Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Georgina Cebey, Arquitectura del fracaso. Sobre rocas, escombros y otras derrotas espaciales, Festina, Ciudad de México, 2022, 98 pp.


Da gusto encontrarse con libros que no responden a la hegemonía del ensayo esteticista que domina el campo literario mexicano. La mayoría de los volúmenes ensayísticos que produce el sistema cultural del país (a través de becas, premios, estancias…) son textos bien escritos; algunos de ellos muestran, de hecho, sofisticados recursos estéticos, pero en la mayoría de los casos no se manifiestan particularmente interesados en poner en el centro una reflexión crítica que problematice el presente. Quizá esto se deba a que la literatura se ha vuelto, cada vez más, una cuestión de estatus que se dirime en el mercado y en las redes sociales; acaso solo sea un síntoma del descrédito que ha sufrido la crítica (no solo literaria), o tal vez se derive de la desconexión de la literatura respecto a otros saberes y respecto a las más diversas problemáticas que recorren la esfera pública. El hecho es que el ensayo estilo Torri aparece una y otra vez, aquí y allá, como si fuese una novedad o tuviese la potencia crítica que tuvo cuando apareció, ligero e irreverente, hace muchas décadas, en el momento en que dominaba el ensayo cívico cultural. Se ha vuelto tan hegemónica esta forma del ensayo que desde 2011 se oficializó (las convocatorias del FONCA lo nombran “ensayo creativo”), haciendo que se vuelva más un género de entretenimiento que de pensamiento.

Así, se multiplican ante nuestros ojos demasiados ensayos, tenemos como nunca muchos libros que participan del género, pero la reflexión que problematice la realidad rara vez es el motor de su escritura. El problema no es la existencia del ensayo lúdico, informal, con fuerte presencia de la primera persona. Yo mismo disfruto, y mucho, leer libros cortados, muy hábilmente, con esas tijeras (Luigi Amara, Laura Sofía Rivero…). No estoy criticando a ciertos autores o a ciertas obras, sino planteando una problemática general. Lo que digo es que cuando el Estado y el mercado privilegian ciertas escrituras, lo hacen en detrimento de otras formas, y con ello sacrifican toda una serie de reflexiones críticas, cuyo sentido de urgencia y voluntad de intervención pública resultan sumamente valiosas. Por supuesto que hay excepciones muy importantes a lo anterior. Libros como Escritos para desocupados de Vivian Abenshushan o Los muertos indóciles de Cristina Rivera Garza van más allá de cualquier solipsismo, intentan escapar a la burbuja de privilegios de que suelen gozar los escritores reconocidos, y no se anquilosan en el purismo estético; en cambio, buscan interferir (a veces con suma beligerancia) en nuestra manera de vincularnos con el mundo. En la misma línea están los escritos de Yásnaya Elena A. Gil, Heriberto Yépez, Daniela Rea y Sergio González Rodríguez, entre otros. El libro Arquitectura del fracaso de Georgina Cebey puede ser agregado a esta lista de obras, cuyas escrituras no le confieren a la voluntad estética su finalidad última, sino que se constituyen como proyectos intelectuales muy significativos.

El libro de Cebey apareció por primera vez en 2017 editado por Tierra Adentro, tras ganar el Premio de Ensayo Joven José Vasconcelos. Recientemente se publicó una nueva versión gracias a Festina Publicaciones, la cual incluye un nuevo prólogo de la autora. El volumen está conformado por ocho ensayos que buscan llevar a cabo una lectura en torno a los imaginarios culturales de la ciudad de México, a partir de la reflexión sobre el diseño, la transformación y el uso cotidiano de ciertos espacios emblemáticos: la Torre Latinoamericana, el Metro Insurgentes, el Monumento a la Revolución, el Museo de Arte Moderno, el edificio Insurgentes 300, el Memorial a las Víctimas de la Violencia en México, la Cineteca Siglo XXI y la vivienda periférica. Utilizando los recursos de la microhistoria, Cebey plantea un recorrido que pueda ofrecer una imagen en negativo de los proyectos de modernización que ha impulsado el país y que se hallan encarnados en la arquitectura. Al hablar de monumentos malogrados, proyectos urbanísticos frustráneos, edificios maltrechos, espacios arquitectónicos reciclados, o remodelaciones urbanas contraproducentes, la autora denuncia los discursos demagógicos en torno a la modernización urbana y ofrece otras narrativas (más complejas y diversas) que las confeccionadas por la retórica oficial.

Esto lo lleva a cabo poniendo el acento en la dimensión humana que han adquirido los espacios más allá del proyecto con el que fueron concebidos. De ahí que, por momentos, los ensayos se asimilen a la crónica, incorporando frases y voces de personas que cuentan sus experiencias citadinas, o momentos narrativos en los que se describe lo observado, algunos recorridos, así como los modos de ocupar ciertos lugares, para enseguida recuperar el tono reflexivo y meditar en torno al sentido que sus habitantes les otorgan y los afectos e imaginarios que los atraviesan. En esta habilidad para vincular información, hipótesis, observación participante, escritura con tintes estéticos y vida cotidiana, resuenan las obras de Beatriz Sarlo, Walter Benjamin, Carlos Monsiváis y Michel de Certeau. También de ahí las intenciones disidentes de la lectura que lleva a cabo Cebey en torno a la ciudad. Contra la museificación de la historia (de la que se quejaba Ibargüengoitia), la autora da prioridad a la experiencia concreta, a la memoria colectiva, a la diversidad de perspectivas y a las metamorfosis que han sufrido los espacios (“la arquitectura es espacio, pero también es tiempo”). Por ello, la resignificación de los lugares, la condición transitoria de la urbe y su heterogeneidad simbólica se vuelven vislumbres meritorias que resaltan en la mirada que propone la obra.

