Mónica Ojeda, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, Random House, Ciudad de México, 2024, 288 pp.
Es verdad. En 1999 hubo un concierto de rock en un volcán. Mónica Ojeda tenía 11 años. Yo tenía 13 y los anuncios del rock en el volcán estaban en todos los programas de radio de la época. A mí me costaba un poco comprender de qué se trataba la cosa. En mi casa se escuchaba apenas a José Luis Perales y José José. El rock, de hecho, era visto con malos ojos sobre todo en donde mi abuela, que fue donde pasé la mayoría de tardes después del colegio. Recuerdo que cuando en 1994 Bon Jovi ofreció un concierto en el estadio Olímpico Atahualpa, no tardaron en sugerir en casa que la banda de New Jersey tenía un pacto con Satanás (imagínense lo que hubieran dicho si venía AC/DC). Aparte, el concierto fue un 31 de octubre y, gracias al emergente TV Cable, los niños de mi barrio habían aprendido que esa noche saldrían a pedir caramelo o treta en las casas vecinas. A nosotros no nos dejaron salir.
El concierto, supuestamente, fue legendario. No el de Bon Jovi, sino el rock en el volcán que tuvo lugar en el cráter del Pululahua, que es un volcán apagado, donde sin embargo, hay un pueblo llamado Niebli y varias hectáreas de hacienda (sí, hay gente que es dueña del volcán). Gracias a la fama del evento empezaron a circular en el colegio múltiples cassettes con playlist de algunas bandas que en mi casa no sonaban ni de casualidad. Babasónicos, Aterciopelados, Los de Adentro; Cruks en Karnak y Sal y Mileto, entre las nacionales. Pero yo tardaría todavía un par de años más hasta conseguir mi total independencia musical, gracias a Napster, que me salvó de que hoy no sea el fanático número uno de Maná (que lo fui) o cristiano. En todo caso, el rock en el volcán, junto a Todas las voces todas, un concierto de música protesta organizado por Oswaldo Guayasamín en 1996, marcaron a toda mi generación y nos daban la ilusión de que, pese a todo, el Ecuador no estaba totalmente borrado de los mapas de la historia.
Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, lo ha dicho la autora, está inspirada en este acontecimiento. La novela nos sorprende en medio de un concierto que ocurre en las faldas del volcán Chimborazo. Los Chamanes eléctricos son una banda de rock psicodélico andino, una especie de vanguardia musical indigenista cuya música produce un efecto alucinatorio en sus fans al punto que los pogos (nosotros, en verdad, le decíamos mosh) terminan de esta manera:
Bonito pogueó la gente hasta que el pogo se descontroló. Fue así: el público se abrió en dos mitades igualito que el mar Rojo. La pared de la muerte, le llaman. Uno de los Chamanes partió el mar con las manos y enseguida las cerró. Se estrellaron durísimo. Hombres y mujeres fueron pisoteados. Los de los márgenes huyeron o trataron de huir. Al ver la sangre me preocupé por la Adriana. Es algo que te hace preocuparte, solo que no reaccionas bien. La gente salió llorando. Hasta los Chamanes dejaron de tocar. Hasta el Poeta y los Diablumas se bajaron del escenario […]. Temblaba la chica, temblaba la Adriana. El sol vibraba como un bombo por el día y nosotros vibramos por la noche. Era el ritmo asustador del baile, su ritmo miedoso. De esta manera conocimos a Noa: la voz del rayo, la voz de la yegua.
La novela cuenta la historia de Noa, una adolescente de la clase media guayaquileña que se dispone a viajar con Natalia, su amiga de la infancia, a un épico festival de rock que tendrá lugar en un volcán de la serranía ecuatoriana. El viaje, sin embargo, tiene también otras motivaciones y significados. Para Noa, viajar a las montañas implica escapar de la insoportable oleada de violencia que vive Guayaquil e ir en búsqueda de un padre que la ha abandonado cuando era apenas una niña y que se ha recluido en un páramo desierto donde se dedica a la cacería y embalsamamiento de animales salvajes. El encuentro entre padre e hija ocurre durante una suerte de grieta espacio-temporal que se produce cuando, después del concierto, Noa, Natalia y un grupo de jóvenes que habían asistido al festival, se disponen a celebrar el Inti-Raymi en un segundo volcán (El Altar), cuya laguna es supuestamente sagrada.
