Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Lila Avilés, Tótem, México, 2023.


Tótem el segundo largometraje escrito y dirigido por la cineasta mexicana Lila Avilés, transcurre a lo largo de un día y documenta las preparaciones para la fiesta de cumpleaños de Tonatiuh (interpretado por Mateo García Elizondo), a quien llaman Tona la mayor parte de la película. El filme inicia con una escena entre la protagonista, Sol (Naíma Sentíes) —hija de Tona— y su madre, Lucía (Iazua Larios), en un baño público. Lucía es actriz. Ella y Sol van en camino a la casa de la familia de Tona, donde se llevará a cabo la fiesta, un amplio hogar con un enorme jardín y una multitud de animales: gatos, perros, loros; pronto llegará un pez, un regalo para Sol por parte de su tío Napo (Juan Francisco Maldonado). La directora también se detiene a observar a los insectos, caracoles, etc., que comparten el espacio de la pantalla con los actores humanos. Al pasar por un puente, madre e hija sostienen el aliento y piden un deseo. Sol revela el suyo: “Que mi papi no se muera”. El conflicto central de Tótem, por más que las digresiones de la narración formen una parte constitutiva del mundo de la película, está relacionado con la forma en que Sol pasa el día con el pensamiento de la situación en que se encuentra su padre, quien está en reposo en una habitación de la casa —la misma recámara donde dormía la abuela de Sol, quien falleció de cáncer— siendo atendido por una mujer llamada Cruz (Teresita Sánchez), a la vez su enfermera y quien le consigue, por medios ilícitos pero con el conocimiento de la familia, la morfina que le ayuda con el dolor de su enfermedad.

En Tótem, a través del personaje de Sol y la actuación de Sentíes —que es más que mero naturalismo o ingenuidad infantil; hay una inteligencia operando detrás de esas miradas y gestos; el rasgo distintivo del personaje es su curiosidad intelectual y emocional, a pesar de su actitud mayormente estoica, entendible y admirable dada la situación en que se encuentra a su edad—, estamos ante un retrato de la subjetividad infantil que en ningún momento cae en los reduccionismos a los que recurren la mayor parte de las películas mexicanas recientes (y no solo mexicanas), aún las realizadas por cineastas reconocidos por su visión estética y galardonados en festivales internacionales. En este sentido, es notable que Tótem llame a la mente no uno de los supuestos logros del cine nacional contemporáneo (pensemos en Carlos Reygadas y sus obras como Japón, Batalla en el cielo y Post tenebras lux, por no hablar de los proyectos de sus numerosos imitadores, dado que Reygadas, a su vez, no es más que un artista de collage que toma elementos del cine de Bruno Dumont principalmente, o, en una instancia de plagio directo, de Ordet de Carl Theodor Dreyer en la secuencia final de Stellet licht), sino La ciénaga (2001), el debut de la directora argentina Lucrecia Martel. Al igual que esta última obra, el filme de Avilés es una especie de tragicomedia —hay más elementos cómicos en La ciénaga, pero no están ausentes de Tótem, a pesar del planteamiento inicial y la omnipresencia de la mortalidad, no solo a través de la representación del sufrimiento físico de Tona sino también por el peso del pasado que es palpable a través de la escenografía y la puesta en escena de la realizadora —que reúne a un gran elenco y logra capturar lo frenético y desorientador que puede llegar a ser la vida cotidiana: personajes hablando por encima de otros; entradas y salidas del encuadre que desorientan al espectador; apodos y chistes privados que solo retrospectivamente cobran sentido, si es que lo que hacen. Estamos observando las interacciones íntimas de personas que llevan toda una vida conociéndose, un dato que muchos cineastas preferirían que olvidemos al ver sus obras. Lo que Avilés ha puesto frente a su cámara permite preguntarnos cómo entender el bien humano —tomando como punto de partida la definición clásica que da Aristóteles en el primer libro de la Ética Nicomáquea de la felicidad “como una actividad del alma de acuerdo con la virtud”—, cuando los discursos, es decir, las discusiones verbales entre los personajes de la película se interpretan a la luz de los hechos presentados o la facticidad radical de lo que podemos llamar la acción dramática de Tótem.

