Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Han Kang, La clase de griego, Random House, Barcelona, 2023, 176 pp.

 


El silencio, opresor por causa del mundo o refugio por decisión propia, se instala en La clase de griego, la última obra de Han Kang (Gwangju, Corea del Sur, 1970), un libro que, aunque breve, explora a profundidad el dolor desde y contra la soledad, utilizando movimientos delicados, imágenes apenas delineadas y un número limitado de personajes. El ritmo de la historia trae a la mente el accionar de una caja de música que pierde la tensión de su muelle, y es la quietud del juguete, el recuerdo de su melodía, lo que ha de punzarnos y lastimarnos. La historia vincula a una mujer aquejada por un crepitante mutismo con un profesor de griego antiguo que pronto habrá de perder la vista, mientras ambos recuerdan episodios de sus vidas marcados por el dolor. Ellos padecen pequeños roces y maltratos en su cotidianidad, aislada y alimentada de recuerdos, pero son los sueños, la incapacidad de hallarse a sí mismos y el lenguaje como sistema de reglas, identidades y signos, los que tienen un papel predominante en la trama.

Han Kang registra en sus libros situaciones, a escala personal o colectiva, que demuestran la fragilidad humana, que rehuimos sin poder nombrar. Hace notorias nuestras vulnerabilidades, la incapacidad para expresar los dolores de la existencia, y arroja luz sobre las muecas, espasmos y gruñidos involuntarios que delatan los sufrimientos y los temores. A menudo es el lenguaje lo que causa el pinchazo que desencadena la manifestación de estos fenómenos. Por ejemplo, somos testigos de un niño que caía víctima de la fiebre si leía algo que le producía miedo. La protagonista, cuando era pequeña, sentía que era insoportable escuchar las palabras que ella misma pronunciaba, pues “por muy insignificante que fuera la frase, dejaba traslucir con la fría claridad de un trozo de hielo, la perfección y la imperfección, la verdad y la mentira, la belleza y la fealdad. Sentía vergüenza de las oraciones que se desprendían de su lengua y de sus dedos como blancos hilos de telaraña. Le daban ganas de vomitar. Y de gritar”.

La obra de Kang cuenta con un gran número de reconocimientos y galardones. Entre los más recientes y prestigiosos se encuentran el Nobel de Literatura (2024), el Premio Médicis Extranjero (2023) y el International Booker Prize (2016), este último por La vegetariana, su obra más reconocida,que fue reseñada en 2016, en estas mismas páginas, por Adriana Lozano. La autora ha publicado alrededor de una decena de novelas, así como cuatro colecciones de relatos y otras de ensayos y de poesía durante una carrera literaria de alrededor de un cuarto de siglo. Es importante hacer notar el trabajo realizado por Sunme Yoon, su traductora al castellano, que permitió leer La vegetariana en la edición argentina de Bajo la Luna desde 2011, antes de su aparición en lengua inglesa. A Yoon debe agradecérsele también haber traído desde el coreano las cuatro novelas de Han Kang que han aparecido a la fecha en castellano.

La clase de griego narra en capítulos alternos la vida de una mujer que, tras perder el habla y sufrir la muerte de su madre, enfrenta un divorcio que le arrebata la custodia de su pequeño hijo, y, por otra parte, la historia de un hombre que ha regresado a su natal Corea del Sur después de varios años de estudio en Alemania. Ella se ha dedicado a la literatura y él se mece entre la lengua y la filosofía. Ambos carecen de nombre —Han Kang no los revela—, como un mecanismo narrativo, pero también porque los personajes son casi sombras entre las pocas personas que los rodean. Sus vidas se intersecan cuando ella se inscribe en la clase de griego antiguo que él imparte. De edades similares, pues rondan la mitad de su cuarta década de vida, coinciden en percibirse insignificantes, ante la existencia y el tiempo.

