Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Ariana Harwicz, El ruido de una época, Gatopardo Ediciones, Barcelona, 2023, 172 pp.


No hay que creer todo lo que se avista y, sin embargo, planeando sobre El ruido de una época, como si fuera un baúl-mundo, picoteamos buena parte de su sentido. La edición de Gatopardo reproduce en su portada una sección de la partitura de las Variaciones Goldberg anotada por Glenn Gould. La variación (tanto en una composición artística como en la vida) se basa en una sucesión de repeticiones sobre un mismo asunto, aunque alterándolo en mayor o menor medida. Ariana Harwicz (autora argentina, nacida en 1977, y afincada en la campiña gala) trabaja en este ensayo con variaciones sobre dos temas: su hartazgo ante el poder omnívoro de lo políticamente correcto en el reino de lo literario y su necesidad vital de escribir.

El libro arranca con una “Nota de la autora”, a manera de proemio, cuya primera frase supone una declaración de principios: “Si algún sentido tiene este libro, es el de afirmar la necesidad de la paradoja”. Pocas páginas después, Ariana Harwicz apunta: “Lo mejor que le podría pasar a un artista es asumir sus contradicciones, su doble cara, su doble moral”. Por fortuna, esta escritora predica con el ejemplo y no esconde sus contradicciones: podría dictar cátedra –es apasionada y vehemente– para dinamitarla después sin pestañear.

El ruido de una época se divide en tres secciones: “La escritura adoctrinada”, “Ak-Ah” y “El escritor aparenta ser un moribundo”. Bajo el primer epígrafe, Ariana Harwicz reúne sesenta y ocho aforismos, máximas al estilo de alguno de sus grandes maestros: Nietzsche, Oscar Wilde, Omar Khayam, Cioran. Desde las primeras sentencias se arremanga para despeinar a los más tibios con sus frases-daga: “Escribir sin ofender a nadie es un oxímoron” o “Lo políticamente correcto es la gangrena del arte de este siglo” o “Los mayores enemigos del escritor: la profesionalización y la impostura” o “El mercado literario es la hipérbole de la doble moral” o “Esta época lee mal porque lee desde la identidad”. Puedes entrar en el mundo de Ariana Harwicz, o puedes no hacerlo, pero su radical afecto por lo literario señala y cuestiona a quienes se pavonean con las plumas del buenismo, a los que acceden a todos los desmadres del mercado editorial; y a aquellos que se posicionan política y (ay) moralmente sobre un nicho de lectores (consumidores) que comen de la mano de quienes les dan de leer.

Ariana Harwicz abomina de lo anterior. Por eso, rinde homenaje a muchos escritores que crearon a contrapelo, insobornables, libres a la hora de diseminar sus palabras y sus silencios, enemigos feroces de las etiquetas, de las clasificaciones, de las imposiciones de los marchantes del arte (literario) y de los intrigantes políticos. Recuerda Harwicz a Franz Kafka, quien era Literatura y, como tal, se aferró a ella con los dientes. De él, entresaca la siguiente cita: “Somos capaces de vivir porque mentimos. Escribir es ver cuán inocentemente culpables somos. La literatura es el comercio con los fantasmas. La literatura es el lugar de lo imposible y, ante todo, escribir es sustituir la Ley”. Se establece una batalla entre lo genuino, que no mira a nada ni nadie, versus las premisas antiliterarias que prevalecen estos días: “De nada vale un concurso que ofrece dinero como ‘estímulo económico’ si las obras tienen que cumplir con requisitos como ‘no contenido agresivo, no atentar a la moral, no ofender, no palabras obscenas, etc.’. Ellos les piden que acepten, en las cláusulas del concurso, la muerte de la escritura de los aspirantes a escritores”.

Frente a los que se dejan la piel por una coma (léase Wilde o Cioran), una nueva generación de autores “trabajan en su imagen política, trabajan para caer bien. En definitiva, este siglo nos regala a escritores que odian escribir, y a cantantes que odian cantar, con fans que odian sus libros y sus canciones”. Glup. Aunque no soy de la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, ni de que el arribismo en los salones literarios sea un fenómeno reciente, concedo que el monstruo del postureo libresco ha engordado en los últimos tiempos y ha orillado a los márgenes a quienes trabajan con la pasión de los clásicos. Por fortuna, desde el abismo se escribe de veras. Como dijo Faulkner, en una cita reproducida por Ariana Harwicz: “El que quiere ser escritor piensa en el lector, en el público. El que quiere escribir, solo escribe”.