La música está en el centro de la obra. Hay un ensayo en particular que opera como hipertexto que es “El odio a la música” de Pascal Quignard, según lo ha explicado en varias ocasiones la propia Mónica Ojeda. El texto es célebre por discutir el potencial asesino de la música y cómo fue utilizada por los nazis como mecanismo de tortura en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Se trata de un texto fascinante y perturbador, compuesto por fragmentos breves y sentencias como “La música es irresistible para el alma” o “la música duele”, y que a la vez recoge una serie de testimonios de personalidades tan diversas como Plotino o Primo Levi que han discurrido sobre esta cuestión. Aquí un fragmento:
No hay una potencia que retorna simultáneamente sobre sí misma y modifica de manera similar a quienes la producen, sumergiéndolos en una pareja obediencia, rítmica, acústica y corporal. Simón Laks murió en París el once de diciembre de mil novecientos ochenta y siete. Primo Levi escribió sin reparos: “No escasean las publicaciones que declaran —no sin cierto énfasis— que la música ayudaba a los presos descarnados y les daba fuerzas para resistir. Otras afirman que la música producía un efecto inverso, que desmoralizaba a los desdichados y precipitaba su fin. Por mi parte, comparto esta segunda opinión”.
El otro texto que subyace no solo en esta novela, sino en toda la obra de Mónica Ojeda, es sin duda Los detectives salvajes. Lo es desde un punto de vista de la forma y la estrategia narrativa, así como por algunas temáticas que le interesaban al narrador chileno que es, tanto como Soda Stereo o Café Tacuba, el autor más influyente para la generación de Ojeda, especialmente caro a las clases medias latinoamericanas. Bolaño podría haber hecho un cameo, tranquilamente, en el documental Rompan todo: la historia del rock en América Latina y nadie se hubiera sorprendido demasiado.
Como en 2666, a Ojeda le interesa la violencia como sistema de repeticiones y la desaparición como metáfora de esa sistematización. Y eso es lo que vemos en su novela (“en ese instante —dice uno de los personajes— se me vino a la memoria lo de los desaparecidos del festival”). Así mismo, gracias a la sutil presencia de Quignard, podemos conectar la Segunda Guerra Mundial con las muertes violentas en el Ecuador reciente, que es lo mismo que hace Bolaño en relación a los campos de concentración del Holocausto y las muertes en Santa Teresa/Ciudad Juárez. Con ese túnel temporal Bolaño nos dice que son dos episodios serializados en una historia universal del horror.
El crítico colombiano Héctor Hoyos argumenta que este interés de los escritores latinoamericanos por ciertos aspectos de la Segunda Guerra Mundial ocurre porque se trata de la gran historia del siglo XX, y esta es justo la historia de la cual estamos al margen. Aunque Ojeda no alude directamente al Holocausto, la presencia del texto de Quignard nos hace pensar que, ciertamente, es difícil evadir cualquier referencia a una realidad abyecta y violenta como la que vive el Ecuador actual, sin las categorías que pusieron a nuestra disposición los sucesos de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, sus comentaristas. La de Quignard no es más que la repetición de aquella frase de Adorno sobre la imposibilidad de la poesía después de Auschwitz, es decir, una iteración de la idea de que el arte, como entendió Bataille, no solo representa el mal sino que lo reproduce. En ese sentido la ambición de la escritora guayaquileña es hacernos saber que la violencia es siempre una cuestión multidimensional –en cierto sentido indecible– y que la literatura es uno de los posibles nombres del horror, tanto como lo es la música. Esto Ojeda lo hace mejor que cualquier otro escritor en los últimos años.