La mayor parte de los discursos relevantes en Tótem (no siempre verbales, sino que incluyen toda la gama de gesticulaciones corporales, aunque generalmente dan lugar a alguna plática posterior, sea de forma inmediata o no) para abordar la cuestión precedente —la pregunta por el bien humano en el mundo de la película— son aquellos que esclarecen o desvelan una cosmovisión. En lo que sigue emplearé el término “concepción del mundo” como sinónimo de “cosmovisión”, en el sentido desarrollado por el filósofo alemán de finales del siglo XIX y principios del XX, Wilhelm Dilthey, en las traducciones al español realizadas por Eugenio Ímaz. En el texto “Los tipos de concepción del mundo y su desarrollo en los sistemas metafísicos”, que forma parte del volumen Teoría de la concepción del mundo, Dilthey inicia hablando acerca de lo que denomina la pugna entre los sistemas, es decir, el enorme abismo existente, desde el punto de vista de la conciencia histórica, entre la variedad infinita de los sistemas filosóficos —dicho de otra manera: la materia de estudio de la historia de la filosofía o las opiniones de los filósofos a lo largo de la historia; al hablar de Tótem, estamos tomando el término de cosmovisión en un sentido más amplio que no solo incluye sistemas filosóficos, sino también sabidurías no occidentales, dando lugar a un pluralismo de fuentes ontológicas de sentido para la vida humana— y la pretensión a la universalidad de cada uno de ellos (bajo cierta configuración de la filosofía como conocimiento universal o absoluto, claro está, que puede o no ser constitutiva de todas las visiones del mundo, que, por lo tanto, emplearían otros criterios de demarcación). Esta situación caótica e irreductible evidenciada por la historia, dice Dilthey, “refuerza mejor que cualquier demostración sistemática el espíritu escéptico”, es decir, en última instancia, un relativismo frente a tal variedad de concepciones del mundo o cosmovisiones rivales. Es precisamente contra este espíritu escéptico que Dilthey va a elaborar su concepto de la estructura de la concepción del mundo. La propia conciencia histórica, que es la que le revela al hombre la cantidad enorme de intentos que se han hecho “para fundar científicamente la conexión de las cosas, para representarla poéticamente o para predicarla religiosamente” apunta, para el autor, hacia la necesidad de tomar como punto de partida de cualquier filosofía o cosmovisión, no el contenido de la misma, sino las formas o estructuras psicológicas e históricas en las que se presenta tal contenido, que pueden coincidir en muchos aspectos a través de la historia y sin embargo dar lugar a una concepción del mundo distinta. Habría, por lo tanto, la posibilidad de un diálogo fructífero entre cosmovisiones, no una mera cacofonía de discursos contradictorios que se cancelan entre sí.

Volviendo a Tótem de Avilés: Roberto (Alberto Amador), el padre de Tona, es psicólogo o psiquiatra —tiene su consultorio en el hogar familiar—, representante en este sentido de una cosmovisión occidental: ve con desdén o enojo cuando una de sus hijas, Alejandra (Marisol Gasé), trae a la casa a una curandera para llevar a cabo rituales de limpieza, que Roberto califica de “satanerías”. Cuando llega Napo a la fiesta, este los invita a realizar una terapia cuántica (que consiste en poco más que mantener los ojos cerrados y tratar de estar atento a la energía con vistas a direccionarla a la sanación del enfermo por medio de buenos pensamientos), donde tampoco participa el patriarca de la familia. Aproximadamente la mitad de la película está compuesta de las preparaciones para la fiesta y la otra mitad es el festejo en sí. En la fiesta, algunos amigos o colegas de Tona, quien es pintor, discurren sobre diferentes interpretaciones de su nombre, Tonatiuh. Su maestro señala lo extraño que es ver a un “güerito” llamado así, a la vez que pronuncia lo siguiente: “Pero, realmente, hay una parte luminosa del sol. Porque hay un sol del inframundo. Los lacandones dicen que el jaguar camina. En este momento, está caminando. Es el sol nocturno. Pero hay un sol, el sol que brilla. Y, aunque sea un sol de mediodía, no teme a la decadencia. Ilumina sin tristeza hacia el atardecer”.