El segundo apartado de El ruido de una época contiene el intercambio epistolar (electrónico) entre la autora y el traductor chileno Adan Kovacsics: trece correos escritos entre 2021 y 2023, que ahondan en los temas ya expuestos desde los aforismos anteriores. Es decir, una nueva variación donde ya no solo se altera lo que se dice, sino también quién lo dice y desde dónde. Sin embargo, y aunque las reflexiones en torno a la traducción, la música, la literatura, la sociedad negacionista que nos ha tocado en suerte, y las breves alusiones a la vida personal de la escritora, resultan de interés y “ad hoc” con el primer apartado, como lectora insidiosa en busca de contradicciones (lectura sesgada, lo sé), dudo sobre si el epígrafe “Ak-Ah” se concibió desde un principio como parte de la obra o, más bien, se añadió a posteriori, como requerimiento del editor para publicar un volumen de mayor extensión. Cuando una obra, como la de Ariana Harwicz, se alimenta de fragmentos, y coquetea con la idea del centón, resulta difícil determinar si la estructura se debe enteramente a la concepción artística o si, por el contrario, se ha terminado realizando alguna concesión a la libricidad y al mercado. ¿Contradicción? No importa. Quién sabe si finalmente terminaremos distinguiendo un buen texto de un gólem literario, realizado por Inteligencia Artificial, por esa cualidad tan humana y artística de decir y desdecir, de coquetear con una aparente verdad y abrazarse a una estimulante mentira. La contradicción y las paradojas vienen a salvarnos.

Por cierto, Adan Kovacsics, el hombre con quien intercambia correos en esta segunda parte, es, como se indica en una nota al pie, el traductor de genios como el ya citado Franz Kafka, Elías Canetti, Arthur Schnitzler, Karl Klaus, Stefan Zweig e Imre Kertész, entre otros. “Siempre me pareció –le escribe Adan a Ariana– que un pianista era igual que un traductor”. Aunque no le nombran en ningún momento, hay algo en este libro que remite a Pascal Quignard. No es solo la melomanía, sino la necesidad de componer literatura musical o música literaria, y de reivindicar, en ambos casos, el valor inaudito del silencio. Confiesa Ariana Harwicz en una de sus cartas: “Sí, es cierto, escribir consiste en no escribir también, en la no palabra, en la contraescritura. En el sacrificio de no escribir. En el silencio. Nadie te pregunta eso cuando se publica una novela, sin embargo es casi lo esencial”.

Espero no revelar demasiado si reproduzco en este punto la frase que cierra la tercera sección del libro, “El escritor aparenta ser un moribundo”, y que enlaza perfectamente con todo lo anterior: “Estoy segura de que eso –ese silencio de las manos suspendidas sobre las teclas– es escribir”. Este epígrafe final lo conforman veinte textos, en un engranaje colaborativo. A pie de página, se nos informa que algunos están escritos en colaboración con Sol Pérez, cuatro de ellos, y otros tantos con Ariana Sáenz Espinosa. Las variaciones sobre los dos temas que apunté al principio se multiplican en estas páginas. Sobre la escritura como necesidad vital, aparecen más formulaciones de la misma idea: “Si la pasión por la literatura es fanatismo, mejor. Es aberrante que la pasión no esté de moda”. ¿Por qué El ruido de una época? La autora nos lo revela: “El ruido de una época define el relato que hacen los muertos a los vivos y los muertos a los muertos, de tumba a tumba, de libro a libro. Y define a sus poetas, a sus músicos […] El ruido de una época define las declaraciones de pasión, sus variaciones, como un poema cien veces releído”.

Este último apartado empieza con artillería pesada, un antidecálogo, cuyo décimo punto insiste en no dejar títere con cabeza entre quienes abogan por hacer de la literatura un territorio amable para los corderos sumisos: “ADOCTRINAR, EDUCAR, IDEOLOGIZAR. Hoy, las obras abren paraguas y aclaran que son inclusivas, que son pro diversidad sexual, identitaria, étnica, etc. Lo que tenía de perturbador el arte en décadas anteriores es que no sabías que estaba leyendo a un antimoralista, a un libertario, a un anarquista, a un revolucionario, a una bisexual, o a un antisistema, hasta que lo leías”. Irreprochable argumento, siempre y cuando lo “antiwoke” no venga a imponer un nuevo camino identitario, con gurús y fanáticos de esta nueva causa, y con la inevitable paradoja rondando: la rebeldía que termina en sumisión; los rebeldes que acallan otras rebeldías: el mismo collar para distinto perro.

Si comencé esta reseña con una lectura de la portada, la cierro con la reproducción de parte del texto impreso en la contraportada, seleccionado por los editores, y supongo que con el beneplácito de la autora: “Me han llamado al orden por no adecuar mi habla al uso actual. Me han dicho que lo que digo es violento, ofensivo, por el modo en que lo digo, es decir, que la lengua que hablo es la culpable de la ofensa. Me pregunto cómo hacer para señalar la violencia de quienes sí adaptaron su diccionario y su lengua a este tiempo, de quienes impugnan los usos de la lengua que no se adaptan a su ideología”.

Este es un libro contra las prótesis morales en el arte. Contra la sumisión.  

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