Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Veronica Raimo, Nada es verdad, Libros del Asteroide, Barcelona, 2023, 216 pp.


“Para mí, la creación literaria otorga la posibilidad de decir aquello que en el momento no has sabido decir. La escritura es ese lugar en el que sacarte esa espinita. Aunque sea en diferido. No es solo un lugar de libertad, sino también de utopía”, explica Veronica Raimo (Roma, 1978) en una entrevista. Se podría decir que Nada es verdad es justo eso: una oportunidad para que tanto la Veronica real como la ficticia —quienes comparten muchas afinidades pero, según Raimo, son completamente diferentes— no solo se liberen, sino que lo hagan a través de una narración auténtica, una que sea acorde a su presente, sea o no fiel a los hechos.

David Means afirmaba que tal vez todo lo que hacemos, en particular escribir historias, es un acto de omisión: una búsqueda constante por encontrar fórmulas que doten de sentido a algo que es increíblemente complejo. De la misma manera, Nada es verdad es un ejercicio de autoficción, donde la memoria y los recuerdos no son más que “fórmulas” cambiantes con las que hacer literatura y poder alcanzar, acaso, una pizca de entendimiento, de comprensión del mundo. En el corazón de la novela están Veronica y su familia, personajes ordinarios, plagados de manías y obsesiones, sujetos a su idiosincrasia. Por un lado, está una madre hiperaprensiva que no tolera la privacidad, un padre saturado de paranoias arbitrarias y un hermano mayor (también escritor) prácticamente perfecto y acreedor de casi toda la devoción materna. Por el otro, alienada pero indudablemente ligada a ellos, está Veronica (o Vero, Oca, Verika), quien narra sin pena ni gloria su juventud en un barrio de Roma, así como los vergonzosos e insólitos estragos de la convivencia familiar del día a día que, inevitablemente, acabaron por hacerla quien es. Desde la primera página, se sospecha que esta no será una novela que busque una redención generacional o justificación personal. Más bien, Raimo narra las cosas como son, o como las recuerda al momento de la creación de esta novela. Y es así como nos encontramos con una obra en la que no existen héroes ni villanos, sino personajes que abrazan lo extraño y desquiciante que puede llegar a ser crecer y formar parte del mundo y, específicamente, hacerlo al lado de la familia que nos tocó: “dicen que cuando en una familia nace un escritor esa familia está acabada. En realidad la familia saldrá adelante sin mayor problema, como siempre ha ocurrido desde la noche de los tiempos, mientras que quien acabará mal parado será el escritor en su desesperado intento de matar a madres, padres y hermanos, solo para volvérselos a encontrar inexorablemente vivos”. Es con esa misma honestidad desmedida y humor mordaz que Raimo se adentra en los momentos de su vida tan trágicos como irónicos que, al fin y al cabo, terminan por ser los que prevalecen en el lector. Y es por eso que después del funeral de su padre Veronica pasa horas dentro de un armario en Berlín “en la asfixia de un espacio que me recordaba a mi infancia”, evocando las numerosas paredes que su padre levantaba sin sentido alguno dentro de su piso de sesenta metros cuadrados. O la razón por la que, aunque su timidez patológica de la niñez le hacía reprimir toda su rabia, el tono de voz gritón de su padre —más bien, la cólera como “su estado permanente”— la hace sentir comprendida durante sus noches de insomnio en la adultez: “la ira me envuelve tan estrechamente como una manta de cachemira. Me siento arropada por la rabia de mis predecesores”.

El confinamiento físico y emocional de su juventud nos otorga a una protagonista casi desdibujada, que se reconoce a sí misma como un producto de la creación de sus antepasados. Veronica visualiza su existencia y su entorno en términos teatrales: sus recuerdos existen entre paneles y telones y su lugar en su familia es la consecuencia del “reparto de papeles” que le fue asignado. Por lo tanto, cuando su madre presentaba a Veronica y a su hermano a gente nueva, después de recitar las cualidades de genio de él —resolver ecuaciones y crucigramas altamente complejos, “poemas en octosílabos sobre las hazañas de Garibaldi”, entre muchas otras—, le gustaba adjudicarle a Veronica la afición por dibujar: “lo que ni siquiera era cierto, pero en cualquier caso, a falta de alguna genialidad desbordante, se había decidido que no se me daba mal el dibujo”. Raimo recuenta una niñez vivida entre las paredes levantadas por su padre y la abundancia de puertas corredoras sin cerradura: “era como vivir dentro de un decorado teatral, las habitaciones eran puramente nominales, simulaciones en beneficio de los espectadores”. Es tal vez esa niñez sin sentido de permanencia —tanto externa como interna— lo que ha causado que todas sus novelas hayan sido escritas en casas ajenas en Berlín y que, paradójicamente, casi solo logre percibirse en lo desconocido: “me encanta vivir en casas ajenas. Descubrir sus libros, sus discos, sus artilugios eróticos, los orgasmos de sus vecinos, usar sus champús, beber café en sus tazas. Es una sensación de extrañamiento que hace que me sienta yo misma. Al contrario que el diablo con sus ollas, siempre me he tomado al pie de la letra el dicho: ‘Intenta ponerte en los zapatos de los demás’. Me siento bien con esos zapatos, abro los armarios desconocidos y me pongo lo que encuentro. Me miro en el espejo y me reconozco”.

