Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Sylvia Molloy, Animalia, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2022, 80 pp.


Comencé la lectura de Sylvia Molloy de manera fortuita, casi por azar, impulsada por el desvanecimiento paulatino de una persona amada. Al abrir la primera página de Desarticulaciones (2010), me encontré con las siguientes líneas: “Tengo que escribir estos textos mientras ella está viva, mientras no haya muerte o clausura, para tratar de entender este estar/no estar de una persona que se desarticula ante mis ojos. Tengo que hacerlo así para seguir adelante, para hacer durar una relación que continúa pese a la ruina, que subsiste aunque apenas queden palabras”. Era el inicio, no solo de un gran libro, sino una etapa más de mi obsesión por comprender el vínculo entre la memoria y el yo, entre el lenguaje y la identidad, entre el amor y la pérdida, entre la sensibilidad y el intelecto, entre la ausencia y la presencia. Es decir, los temas que también obsesionaron a Molloy y que trató de diseccionar a lo largo de su obra.

Fue Sylvia Molloy (1938-2022) una reputada académica, una maestra de escritores, una profesora encomiable, pero también una amante de la palabra, una exploradora de las lenguas, una cronista de la intimidad. Nacida en Buenos Aires, fue fundadora del programa de escritura creativa en español de la Universidad de Nueva York, ciudad en la que vivió buena parte de su vida y en la que falleció en 2022. Con una devoción por el lenguaje que solo he encontrado en un puñado de escritores —el más reciente, Fabio Morábito, guarda muchas afinidades con la autora—, Molloy coquetea con los límites de los géneros literarios para intentar habitar el espacio comprendido entre el yo y el otro, para descifrarlo, para tratar de asirlo a través de la sintaxis. En Animalia, su obra póstuma, publicada unos meses después de su fallecimiento, su principal preocupación es la interacción entre humanos y animales. La alteridad no solo consiste en observar, sino también en ser observado. Si la conexión con los individuos se logra a través de la palabra, Molloy se plantea estudiar el lenguaje secreto de los animales, sus gestos, su comunicación no verbal, las experiencias a las que no podemos acceder. En “Vocación”, por ejemplo, la autora explica que de niña estaba convencida de que quería ser cirujana. Un día, la profesora de biología le pide disecar una rana. Tras realizar el procedimiento, las demás alumnas salen al patio, pero ella no: “Para mis compañeras y para la profesora la clase —es decir la ranita— había terminado. Pero el corazón seguía latiendo, los pulmones seguían respirando. Pensé: cuando se despierte va a sentir un dolor horrible. Pensé: tengo que hacer algo antes de que despierte. Me saqué el distintivo del colegio que llevaba prendido al uniforme y, tratando de no pensar en lo que estaba haciendo, le clavé el alfiler en el corazón”. En “Para ser uno tiene que haber otro», la narradora confiesa: “Me sorprende lo mucho que tardé en asumir mi necesidad de vivir con animales. […] Me llevó mucho tiempo, y el paso por dos países que no eran el mío, para darme cuenta de que para ser uno mismo siempre es mejor estar con otro, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinta, es decir, si es totalmente no uno”. La autora se vale de los postulados de Saussure para aprehender la naturaleza de los animales, no solo como seres vivos, sino como signos lingüísticos. Es decir, si la unión entre significado y significante es meramente arbitraria, si no hay nada inherente al significante que lo vincule con el significado más allá de la convención, nosotros también somos lenguaje: somos, en tanto que no somos lo otro. Nos enfrentamos a dos conceptos clave en la obra de Molloy: la extranjería, de la que hablaré más adelante —para ser necesitamos, paradójicamente, no ser—, y la otredad —solo podemos ser nosotros por medio del otro, de algo o alguien ajeno—. Aunque son dos conceptos estrechamente vinculados entre sí, no se tratan de lo mismo. La diferencia es sutil, pero en la literatura de Molloy los matices importan, por lo que uno y otro cumplen funciones distintas: para asir la noción de extranjería, la autora se vale del estilo; para asir la de otredad, se vale de la construcción de personajes. Ambos, la prosa y los caracteres, dialogan entre sí de forma orgánica, construyen imágenes, recrean escenarios, tienden puentes hacia la memoria.

Y, sin embargo, hay obras engañosas, que parecen poner el foco en los personajes pero que en realidad terminan siendo un ejercicio de estilo. Me refiero a En breve cárcel (1981), que fue prohibida en Argentina por tratar abiertamente el lesbianismo de los personajes y que terminó siendo publicada por primera vez en España. Llegó finalmente a Argentina en 1998 y en 2012 pasó a formar parte de la Serie del Recienvenido del FCE, dirigida por Ricardo Piglia. En el prólogo, el propio Piglia afirma que “la historia se construye desde tan cerca que nos da la sensación de estar espiando una escena prohibida”. Una mujer intenta resignificar, por medio de la escritura, la historia de sus amores: a solas, recuerda a Vera, que la ha dejado, y anhela a Renata, a quien está esperando y quien cree que no vendrá. En esta misma habitación en la que escribe, coexisten o han coexistido ambas mujeres, en tiempos y espacios diferentes, pero no muy alejados entre sí. Tanto ella como Renata han sido tocadas y heridas por Vera, una especie de fantasma que las subyuga a ambas, un amor-pasión que recorre la habitación y regresa una y otra vez al texto que la protagonista escribe. Después de Vera —o gracias a ella—, la narradora y Renata se conocen y entablan una relación, que también fracasa. A pesar de que, a lo largo de las páginas, descubrimos las dinámicas del poder y del deseo entre estos personajes, es la escritura la que termina por atar los cabos sueltos.