Si la raíz última de toda concepción del mundo o cosmovisión es la vida, y el conocimiento de esta surge a través de experiencias de vida, ¿habrá otra característica de estas experiencias de vida que nos ayude a entender la formación de las cosmovisiones? Dilthey, en el apartado del texto citado que habla de la ley formativa de las concepciones del mundo, hace referencia a “impresiones fuertes”, es decir, a experiencias vitales extremas como las que hemos visto tornarse cada vez más importantes dentro de la discusión filosófica en la época contemporánea (digamos, desde la muerte de Hegel en 1831): pensemos, para dar solo un ejemplo, en los análisis de Soren Kierkegaard, fuente de todo existencialismo posterior, en torno a conceptos como angustia, desesperación, temor y temblor, etc. Estas impresiones moldean el temple de ánimo del hombre y esta disposición vital a su vez constituye, para Dilthey, la primera capa para la formación de las concepciones del mundo. Es útil contraponer el discurso del maestro de Tona con un sermón del Maestro Eckhart llamado “El anillo del ser”, incluido en la antología de textos del místico alemán del siglo XIII compilada y traducida por Amador Vega Esquerra titulada El fruto de la nada, donde leemos: “Si el ángel se volviera hacia el conocimiento de las criaturas, se haría de noche. San Agustín dice: cuando los ángeles conocen las criaturas sin Dios, es una luz vespertina; pero si conocen las criaturas en Dios, entonces es una luz matutina. Cuando conocen a Dios tal como es, puro ser en sí mismo, es la luz del mediodía”. Estructuralmente, hay una gran afinidad entre las palabras del maestro de Tona y las del Maestro Eckhart: el papel que el sol juega en el discurso del primero es desempeñado por Dios en las palabras del segundo. No se trata, aquí, de querer borrar las diferencias o llegar a una nivelación que realmente sería una neutralización, es decir, un robo de la potencia de ambos discursos, sino de vincular ambas visiones al origen único de la vida, en particular a las impresiones fuertes de las que habla Dilthey. Directamente después de las palabras de Eckhart ya citadas, el místico continúa: “Yo digo: el hombre debería comprender y reconocer cuán noble es el ser. No hay criatura, por pequeña que sea, que no aspire al ser. Las orugas, cuando han caído de los árboles, trepan hasta lo alto de un muro hasta que han alcanzado su ser. Tan noble es el ser. Alabamos el morir en Dios para que nos restituya en un ser mejor que la vida: un ser en el que nuestra vida viva, en el que nuestra vida se convierta en ser. El hombre debería aceptar voluntariamente la muerte y morir, con el fin de que se le conceda un ser mejor”. La oruga, símbolo aquí para Eckhart de la universalidad de la aspiración o elevación hacia el ser (en última instancia, Dios en el caso de Eckhart; cierta iluminación para el maestro de Tona; la vida misma y su experiencia en palabras de Dilthey), no está ausente en Tótem: Sol las reúne y las sitúa, junto con otros insectos, sobre los cuadros que adornan los pasillos del hogar, pinturas que ella no reconoce porque antes colgaban las obras de su padre. Se le dirá a Sol que Tona quería que el pasillo luciera como cuando él era niño o tenía la edad de Sol, pero también veremos a Cruz entregar a su contacto varias pinturas, presuntamente de Tona, a cambio de la morfina que requiere como paliativo del dolor que su enfermedad le ocasiona.

