Plegarias atendidas inspirado en Santa Teresa de Ávila), “4. Es imposible”, “6. Sombreros, guantes y homosexuales amanerados” y “8. El perdón fantasma”. Max Winkler dirige el “5. La vida secreta de los cisnes” y Jennifer Lynch dirige el “7. Hermosa Babe”.
Las series permiten una extensión que rebasa el volumen de una solitaria película en donde su propia temporalidad limita el despliegue de los argumentos y minimiza el carácter de los personajes en variadas ocasiones arrinconados a estereotipos. Una clara muestra es Ripley (2024) de Steven Zaillian, con ocho episodios, que más que una fiel adaptación de la novela policial de Patricia Highsmith, es una conversación directa con la cinta El talentoso Mr. Ripley (1999) de Anthony Minghella, como para demostrar la densidad pictórica y literaria que se puede alcanzar en una serie a diferencia de una película con idénticas acciones, pero descritas con calado hondo.
En este contexto, la TV dio un paso cuántico desde la mitad de la década de los noventa donde se recluyeron, con buen tino, en géneros como el sitcom que explayaron comedias chispeantes en los mismos lugares con un notable ahorro de recursos. Feud: Capote vs The Swans surge de FX, cadena que inició discretamente en Manhattan, Nueva York y hoy es una empresa extendida en Los Ángeles, California, desde donde compite con cadenas fuertes como HBO y Showtime. El mercado que buscan es un público que gusta de contenidos menos chabacanos, ni súper héroes ni comedias juveniles caben aquí, aspiran a historias con cierta calidad en todos los niveles de producción y con contenidos, se dice, más maduros. En este target se ubican los cinéfilos que añoran la edad de oro de Hollywood.
FX produce una serie antológica llamada Feud, la primera temporada se la dedicó a la memorable rivalidad entre Bette Davis y Joan Crawford. Se trata del choque de las divas durante la filmación de ¿Qué fue de Baby Jane? (1962), cinta dirigida por Robert Aldrich. Fueron ocho episodios de Bette and Joan (2017). El creador es Ryan Murphy, junto a Jaffe Cohen y Michael Zam. Murphy ha labrado su prestigio en diferentes rubros. Como director realizó Comer, rezar, amar (2010) y como productor es aún más reputado por las series de médicos Nip/ Tuck, la comedia musical Glee y American Horror Story,que lleva doce temporadas con alrededor de 10 capítulos cada una.
En la actualidad las series domeñan fórmulas que dosifican la información y a propósito dejan abiertos los desenlaces. Existe toda una trampa: gotear personajes, situaciones y cosas en los primeros tres capítulos y luego se transforman con vueltas de tuerca previsibles, al fin y al cabo hijas directas de las telenovelas y de las novelas por entregas, cuando bien les va a las historias; o pueden decaer incluso en el ritmo, el estilo y la premisa en el peor de los escenarios como ocurre en esta temporada creación de Murphy –asimismo, se encuentra el desafío de mantener todo el estilo de la serie con varios directores, aunque hay muchísimos y excelentes ejemplos que se mantiene entre dicha variedad de manos, como Breaking bad.
Capote vs The Swans combina aciertos y excesos que desentonan con la idea espléndidamente planteada y la sobresaliente actuación de Tom Hollander que es réplica del escritor y con las cisnes, mujeres más que poliédricas a pesar de la cárcel del estatus quo que representan. Las actuaciones de Naomi Watts como Babe Paley, Diane Lane como Slim Keith, Chloe Sevigny (quizás no tan convincente) como C. Z. Guest y Calista Flockhart, Lee Radziwill, la hermana de Jackie Kennedy, sobrepasan la simple imitación al rol suntuario de maniquí que las señoras cumplían en la socialité de Nueva York. Se agradece, por ejemplo, el manierismo exquisito que se desenvuelve alrededor del centro de operaciones del chisme, el restaurante La Côte Basque, donde el cotilleo adquiere una sobria perversión en medio de una estética que envidiaría Desayuno con diamantes (1961), filme dirigido por Blake Edwards, donde Audrey Hepburn esboza una silueta paradigmática de la moda elegante de postguerra con tenue reserva erótica al revés del estilo pin-up de mujeres como Marilyn Monroe o Brigitte Bardot.
Calca de una película de época victoriana, Feud: Capote vs The Swans es de esas producciones donde el diseño de arte, vestuario y decorados, se convierte en la atmósfera propicia para el contrapunto entre una faceta sofisticada de la elite neoyorquina y una vida cotidiana soterrada llena de perversión, deslealtad y ansiedad existencial –es impresionante la forma de fumar y beber alcohol ligada a la finura. Capote, como lo hizo cuando desciende al averno de Kansas en A sangre fría, incursiona en el mundillo de las altas esferas de Estados Unidos. Un bon vivant que convenció a las cisnes de su refinamiento para poder convivir, ganarse su confianza y así le confesaran los secretos más ominosos que luego revelaría en la revista Esquire y que serían la base de sus Plegarias atendidas. Recordemos que de Capote hay dos películas de perfil biográfico. Empero, ambas se sitúan en el periodo donde escribe A sangre fría. Bennett Miller filmó Capote (2005) con una magnífica interpretación de Philip Seymour Hoffman como Truman. El guion se basa en la biografía de Gerard Clarke, Capote: a biography (1988). Al año siguiente, Douglas McGrath dirige Infamous (2006), donde Toby Jones interpreta a Capote, en lo que se considera la mejor actuación de las tres.