El inicio de esta novela es francamente extraordinario: “Comienza a escribir una historia que no la deja: querría olvidarla, querría fijarla. Quiere fijar la historia para vengarse, quiere vengar la historia para conjurarla tal como fue, para evocarla tal como la añora”. Y es que los caracteres se van configurando a medida que avanza la trama, pero pronto se revela que el verdadero protagonista del libro es el lenguaje: con un estilo oblicuo y contenido, la prosa se convierte a la vez en un instrumento de control y en un medio para la liberación de la protagonista. Torturada por la pasión amorosa, por la imagen de ambas mujeres, que todavía permanecen en su memoria, la narradora busca recuperar su sentido del yo a través de la escritura. Pero esta es también una trampa: aunque la literatura le ofrece una vía de escape, también le revela, a posteriori, las huellas del sometimiento. A la manera de Marguerite Duras, Virginia Woolf o Clarice Lispector, Molloy construye una ficción minimalista que busca indagar en los resquicios de la subjetividad femenina. No obstante, al decantarse en esta novela por el estilo, deja de lado el desarrollo de la intriga y hace flaquear el andamiaje de la historia, que se va desdibujando para ceder el paso a un experimento lingüístico interesante, pero también, a mi juicio, a una ficción fallida.

Varia imaginación (2003) es un libro que exige una lectura atenta. Mezcla de ensayos, anécdotas y reflexiones literarias y vitales, Molloy despliega en él su aguda capacidad crítica, su sensibilidad para detectar la tensión entre lo real y lo inventado. En “Casa tomada”, un amigo le comunica, interpósita persona, la desaparición de su casa de la infancia, en Argentina: “En vísperas de partir para Buenos Aires, me llega la noticia de que la casa de mis padres ya no está. […] No queda claro qué es lo que dice Pablo, si la casa ha sido demolida para edificar algo nuevo en su lugar, o si la han reconstruido hasta volverla irreconocible”. Pablo y ella comparten un recuerdo común: él estudiaba en el colegio inglés que estaba al lado de esa casa; cada vez que, al jugar en el recreo, se les caía una pelota en el jardín de los padres de Molloy, una señora de cierta edad (su madre) los recibía de mal humor y, las más de las veces, se las confiscaba. Durante su viaje, la narradora decide ir a la casa ella misma para verificarlo, pero la encuentra casi igual, todavía reconocible. Pablo insiste en que no, que han agregado un edificio entero y han desaparecido el árbol de la entrada. Al final, concluye: “Me doy cuenta de que es inútil insistir en lo contrario. Acaso los dos tengamos razón”. En este libro, Molloy escribe sobre la memoria, esquiva y siempre cambiante, pero también plantea una pregunta clave para entender su universo literario: ¿cómo se construye la ficción? Porque la imaginación surge del espacio comprendido entre el recuerdo y el olvido, es inútil buscar la verdad, tanto como —en su obra— es inútil trazar fronteras entre la ficción y la autobiografía. Todo es real y, al mismo tiempo, todo es mentira, y esto deviene en otra cuestión, no menos relevante: ¿cómo leer aquello que, por su propia naturaleza, nos elude? Para Molloy, el escritor solo sugiere una representación del mundo; es el lector el que debe interpretarlo y construir su propia verdad. En el relato “Varia imaginación”, lo ejemplifica: “Muerto mi padre, mi madre se replegó más y más en un mundo suyo, hecho de recuerdos y, sobre todo, de conjeturas, invariablemente catastróficas. Poco sabía de mi vida, solo la mísera porción que yo, mezquinamente, le cedía para atajar sus preguntas. Ella suplía lo no contado con la imaginación; y se preocupaba”. Como en la alegoría de la caverna, el autor solo le permite al lector atisbar una parte de la realidad que ha fabricado, su punto de vista, incompleto y parcial, salpicado de detalles insólitos, que este decide creer o no.