Nuestra mirada los sigue hasta la soledad de sus habitaciones o aulas, ante una calle nevada o tirados viendo el sol a través de negativos de película. Ella es hija, madre, exesposa, alumna, paciente de psicoterapia; él, hermano, hijo, soltero, amigo y profesor. Sus relaciones con el mundo se vuelven difusas conforme experimentan el silencio: para ella, esto es la incapacidad y el dolor físico que causa hablar o intentar hacerlo, y para él, la pérdida de la vista que yo llamaré un lento silencio visual.

Durante la mayor parte de la novela estamos frente a la protagonista, cuyo mutismo ha reaparecido por segunda vez en su vida. A pesar de haber sido una niña que aprendió a leer a los tres años, fascinada por las palabras, por su pronunciación y por cómo se escribían, comenzó a sentir una separación del habla. A los dieciséis “había dejado de pensar con el lenguaje. Se movía y lo comprendía todo sin acudir a la lengua”, por lo que su madre la llevó al psiquiatra. Padeció de sueños en los que sentía que el lenguaje “la aprisionaba y la hería como una prenda hecha con miles de alfileres”, y aunque podía oírlo y comprenderlo todo, algo en ella le impedía siquiera utilizar su lengua y sus labios para poder expresarse o sostener un lápiz. A manera de tratamiento se le obliga a seguir con su educación en un instituto donde carecía de amigas y donde el ruido del mundo la aislaba cada vez más. Ella piensa que su primer silencio era parecido al que se da antes del nacimiento, pero que el segundo era como el que llega después de la muerte.

El recurso de personajes rodeados de ruido o violencia, que callan por razones aludidas en sueños o motivaciones internas y que exploramos junto con ellos, lo utiliza también Kang en La vegetariana, donde la decisión de la protagonista de dejar de comer carne es acompañada de una forma de silencio que descose las relaciones de sumisión (esposo-esposa, padres-hija, etc.) que se esperan en cualquier sociedad, y en especial de las mujeres. En La clase de griego leemos: “De camino a casa, andaba sin peso alguno por las ajetreadas calles como si se moviera dentro de una enorme pompa de jabón. En esa quietud ondulante, semejante a la que se ve desde el fondo de una piscina cuando se alza la vista hacia la superficie del agua, los automóviles pasaban rugiendo atronadores por su lado y los transeúntes la golpeaban con los codos en el hombro o el brazo antes de proseguir su camino”. Pareciera que las personas, sin conocer a la mujer ni saber de su afonía, se ensañaran contra ella. La vida le apunta, la juzga por nosotros, y el castigo proviene de los sueños, del interior de ella misma, con flagelos de otros y con la traición del viejo y amado lenguaje.

En su primer episodio de pérdida del habla, acude a una clase en la que “de pronto recordó el lenguaje sin darse cuenta, como si recuperase un órgano atrofiado, a raíz de una palabra en francés que llamó su atención”. La palabra era bibliothèque, y la había pronunciado su profesor al señalarla en la pizarra. Ese murmullo la rescata y le hace notar, años después, que había sucedido en la clase de un idioma que ella había elegido estudiar y no en la de uno que había sido obligada a aprender. La libertad ejercida le regaló una mezcla de alegría y culpa, pero también el retorno a otro tipo de relación con el mundo.

Veinte años después, ella piensa que inscribirse a clases de algún idioma extranjero, entre más exótico mejor, será lo que “quiebre su mutismo”. El profesor protagonista la observa con curiosidad durante las lecciones, de la misma manera en que ella nota ciertos acentos y la forma extraña de las letras. El sánscrito o el birmano también podrían haberla salvado, pero dicha opción para escapar del Samsara estuvo fuera de su alcance y debió conformarse con revolverse entre las frases de hombres que no le importaban, como Platón, Homero y Heródoto en su versión original.

El profesor, en una carta a su hermana, explica que ha notado que, sin importar su motivación, las personas que estudian griego comparten algunas características: “hablan y caminan más despacio, y no expresan sus sentimientos (seguro que yo también soy así)”. Durante su juventud, él estuvo enamorado de la hija de su oculista, con la que se comunicaba a través de la lengua de señas. La noticia de su eventual pérdida de la vista le provoca el miedo a perder también toda forma de comunicación con ella, aunque finalmente otro motivo hace que su amor fracase. Ahora, en cambio, percibe que la inutilidad del griego antiguo para la comunicación oral es lo que atrae a sus alumnos a este idioma.