Si nos preguntáramos, “¿cuál sería, tentativamente, la cosmovisión en la que más podríamos ubicar a la protagonista de la película, Sol?”, la primera respuesta, negativa, sería que no es ni la concepción occidental de su abuelo paterno ni la sabiduría maya que transmite el maestro de Tona. No cabe duda que es difícil hablar de una cosmovisión o concepción del mundo de una niña, pero podemos afirmar que ha sido moldeada, como ha dicho Dilthey, por su corta vida —“corta” en términos meramente cuantitativos, poniendo entre paréntesis o corchetes lo que el filósofo francés Henri Bergson calificaría como lo cualitativo de los datos inmediatos de la conciencia, citando el título de una de sus tesis doctorales de finales del siglo XIX, piedra angular de lo que Gilles Deleuze más tarde, en los años sesenta, llamará el bergsonismo aliado al concepto de la duración intensiva del tiempo (trabajado por Bergson en Materia y memoria, La evolución creadora, entre otras obras) y las experiencias de esta vida, en particular las impresiones fuertes cuya importancia ya ha subrayado Dilthey: concretamente, la enfermedad de su padre. Todo eso le adviene a Sol, lo padece, pero no agota su potencia o capacidad para actuar, como hemos apuntado al resaltar su inteligencia y curiosidad, una visión prácticamente carente de prejuicios que le permite, de cierta forma, ver las cosas como son, con claridad, cándidamente.

En su ensayo sobre “La diferencia entre la ética y una moral”, del libro Spinoza: Filosofía práctica, Deleuze señala que para hablar de Spinoza “es necesario […] comenzar con las tesis prácticas que hicieron del spinozismo piedra de escándalo. Estas tesis implican una triple denuncia: de la ‘conciencia’, de los ‘valores’ y de las ‘pasiones tristes’ ”. La distinción entre “acción” y “pasión” es central al análisis que hace Deleuze en este texto y es de gran ayuda para entender la situación en que se encuentra Sol en Tótem. Lo que Deleuze llama la desvalorización de la conciencia en beneficio del pensamiento pone en el contexto adecuado el padecimiento del padre de Sol: “Cuando un cuerpo ‘se encuentra con’ otro cuerpo distinto, o una idea con otra idea distinta, sucede o bien que las dos relaciones se componen formando un todo más poderoso, o bien que una de ellas descompone la otra y destruye la cohesión entre sus partes”. Aun así, siempre se trata de una interacción entre acción y pasión, así como la tesis spinozista del paralelismo entre cuerpo y alma constituye lo que ha sido llamado el materialismo del filósofo holandés de origen judío. La descomposición o destrucción, en todo caso, no es necesariamente total. Tampoco es que únicamente sea posible medirla en una escala binaria que va del 0 al 1 o de regreso (en caso de ser posible). Más bien, haciendo eco de lo que he citado del Maestro Eckhart en “El anillo del ser” (el autor francés no lo menciona), Deleuze escribe, más en el espíritu de Leibniz (sobre quien también publicó una monografía importante), que “el apetito no es más que esfuerzo por el que cada cosa se esfuerza en perseverar en su ser, cada cuerpo en la extensión, cada alma o cada idea en el pensamiento (conatus)”. Tona no carece de tal conatus y lo que transmite a Sol, en sus encuentros —que la niña quisiera que fueran más prolongados— es vitalidad, centralmente al entregarle (en su propio cumpleaños, padeciendo sí de una enfermedad gravísima) una nueva obra de arte, realizada por él, que incluye todos los animales favoritos de Sol. Tona, por su parte, recibirá una planta (¿se trata de un bonsái?) que el abuelo, hasta ese momento observando los acontecimientos desde cierta distancia y sin expresar muchas emociones alegres, ha ido trabajando por ocho años. El segundo punto del texto de Deleuze trata de la desvalorización de todos los valores, y principalmente del bien y del mal en beneficio de lo “bueno” y lo “malo”: “Lo bueno tiene lugar, para nosotros, cuando un cuerpo compone directamente su relación con la nuestra y aumenta nuestra potencia con parte de la suya, o con toda entera. Por ejemplo, un alimento. Lo malo tiene lugar, para nosotros, cuando un cuerpo descompone la relación del nuestro, aunque se componga luego con nuestras partes conforme a relaciones distintas a las que corresponden a nuestra esencia, como actúa un veneno que descompone la sangre”. El punto aquí es que todas las demás cosmovisiones o concepciones del mundo presentes en Tótem, ya sea que hablemos del análisis psicológico a que el abuelo es más adepto, de las prácticas de sanación espiritista efectuadas por la curandera o, por último, de las palabras conmovedoras del maestro de Tona sobre el sol que ilumina sin tristeza hacia el atardecer, por el mero hecho de ya estar establecidas (fundadas o fundamentadas en algún principio regidor), entrarían en lo que Deleuze llama Moral en su ensayo, a diferencia de la ética que él, siguiendo a Spinoza, defiende: “La ética, es decir, una tipología de los modos inmanentes de existencia, reemplaza la Moral, que refiere siempre la existencia a valores trascendentes […] La Ética […] sustituye la oposición de los valores (Bien-Mal) por la diferencia cualitativa de los modos de existencia (bueno-malo)”. La evidencia audiovisual plasmada en Tótem de las actividades de Sol a lo largo de la película apunta hacia un modo de actuar caracterizado por este punto de partida inmanente, casi táctil y eminentemente sensorial (algo para lo que el cine es especialmente hábil en transmitir), que da lugar al conocimiento, que, para Deleuze, la ley (moral o social) no permite: “La ley es siempre la instancia trascendente que determina la oposición de los valores Bien-Mal; el conocimiento, en cambio, es la potencia inmanente que determina la diferencia cualitativa entre los modos de existencia bueno-malo”.