Atisbar en el mundo de los ricos y comprobar que sufren como cualquier clase social, se erigió en un espectáculo masivo que sacia esa sed de revancha popular. La guillotina audiovisual ha naturalizado este obsceno modo de mirar los entresijos privados a los que se les despoja de su patrimonio íntimo, con tal de exhibirlos como esas nuevas reses que complacen un sentimiento de inferioridad e impotencia: admiración acomplejada por su estilo de vida repleto de confort y esnobismo (no saben qué hacer con sus fortunas, como la pareja Paley que compraba lotes de joyas y cuadros impresionistas para colgarlos en la penumbra de las recámaras), y repulsa porque tras la enorme riqueza se esconde un absurdo derecho de sangre real, una corrupción rampante, crímenes y avaricia, y un sinnúmero de hipocresías que en la agenda woke son inadmisibles, sobre todo vistas desde el inmaculado desposeído cuya esencia es la bondad.
Creemos que la lógica hedonista fue una escapada de la muerte bélica. Como dice Gilles Lipovetsky, la fascinación por el lujo es un intento por reescribir la ritualidad extraviada –o nunca experimentada–, por resucitar lo sagrado y darle un cariz ceremonial al universo de cosas del consumo. La conjura por la destrucción podría ser uno de los objetivos de la pasión por el lujo, según el filósofo francés, y que en la serie apreciamos su apoteosis con estas cisnes que vivieron con intensidad su presente. Así las series estrellas de las plataformas versan sobre las realezas de Inglaterra, Francia o España, mediáticamente son objeto de especulaciones y sin ton ni son se programan largas temporadas y hasta noticieros del corazón que ya son diarios para despeluzar famosos.
Capote lo supo leer allá en la mitad del siglo anterior, fue un auténtico moderno que usó, gozó y humilló a los medios masivos de información con sus vanidosas impertinencias, sean por televisión en vivo o como foco de atención en documentales de cine. Conoció y fustigó en prosa a los nuevos ricos, no los que de cuna son, sino los que nacen para serlo, como su cisne favorita: Babe, de la que decía, “solo tenía un defecto: era perfecta”. Fue una vanguardia por sí solo, sin grupo, capaz de organizar fiestas tan disparatadas como las de Andy Warhol (Katharine Graham, presidenta del The Washington Post, ¿se habrá dado cuenta de la sorna del escritor?). Y se dio el lujo de ampliar la noción de arte hacia zonas del periodismo e ir más allá de los cánones establecidos en la literatura –una nota roja de 300 palabras la convirtió en obra maestra.
De alguna manera, indiscreta, detallada y precisa, puso a escrutinio público el cielo y el infierno del american way of life que gozaba plena embriaguez. Por eso sostenemos que tampoco es gratuita su afinidad con Scott Fitzgerald, pues Truman escribió una adaptación para el cine de El gran Gatsby, pero la Paramount Pictures rechazó su versión en 1974.
Había un entendible vértigo de posguerra por alcanzar la eterna euforia en donde las luces, el dinero, la moda, las fiestas y la ostentación eran la cima aspiracional. Por ello, el “Black and White” que organizó en 1966 no puede interpretarse como ocurrencia: semejaría, en todo caso, un arca de Noe de esa llamada alcurnia donde voluntariamente los asistentes decidieron ponerse una máscara (desde las cisnes citadas hasta Frank Sinatra, Mia Farrow, Norman Mailer y Peter Fonda; Carson McCullers no fue invitada y dicen que se irritó con Truman). En este sentido, una parte de Plegarias atendidas, la dedicada ex profeso al restaurante La Côte Basque, podría ser el lado oscuro que complementa la crítica de Orson Welles en Ciudadano Kane (1941), también preocupado por los efectos del poder.
Murphy y Van Sant deslizan sin ambages una nostalgia por esa etapa anhelada, por ese glamour al que a ratos rinden tributo y así justifican ese sentimiento que tenía Capote por sus cisnes, como si fuesen un James Ivory embelesado con la época victoriana. Apuntes nimios sirven de retrato colectivo, como esa escena en donde Babe y sus amigas acuden a una tienda departamental para definir su outfit con guantes y sombreros y resulta que la sección ya desapareció, porque la gente a mitad de los setenta, dejó de comprarlos.
Más nostalgia, y esta es la más moralista, cuando Van Sant recrea la deslavada subasta de las cenizas de Capote en Julien´s, en Los Ángeles. Mientras que el manuscrito de Proust fue vendido en Christie´s en cifra récord para la historia literaria francesa, por los restos de Truman dieron 45 mil dólares, quizás una cantidad irrelevante. Lo que subraya la serie es un reproche al mundo global, pues atrás aparecen los fantasmas de las cisnes endechando el talante de la moda contemporánea donde está ausente lo que en las décadas de los cincuenta y sesenta se estimaba como buen gusto.
La indiscreción era el método de Capote. Husmeaba historias, como lo hizo hasta en los sueños de los criminales y en los entresijos de las celebraciones de los adinerados. La clave estaba en las charlas, en el postre, en la memoria sorprendente de Capote que descubría al diablo en los detalles. Feud: Capote vs The Swans nos ofrece un cóctel de pistas sobre este complejo escrutador del paraíso que, en medio del vodka que era su ajenjo, buscaba el tiempo perdido.