En este libro también rastrea, entre otros, los orígenes de su plurilingüismo: “El francés ocupa en mi vida un lugar complejo, está cargado de pasiones. De chica quise aprenderlo porque a mi madre le había sido negado. Hija de franceses, sus padres cambiaron de lengua al tercer hijo. […] Yo quise recuperar esa lengua materna, para que mi madre, al igual que mi padre, tuviera dos lenguas. Ser monolingüe parecía pobreza”. Movida por la tentativa de redimir a su madre, pero también por un flechazo —se había enamorado de su profesora, apenas diez años mayor que ella— decide aprender otra lengua, el francés; pero la profesora quería practicar inglés, así que optan por intercambiar lecciones. Acaso en estos primeros encuentros ya queden patentes los motivos de su plurilingüismo: para ella, hablar una lengua que no sea la materna es un acto de amor, no únicamente hacia una persona, sino también hacia el mundo. Molloy busca llegar hasta donde un solo idioma no llega; traducir en palabras aquello que no es traducible, que requiere de sonidos ajenos, de inflexiones desconocidas. La lengua es un refugio, sí, pero también un terreno de extrañamiento.

Vivir entre lenguas (2016) pone de manifiesto los temas medulares de la obra de Molloy. Gemelo espiritual de El idioma materno, de Fabio Morábito —a quien, dicho sea de paso, menciona en el epígrafe—, este libro es una reflexión sobre la lengua, la identidad y la extranjería. Una de sus profesoras de francés, Madame Suzanne, se desesperaba cuando la narradora y su hermana no recordaban una palabra y, aventurándose, decidían afrancesarla del español (“une cucharite”). Era, de alguna manera, su forma de volver a casa; la misma sensación que experimenta un extranjero, en particular un extranjero que escribe y habla en otro idioma: “Los ejemplos que recuerdo, como se verá remiten (o re-tornan) a la casa, a la cuchara y a la olla; remiten a lo casero, aunque las lenguas del sujeto bilingüe nunca lo son. La mezcla, el ir y venir, el switching pertenece al dominio de lo unheimliche que es, precisamente, lo que sacude la fundación de la casa”. Tanto el escritor como el políglota (el trilingüe, en el caso de Molloy) son extranjeros; el primero, porque ha dado la espalda al lenguaje natural para intentar acceder, por medio de la palabra, a la realidad real, que es siempre una quimera; el políglota, porque ha renunciado a la casa, a la seguridad y a las certezas, para vivir entre lenguas, en un espacio móvil que va y viene de sí mismo hacia sí mismo. En este sentido, “siempre se escribe desde una ausencia: la elección de un idioma automáticamente significa el afantasmamiento del otro pero nunca su desaparición. Ese otro idioma en que el escritor no piensa, dice Rosa Bastos, lo piensa a él”. Por ende, la contaminación, el switching, puede ser visto como una pérdida o como un hallazgo. Más que coexistir pacíficamente, las tres lenguas de la autora —el español, el inglés y el francés— se enfrentan, dialogan, y en ocasiones se superponen, dando pie a una tensión que se revela en su escritura. Al leer a Molloy, el lector tiene la constante sensación de asistir a una prosa que es a la vez un edificio: cada adjetivo en su sitio, cada coma perfectamente meditada, la respiración contenida; cualquier ruptura en la sintaxis, cualquier sustantivo accidental, podría provocar su derrumbe. Concisa y certera, la autora posee el mismo control estilístico que un equilibrista sobre la cuerda floja. Habitar varias lenguas, sugiere, es habitar múltiples versiones de uno mismo; es abrazar un estado de desarraigo, pero también de transición constante. Los préstamos, las inflexiones, el ritmo, inciden en la forma de ser y estar en el mundo: ser políglota es residir en un estado intermedio, un no lugar donde, paradójicamente, se puede ser uno y a la vez ser varios.

Vuelvo a Desarticulaciones (2010), quizá su mejor obra. En ella, la narradora relata sus visitas a ML., amiga cercana y antigua amante suya, enferma de Alzheimer. No es ahora el lenguaje, sino la ausencia del lenguaje, el núcleo de este libro: “¿cómo dice yo el que no recuerda, cuál es el lugar de su enunciación cuando se ha destejido la memoria?”, se pregunta la narradora. La desaparición de una persona amada implica, también, la desaparición de una parte de nosotros; la pérdida de las palabras, del recuerdo, de la presencia, es, además, el punto de partida para la literatura: “No quedan testigos de una parte de mi vida, la que su memoria se ha llevado consigo. Esa pérdida que podría angustiarme curiosamente me libera: no hay nadie que me corrija si me decido a inventar”. Esa persona que se va, que está y no está presente, que va destejiendo los lazos que la unen a nosotros, deja de ser lenguaje y se convierte en hiatos, incoherencias, meros sonidos.

Acaso la obra entera de Sylvia Molloy no gire, como hemos creído hasta ahora, en torno a la palabra, a la comunicación con el otro, a los gestos que nos aproximan y nos vinculan con él. De los animales a las mujeres amadas, de la familia a los lugares en los que ha vivido, la autora persigue formas de relacionarse con el mundo, de ser varias personas en distintas lenguas y países, de asir las múltiples identidades que puedan surgir del lenguaje. En el fondo, palpita en ella el temor al olvido, pero, sobre todo —y esto es lo que vuelve una autora extraordinaria—, el temor al silencio, al polvo, a la nada.

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