Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Verónica Murguía, El ángel de Nicolás, Ediciones Era, Ciudad de México, 2024, 95 pp.


Verónica Murguía siempre estuvo destinada a las letras. En Una infancia normal, nos relata su aversión por las ciencias; en cambio, debido a una enfermedad en la columna que le impidió salir a divertirse como el resto de los niños, desarrolló un gusto por la lectura, que fue alimentado por abuela: “mi abuela fue la madre serena que me hizo falta, el librero hizo las veces de padre y lo digo con agradecimiento porque el azar los puso cerca de mi, a mi abuela llena de amor y al librero atestado de libros”. Son sus primeras lecturas las que moldearon sus intereses, y posteriormente, influyeron en su estilo y dirección como escritora: la Biblia y libros sobre mitologia general. Fue, acaso, la curiosidad con la que abordó cada uno de estos, más con actitud de cuestionamiento que con ciega devoción religiosa, lo que la llevó a estudiar Historia en la UNAM y a basar gran parte de su literatura en la escritura de mitos y acontecimientos históricos.

Munguía se describe a sí misma como una “escritora tardía”, pues su carrera comenzó a los veinticocho años. Sin embargo, esto no le ha impedido contar con una obra amplia y variada que abarca el cuento, la novela, la traducción y el artículo periodístico. Sobresalen su novela Loba (Premio de Literatura Juvenil “Gran Angular”, 2013), Auliya, Ladridos y conjuros y El cuarto jinete.

Todos los cuentos que conforman El ángel de Nicolás, reeditado en 2024 por Ediciones Era, están conectados a través de la mitología: árabe, judeocristiana y griega. La divinidad, también presente en muchos de los cuentos, juega un papel protagonista. Comenzando con “El idioma del Paraíso”, donde se relata el cruel experimento que el emperador Federico II llevó a cabo para descubrir cuál era el idioma hablado originalmente por los primeros humanos, antes de su corrupción gracias a la Torre de Babel. El relato sigue la historia de una de las nodrizas encargadas de cuidar a uno de los doce bebés que serían sometidos al silencio total, pensando que de esta manera el idioma que hablarían sería el original de Dios. Tras el fatídico desenlace de la historia, la protagonista llega a una reflexión sobre el idioma natural de los hombres, las lágrimas, y el de Dios, el amor:

Creo saber cuál es el idioma que el emperador Federico —¡ojalá esté ardiendo en el Infierno! — quería conocer. Cualquier palabra, en cualquier lengua, dicha amorosamente, desciende de ese idioma. Tal vez el amor con el que Dios le habló a Adán antes de la expulsión del Edén sea el verdadero idioma del Paraíso, y sus ecos resuenan débilmente en las torpes palabras de amor que proferimos con nuestras bocas imperfectas.

Relatos como “Mutanabbi”, que se basa en los últimos momentos del famoso poeta árabe; «El ángel de Nicolás», en el que un ángel se aparece a un guerrero para mostrarle en visión la derrota del Imperio Bizantino a manos de los búlgaros, como una especie de venganza por las atrocidades cometidas en guerra por los bizantinos apenas unos minutos antes, y “El converso”, que narra la resistencia del líder frisón Radbod a convertirse al cristianismo, ejemplifican el estilo característico de la autora de combinar elementos históricos y ficticios para explorar estos acontecimientos desde otras perspectivas, permitiendo al lector conectar con diferentes culturas y experimentar los mitos de manera más cercana.

Dos cuentos que llamaron especialmente mi atención, ya que en ellos queda en evidencia la complejidad con la que construye a sus personajes, fueron “La piedra” y “La mujer de Lot”. En ambos casos, Murguía parece querer reivindicar la figura de las protagonistas: Herodías, principal culpable de la decapitación de Juan el Bautista, y la esposa de Lot, convertida en estatua de sal en la historia bíblica, con quienes la tradición judeocristiana ha sido especialmente dura. Vistas como símbolo de ambición, rebeldía y perversión, la autora les da voz, sentimientos y pensamientos que nos permiten entender sus motivaciones y nos hacen empatizar con ellas. En el caso de Herodías, el miedo de perder a su marido, Herodes, gracias a los reclamos del profeta; en el caso de la mujer de Lot, la nostalgia: “Quise que lo último que vieran mis ojos fuera el lugar en el que lo amé, aunque mi corazón estuviera convertido en polvo y cenizas. Por eso me volví”.

En cambio, “Marsias”, relato que cierra el libro, nos da una visión más pesimista de esa divinidad presente a lo largo de todas historias. En él, un retraído pastor de ovejas encuentra un instrumento de viento que perteneció a Atenea, con el que aprende a conectar con la naturaleza de una forma casi divina. Sin embargo, la fealdad física del protagonista impide a los dioses sentirse honrados con las ofrendas que este les dedica. De principio a fin, esta historia retrata la vulnerabilidad de los humanos ante a la ferocidad característica de los dioses.

El ángel de Nicolás es una lectura breve, pero profunda. Evidencia el estilo de Murguía: una escritura cuidadosa y concisa, muy consciente, que reflexiona en cada una de las palabras utilizadas. Por otro lado, a pesar de que sin un conocimiento previo de las historias que se desarrollan en cada uno de los cuentos es posible disfrutar y reconocer la belleza del relato, es verdad que la complejidad de la historia y los mitos que la envuelven no puede caber en unas pocas hojas, por lo que diría que este libro también invita a una búsqueda más exhaustiva de cada uno de los mitos narrados en él, para comprenderlos más cabalmente, sin dejar nada suelto.

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