El tercer y último punto del ensayo de Deleuze donde distingue entre la moral y una ética es tal vez el más crucial para aclarar la posible cosmovisión que se va forjando Sol (no conscientemente, o por lo menos no enteramente, como si se tratara de una tarea que tiene un principio y un fin establecido). El filósofo francés habla ahí de la desvalorización de todas las pasiones tristes en beneficio de la alegría. Es extraño, como he señalado desde la introducción, hablar de lo cómico (aún de tragicomedia) o de alegría en una película tan permeada de mortalidad, en particular por la enfermedad crítica del padre de Sol, pero no hay otra palabra que mejor describa muchos momentos de Tótem, en particular la representación musical bellamente realizada por Sol (montada sobre los hombros de su madre, quien está oculta bajo un abrigo largo) hacia el final de la película, portando la peluca multicolor que ha traído consigo todo el día, casi siempre en las manos.

Deleuze dice que “la Ética es necesariamente una ética de la alegría; solo la alegría vale, solo la alegría subsiste en la acción, y a ella y a su beatitud nos aproxima. La pasión triste siempre es propia de la impotencia”. No es una alegría que consiste en negar el lado trágico de la vida. Se trata, al contrario, de transfigurar esas pasiones tristes, tal y como vemos a Sol hacer en su tránsito por el mundo de la película al que Avilés hábilmente ha dado forma, de abajo hacia arriba, partiendo de lo más próximo o cercano. Es notable que, en los créditos finales, Avilés haya incluido un “agradecimiento especial por siempre a mi hija, que esta película sea como un mapa para que cuando nos enojemos o te sientas un poco perdida o aburrida, quizás te haga recordar algo. Te admiro, me divierto y te aprendo”. Es en ese plano de inmanencia descrito por Avilés tras la conclusión de su película —aquella vida donde, como escribía Dilthey, nos puede acechar el enojo, el aburrimiento o cosas peores— donde Sol habita y va formando su propia y nueva visión de las cosas, carente de las certezas que alimentan las cosmovisiones que no necesariamente descarta pero que tampoco puede aceptar inequívocamente. Teniendo en cuenta las dimensiones y las diferencias entre los “objetos” de los que estamos hablando, una película del año pasado y un texto canónico del siglo XVII, que marcó el inicio de la Ilustración radical, es innegable que lo que describe Deleuze al hablar de la Ética es también algo rastreable en las secuencias de Tótem: “Todo el camino de la Ética se hace en la inmanencia; pero la inmanencia es el inconsciente mismo y la conquista del inconsciente. La alegría ética corresponde a la afirmación especulativa”.

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