En su correspondencia, el profesor también reconoce que nunca obtendrá sabiduría del dolor que siente, pues a pesar de perder la vista no podrá abrir los ojos de su alma, con lo que se irá perdiendo entre los “recuerdos confusos y los sentimientos exacerbados”. El dolor y el silencio de los protagonistas no son purificantes ni espirituales. Tampoco algo que los hunda ni de los que se aprenda. Solo son algo que debe atravesarse, como un tormento que se les asigna y que ellos aceptan. En una de las lecciones, el profesor expone una observación de Sócrates acerca de cómo los verbos padecer y aprender son muy parecidos en griego. La protagonista sufre este concepto cuando se entera de que su hijo se mudará con su exesposo a otro lugar, pero esto tampoco la lleva a romper el silencio, solo la conduce a quedarse “ensimismada delante de la nevera abierta”, a golpearse contra autos estacionados o a tirar sin fijarse los estantes en las tiendas. De sus ojos no brotaba sangre ni pus, lo que habría hecho más comprensible su dolor. Al mismo tiempo, se esforzaba en clase, ante el suplicio de sostener un lápiz mientras formaba poemas con las frases recién estudiadas: “Una mujer está tendida en el suelo. / En su boca, nieve. / En sus párpados, tierra”.

Un joven estudiante de filosofía que se sienta junto a ella se da cuenta de sus ensayos poéticos y llama la atención del profesor, quien muestra interés genuino en lo que ha sucedido. La intromisión y la risa de alguien más ahuyentan a la mujer, quien prefiere salir del aula antes que mostrar su trabajo. El acto pueril del compañero hace que los dos personajes solitarios comiencen a percibir al otro: ella se apura en llegar a las lecciones de los jueves, comenzando a reconocer y aceptar el rostro del profesor, sin traducir en palabras o significados ese cambio.

Hay un agotamiento que ambos sufren pero que también propician. Ella camina de noche durante largos ratos para caer rendida y así evadir las pesadillas, o a veces repasa la historia en que sus tías le recuerdan que su madre, por motivos médicos, casi la aborta. Él se prepara para la penumbra que habrá de acaecerle, cada mañana se despierta antes del alba, logra abrir a tientas la ventana de su habitación y se imagina dando paseos hacia una luz azul entre las tinieblas. Todo es más brillante en la imaginación y en la memoria.

La lectura de Kang y sus alusiones al griego antiguo me encaminaron hacia el libro Silence in the Land of Logos, escrito por Silvia Montiglio. En el segundo capítulo (“A Silent Body in a Sonorous World: Silence and Heroic Values in the Iliad”), la autora explora la relación entre el silencio y los cuerpos. Explica, por ejemplo, que los héroes griegos, al momento de morir, no padecen de afonía; la épica le da voz a estos personajes y el silencio se destina a las multitudes, en la guerra y en el habla; en las convenciones sagradas sobre la hospitalidad, el invitado permanece en silencio hasta que rompe el ayuno, y un extraño que no prueba alimento persiste como un desconocido. En el antiguo griego existen diversas maneras de hablar del silencio: aneôi, como resultado del asombro; akên, cuando se involucra la quietud. Hay más dimensiones no verbales del silencio que solo la ausencia de palabras, y a veces quien suele estar sentado, quieto, es quien termina por entablar cierta conexión con el interlocutor.

