Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Eduardo Mitre, A cántaros, Pre-textos, Valencia, 2021, 84 pp.


Es difícil imaginar un libro que —atravesado de principio a fin por la nostalgia— carezca de nostalgia y de las expresiones con las que habitualmente la asociamos; un libro en donde la memoria, la evocación continua de lo que ya no está o lo que se ha perdido, no involucre un resabio de la eterna miseria en que consiste (según dijo Piñera en La isla en peso) “el acto de recordar”. Más difícil aún, por su infrecuencia, es que el libro en cuestión se desarrolle en verso y que su autor, bordeando la sirena del discurso afligido, decida hacerle frente a los recuerdos —a la vida vivida y hasta a lo inevitable— más como permanencia que como la antesala del olvido.

            Ya desde Mirabilia (1978), Eduardo Mitre supo dar testimonio de lo que significa asumir en poesía una actitud gozosa, arrostrando —como expresó algún crítico— “con júbilo y ternura la contingencia de los tiempos”. Cuarenta años después, esa misma actitud se verifica, concediendo a las páginas de A cántaros (su más reciente libro de poemas) la rara facultad de la alegría, aun cuando por sus márgenes desfilen los fantasmas y el resquemor del tiempo que se ceba en las cosas —y en los mejores años— de los hombres.

            Alegría, por supuesto, quiere decir prodigio; sacar a relucir lo que no está a la vista por el hecho de ser demasiado evidente. He allí una de las claves de la poesía de Mitre y también del milagro que ha sido desde siempre la forma de mirar de los poetas. Por sobre las certezas que nos granjea la muerte, la réplica del verso instaura el sobresalto de lo cotidiano. Y por esta razón, los ausentes regresan de su sueño perpetuo, se sientan a la mesa del recuerdo y beben o discurren como si no existiera misterio de por medio; o como si el misterio no fuera nada más que un aquí y un ahora tan fugaz y accesible como la gratitud:

Es extraño que ahora,

al cabo de tantos años

su imagen se siente a mi lado

en un banco de la vejez.

Aunque de haber misterio

no hay tal

sino la gratitud

por haberlo conocido,

y este instante

que vuelve a reunirnos

y a disiparse

sin decirnos adiós.

A cántaros es un libro de mermas infinitas. Por eso en su estructura, tan próxima a la vida, hay algo de inminencia y de fascinación. El discurso elegiaco —como después el tiempo o la melancolía— desarrolla una imagen del porvenir del hombre, siempre supeditado a la íntima certeza del final. El canto que así se alza no es solo por los muertos, pues se extiende también a aspectos más cercanos a la vitalidad de quien enuncia y, por imantación, a lo que el hombre pierde frente al tiempo que esquilma en la raíz de la hermosura:

…yo solo quería decir

que hay un instante

en que uno mira nevar

y de pronto cae en la cuenta

de que ya todo lo que hace

no es mucho antes de morir.

Y que eso ha de llegar

en un abrir y cerrar de ojos

y en un solo lugar […]

—¡Ay, amor, cómo nos veja

la cruel nevada del tiempo!

Con todo, por más que lo parezca, no hay un lamento fúnebre, sino, en todo caso, una poesía que acata de buen grado el orden natural del universo, que se mueve con él y lo resiste para, más que nombrarlo, comprenderlo. Y esa actitud vital, compuesta de sentir y de apurar el vaso hasta las heces, es lo que la separa del ánimo sombrío, aun cuando la vejez, el dolor o la fatalidad, sean presencias palmarias y acuciantes. Vida y muerte, vejez y juventud…, son misterios simbióticos, sin otras aporías que las consustanciales; de allí que su espesor —el de lo irremediable— sea un poco menos denso, dejando traslucir la tenue irradiación de una esperanza:

Y ahora que ella, mi hermana…

se halla expuesta al dolor

que asola sus huesos,

siento como una llaga

los versos que en el colegio

con desgano memorizaba:

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo…

Sin embargo, es ella misma

quien…

me infunde ánimo;

pues pintar con su mano

es encender una llama

frente al tiempo y la muerte

y, como su Artemis,

convertir arco y flecha

en una rama,

y devenir árbol.

Lo irreparable, como dijo una vez Gonzalo Rojas, es el hastío. Pero no si se opone la alegría del prodigio que es despertar a diario y descubrir, detrás de los cristales de una ventana en Brooklyn, que desaparecer es casi nada, apenas un susurro disuelto en el fragor de una vida que nunca se detiene. No hay actitud más clara ni ánimo más resulto a celebrar la empresa de estar vivo, que los que da asomarse a todos los “horrores de este mundo” sabiendo que detrás va siempre la mañana, y que esa sucesión da sentido al enigma de ser hombre, de todavía apartar —entre tantas miserias— “con ímpetu / la sábana diaria de la resurrección”:

A ella me asomo cada mañana

(no hay mejor puerta de entrada al día)

como a la primera línea

de una nueva página […]

Mi ventana es una diaria epifanía,

y cada noche, apenas entro en el sueño,

se cubre de luto y llora en silencio

los perpetuos horrores de este mundo.

Mitre, como lo corroboran sus poemas y sus críticos, se mueve entre la diáspora y la permanencia. Detrás, como una patria abierta, el recuerdo de tiempos y rostros conocidos se afana en devenir eternidad. Por eso en este libro, en donde se percibe con mayor nitidez la conciencia del fin (“Ahora confundo sus nombres / y no recuerdo bien sus caras / mi memoria se ha vuelto la pizarra / que al final de cada clase borraba”), dicha patria es el nexo que concilia lo lejano y lo próximo, lo que ya se ha marchado y lo que se está yendo (“Desandar la senda del tiempo / hasta que el niño que fui / vuelva su mirada hacia mí / y me reconozca de viejo”). Esa es la eternidad de lo perdido: regresar y fundar, sin nostalgia o memoria,

…el aquí y el ahora…

que dura un parpadeo

aunque no acaba,

ya que apenas pasa

renace como el deseo.

Se trata, entonces, de habitar este mundo no desde la memoria sino desde un presente compuesto de palabras en las que se refracta la huella del pasado (“Pero mejor no mirar hacia atrás / sino a la ventana / a las nubes que pasan… a la ardilla que aparece / y desaparece —rápida / como un golpe de suerte / o la puñalada de la desgracia”). De aprender a quedarse y a marcharse también sin otra libertad que esas mismas palabras, sin otro privilegio “que tener una mano / que desde niña / se columpia en las palabras”.  Por supuesto, es un consuelo exiguo frente a lo inexorable pero basta a quien solo quiere “seguir andando”, “apuntando / bajo el sol o la lluvia: / el aquí, / el ahora”.  

Publicar un comentario