Tales aspectos están remarcados a través de ciertos recursos como la estructura fragmentaria de los ensayos, las anáforas con las que se inician algunos de ellos (“Ésta es la historia de un monumento. Ésta es una historia de muchas historias de un monumento que no siempre fue un monumento. Ésta es…”) o la apelación constante al aforismo (“Un edificio es un cuerpo, pero su alma es las personas que lo habitan”, “En el metro mexicano se viaja en pretérito”, “La ciudad, antes que cruce de calles, es un cruce de tiempos”, “Los edificios que ya no existen son como las extremidades de los humanos que, una vez amputadas, todavía se sienten”). Podría decirse que fragmento, reiteración y sentencia representan algunos de los modos, diversos y contradictorios, con que se ha imaginado la urbe (en tanto erosión de tradiciones, voluntad de sobrevivencia y dictado centralista de la nación). No obstante, es importante decir que la estructura fragmentaria de los textos no simplifica la interpretación, ni le impide a Cebey hacer un retrato de la ciudad con matices complejos. Si cada ensayo está concentrado en un espacio arquitectónico, eso no lo aísla del entramado urbano, el cual aparece como un mapa en donde también se pueden discernir, a través de líneas de contacto, otros lugares como el Monumento a la Madre, el Auditorio Nacional, el conjunto Nonoalco-Tlatelolco, Chapultepec o la Bolsa de valores.

Como todo buen libro de ensayos, este denota mucha autoconciencia sobre sus búsquedas reflexivas, lo que le permite dar coherencia al proyecto implícito de narrar espacialmente la historia reciente del país. En un momento dado la ensayista se pregunta “¿cómo pasar del dato al relato?”. Una de las respuestas que encuentra consiste en el diálogo con diversos referentes, algunos de ellos visuales (películas, fotografías, esculturas, canciones, otros textos), que le permiten profundizar en los imaginarios con que la urbe se reproduce, en las bases discursivas del nacionalismo y en sus entramados políticos e ideológicos. En ese sentido, el libro puede leerse como un desenmascaramiento de la retórica en torno al progreso y el desarrollismo, en la medida en que las fantasías de modernidad del pasado se quiebran a la hora de ser confrontadas con ese espejo roto que son las realidades e imaginarios del presente.

En esta historia cultural de la ciudad de México, las fantasías modernizadoras muestran su verdadero rostro inscrito en las fantasías del desastre en que se convirtieron. La Torre Latinoamericana sepultó su intención cosmopolita en la realidad de volverse simple souvenir turístico. El Metro Insurgentes, más que “fuerza civilizadora”, se volvió un “desconcierto temporal”. El Monumento a la Revolución nunca fue el palacio imaginado para la autocelebración del poder, sino una expresión del melodrama colectivo. El Museo de Arte Moderno constituye un animal vencido, proyecto inacabado y contradictorio de modernidad. El edificio Insurgentes 300 no logró acoplarse a los nuevos tiempos y se volvió un espectro, el “bastardo de la arquitectura”. El Memorial de las Víctimas de la Violencia en México no fue sino oportunismo político disfrazado de buenas intenciones. La Cineteca Nacional perdió su singularidad para volverse un espacio genérico “con apariencia de aeropuerto”. Y la vivienda social periférica muestra, desde hace décadas, los efectos de la gentrificación, el fin del ascenso social y la caducidad de las nociones de habitabilidad, permanencia y ciudadanía plena. De ahí el título del libro: Arquitectura del fracaso es una radiografía de la crisis del estado benefactor, un diagnóstico sobre la caducidad de las ficciones colectivas del pasado y una reflexión sobre los límites de la modernización en tiempos en que el neoliberalismo se ha vuelto la única arena donde se dirimen las relaciones entre globalidad y tradiciones, memoria e historia, Estado y expresión artística. Por lo demás, del diagnóstico de Cebey también puede inferirse la crítica a toda una clase letrada (de arquitectos) que sustentó la idea de modernización sin cortapisas y cuya ceguera, derivada de sus propios privilegios, les impidió prever los modos en que sus proyectos legitimaban ideas de nación y de cambio social muy estrechas.

Por eso digo que da gusto encontrarse con libros como este. Se trata de una obra que considero un ejemplo del ensayo que utiliza la escritura no como un fin en sí misma sino como un medio para pensar la realidad. En él, Cebey afirma: “El ensayo es la grafía del pensamiento. El ensayo es también reconciliación”. Es de celebrar que en un campo tan repleto de elitismos culturales exista quien todavía le vea usos políticos y socioculturales a la escritura. Quizá en esa búsqueda por reconectar lo estético con diversos saberes y con la esfera de lo público podamos comenzar a rastrear (sin ingenuidad ni superioridades y más allá del “sálvese quien pueda”), algún punto de fuga, ciertas salidas y respuestas colectivas a lo que llamamos ya por inercia “crisis urbana”, ese laberinto que sufrimos, una y otra y otra vez, todos los días.

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