Para Raimo, parte de sobrevivir a una infancia confinada consistía en encontrar formas de subversión y, en eso, llegar a un cierto grado de autonomía. Su hermano —con sus dotes de genio— inventó un simple juego para mitigar las horas que pasaban encerrados y aburridos: lanzar un dado y anotar el número que salía. Como ambos eran fanáticos del cinco, Veronica vio como única respuesta posible hacer trampa. Así, ante el desconcierto de su hermano, que no sabía cómo ella era capaz de desafiar toda lógica estadística y siempre obtener el cinco ganador, Veronica se adentraba en el camino de la mentira como forma de resistencia: “y, en efecto, eso es lo que he hecho siempre en mi vida. Cada vez que me he sentido encerrada en un cuartito, dentro de un juego con reglas, no me he esforzado por escapar, sino por contaminar el raciocinio de la habitación y las reglas. Imaginando cosas falsas, diciéndolas, provocándolas, hasta el punto de creer en ellas. Hasta el punto de pensar que al tirar un dado siempre puede salir cinco, aunque no sirva absolutamente para nada”. Y se podría decir que sus mentiras no se fundamentaban tanto en el engaño o la credibilidad como en el poder de la autosugestión. Por eso, después de la lluvia de cumplidos que recibía cada vez que los invitados veían sus dos dibujos enmarcados y colgados en el pasillo —obras que se habría robado de la escuela donde trabajaba su mamá—, acabó por convencerse de que parte del mérito realmente era suyo, ya que ella había elegido qué cuadros eran dignos de robarse. O la razón por la que muchos años después, en la presentación de una de sus novelas en Cerdeña, cuando tuvo la mala idea de ir al baño una hora antes de salir a sabiendas de sus problemas de estreñimiento —sufrimiento que únicamente su difunto abuelo Peppino comprendía—, acabó por adjudicar su tardanza a su narcolepsia, o bueno, más bien, a la narcolepsia que padece otra versión de ella: “acabo convenciéndome de que no estoy mintiendo, de que existe una versión de mi vida en la que realmente sufro una narcolepsia incapacitante. Me prometo investigar sobre el tema en cuanto pueda”.

La manipulación de la verdad no solo es una herramienta que Veronica utiliza para su supervivencia personal, sino que más bien es casi un ritual para conducirse en sus relaciones interpersonales. Por un lado, nuestra protagonista confiesa haber escrito un diario simplemente porque sabía que, inevitablemente, su madre lo leería: “le regalaba una versión de mí misma para su uso y disfrute”. Por otro, Raimo apunta algo que pocas personas desearían admitir sobre la condición humana o la convivencia familiar: que todos saboteamos nuestra versión de la memoria en beneficio propio. Y es que, es en el acto de reconstruir los recuerdos y los hechos, por más insignificante que sean, donde tal vez habita una realidad más pura o, como mínimo, ideal: “siempre hemos manipulado la verdad como si fuera un ejercicio de estilo, la expresión más completa de nuestra identidad”.

Es casi al final que el lector se da cuenta de una invención más grande, una de la que hemos sido testigos durante el transcurso de la novela. Veronica narra cómo es que descubrió tres cartas dirigidas a su padre durante una “fuga de amor” a la casa que él había comprado en Ascoli. Las cartas eran de Rosa, una compañera del trabajo, y evidenciaban un engaño: “más que la banalidad de un ejecutivo tirándose a una colega, me decepcionó la banalidad de Rosa, su escritura remilgada, las metáforas trilladas, esa redaccioncita sobre el amor. Era una carta fea, no una carta obscena”. Sin embargo, capítulos más tarde, Veronica confiesa no poder “determinar el grado de invención” de las cartas de Rosa, sino que, más bien, esa Veronica veinteañera necesitaba esa traición: “había tomado las cartas de Rosa como la prueba que buscaba: el matrimonio entre mis padres era una farsa y podía sentirme liberada de mis responsabilidades como hija. Y necesitaba tanto esa prueba que probablemente acabé fabricándola”. Pero no solo la necesitaba para evitar ver a sus padres deprimidos y coléricos, sino para amortiguar el peso interno de esa mentira, del deseo que palpitaba en el coche durante el viaje a Ascoli, del futuro incierto: “Estaba a punto de coronar una fuga de amor. ¿Y después? Esa era la pregunta que me había llevado a concentrar el resto del día en aquel desvío epistolar. Me sentía angustiada por el ‘después’”. Y así es como Raimo termina por no confirmar si hubo un engaño o no, sino que se queda así, como una “verdad” que existió mientras se leía solo para terminar por nublarse de nuevo.  

Raimo nos entrega una novela irónicamente sincera y mordaz, donde la autoficción no busca absolver ni tampoco envilecer el entorno familiar. Más bien, abraza el hecho de que la memoria es, por su naturaleza, un ejercicio de autoficción en sí mismo. En Nada es verdad, los momentos vergonzosos y reflexivos existen a la par, pues ¿no es así como sobrellevamos el día a día? Aprehendiendo como se pueda el conocido “reír para no llorar”, Raimo admite que, así como la comedia, la invención es un recurso con el que intentamos encontrar aunque sea una pizca de comprensión, un recurso al que pretende aferrarse con todo lo que tiene: “si me preguntaran ahora qué puedo hacer, me sentiría igual de avergonzada que cuando tenía veinte años, pero si de algo me he dado cuenta desde entonces es de que temo a la verdad más que a la muerte”.

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