Los personajes de Kang no son guerreros reunidos en asamblea discutiendo cómo retomar Troya, pero vemos su manera de aquietarse y aislarse, cambiando su dieta o ayunando, sin poder hablar, sin poder ver y entender a quien les habla. En el canto XXIII de la Odisea, cuando Penélope desciende de su estancia hacia la sala para encontrarse con el recién aparecido Ulises, va a sentarse frente a él, pero en la pared opuesta a donde el héroe se encontraba. Durante mucho tiempo no desprende sus labios por tener el corazón estupefacto, por lo que Telémaco le reclama a la madre tanta distancia con el padre y le pregunta por qué guarda sus preguntas acerca de todo lo que habría sucedido con el héroe.

La relación entre el silencio activo y el sentarse se da también en la novela de Han Kang. Cuando la mujer era una niña precoz maravillada por el lenguaje, su hermano le explicó los símbolos del idioma coreano. Aunque ella no comprendió bien qué eran las vocales y las consonantes, se pasó toda una tarde de primavera en cuclillas, en el patio de su casa, pensando en las formas y diptongos del lenguaje. Cuando llegó su primer episodio de mutismo, pasó seis meses sentada en la misma posición en un rincón de ese patio donde escondía los medicamentos recetados por el psiquiatra hasta que las flores nutridas en el parterre florecieron y la delataron. Ya de adulta, cuando se encontraba a solas en el aula con el profesor, se sentaban en silencio hasta que sus miradas se topaban. Él solía mover un pupitre para colocarse cerca de ella hasta que el sonido de alguien en el pasillo interrumpía la escena.

Algunos lectores y críticos señalarán que la novela de Kang resalta solo antinomias o la idea de la división. Así, se identificarán las duplas como alumna-profesor, alfabeto-silabario (griego-coreano) o la nieve-callada contra la lluvia-estruendo, entre otras. Desde un inicio la autora quiere que sigamos este rastro. Por ejemplo, al arrancar la novela, el profesor piensa en la frase de la lápida de Borges (“Él tomó la espada y colocó el metal desnudo entre los dos”). Sin embargo, creo que es lo adyacente a estos elementos, no su síntesis, lo que da magnitud a la trama. Para hallar la forma de estos triángulos —piense el lector en hipotenusas—, hay que agudizar la vista, casi como siguiendo un secreto. Una de mis exposiciones preferidas de este motivo se da cuando la protagonista sueña con “una sola palabra única que sintetizaba todas las lenguas” —la mención a Borges o su inspiración se da durante toda la novela—. Su pesadilla la hace despertar sudando, pues imagina una palabra tan densa y de tal fuerza de gravedad que cuando “alguien la pronunciara… explotaría y se expandiría como la materia de los tiempos primigenios”. El sueño sucedió en la época en que su hijo comenzaba a hablar. Cuando ella intentaba dormirlo, en la duermevela recaía en el horror: el peso de dicha lengua, convertido en una masa cristalizada, entraba a su corazón caliente como si fuera pólvora fría. Los triángulos aquí se forman con los catetos madre-hijo, sueño-vigilia, frío-calor, y cierran la forma con una palabra nunca mencionada que conjura un terror cósmico. Al interior de la figura se encuentra una masa concentrada, un cristal cuya naturaleza desconocemos: puede ser un témpano o el resultado de una fundición.

Esta novela podría ser considerada algo cercano a una nouvelle (véase aquí mismo mi reseña de Teoría de la prosa de Ricardo Piglia). Son la dispersión y lo escueto de la trama, las motivaciones y la repetición de símbolos que parecen culminar en un gesto simple, lo que caracteriza también a La clase de griego. Al final los personajes rompen el silencio sin romperlo, pero el secreto que sus miradas persiguen podría hallarse en sus diarios, cartas, notas, pizarras e incluso en la piel, colocados ahí con tizas rotas, lápices y dedos húmedos. Para algunos, la supuesta falta de acción de la novela podría hacerla menos llamativa, pero creo que hay que sintonizar con su ferocidad, que reside en el reconocimiento de que los pequeños fragmentos y las evocaciones afiladas pueden herirnos en cualquier instante. Borges ya lo había escrito en “1964”: “Un símbolo, una rosa, te desgarra / y te puede matar una guitarra”. Sentado, tras la lectura, yo también quedé en silencio.

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