El concierto de rock es solo el inicio de la novela y en mi criterio, la parte más útil. Pero la música está temblando en cada página incluso cuando el festival expira. El final de la novela nos sorprende con una canción de los Jaibas sonando en un bus interprovincial ya de vuelta en la costa ecuatoriana y cuando todo ha sucedido. Ojeda nos invita a transitar así, el fascinante y perverso campo cultural ecuatoriano, definido por las tensiones y contradicciones irresolubles entre lo global y lo local, lo mestizo y lo indígena. Esta tensión está bien planteada y es algo que había dejado ver en trabajos anteriores, aunque especialmente en la colección de relatos Las voladoras. Ahora bien, si el universo narrativo de Las voladoras está, por momentos, vaciado del mundo indígena, en Chamanes eléctricos se nota más investigación y, sobre todo, más riesgos escriturales que son a menudo desconcertantes e irresistibles. Pienso sobre todo en los fragmentos donde aparecen unos personajes llamados las cantoras, donde cierto riesgo poético ha llegado a rasguñar las aporías sintácticas de nuestro español andino sin llegar a la tensión de un Churata o del último Arguedas, pero por lo menos entendiendo que hablar sobre ese mundo requiere riesgos idiomáticos no menores. No estaría mal decir que, en ese sentido, esta novela ha mejorado Las voladoras o, mejor dicho, la ha actualizado. Veamos un ejemplo: “¿Qué es la voz? La pérdida es. ¿Qué es la voz? La falta es. Una voz nueva y celeste nace del corazón. Es una voz que abre el sexo de la montaña con su viejo canto. Canta ella el gran poema del sol, canta el poema de la sangre y el canto dice: tenemos miedo porque amamos, tenemos miedo porque vulnerables somos, tenemos miedo porque vamos a morir”.
El concierto también nos sirve para situar a los personajes que van a acompañar el viaje de Noa. Algunos de ellos son Mario, el Diablo Huma, Pedro, el astrónomo, Nicole la musicóloga y el desvariado y drogadicto poeta-antropólogo. Un viaje hacia sus orígenes —ya he dicho que busca a su padre— pero también un viaje hacia una experiencia mística que, teóricamente, solo puede ocurrir en el campo de lo simbólico. Aquí vale una reflexión. Me parece que el gran valor de esta novela es que no se trata de un viaje ingenuo. Mejor dicho, Ojeda se niega a replicar esa, a veces, inocencia esperanzadora que le hacía creer a Bolaño en la belleza y coraje de los jóvenes latinoamericanos de cara al siglo XXI. En el mundo de Ojeda —y eso lo sabemos desde La desfiguración Silva y Nefando— los jóvenes que supuestamente eran nuestro “amuleto”, en realidad están atrapados en un laberinto del horror y de la mediocridad típica de un país como Ecuador que no ha hecho más que replicar ansiosamente las atrocidades y farsas de Ciudad Juárez. Peor aún, el Ecuador no ha hecho más que repetirse a sí mismo hasta el absurdo.
¿Es, sin embargo, Chamanes eléctricos, una novela exotizante sobre los Andes ecuatorianos? ¿Una típica novela de exportación para el regodeo del “lector internacional”? Siempre hay ese riesgo en una novela así, pero en mi criterio la novela plantea un mínimo respeto a los momentos y espacios a los cuales la autora no puede ingresar ni conocer. No es una novela en donde pretende saberse ni sentirse todo, hay lugares a donde la escritura, por virtuosa que sea, no puede penetrar. Para eso sirve la estructura faulkneriana que tiene un efecto de multiplicidad y que es, por lo demás, muy eficiente para eludir ciertas tentaciones folkloristas. Nadie como la autora ecuatoriana para imprimirle intensidad y tensión poética a cada personaje, aún cuando, por momentos, cuesta distinguirlos uno de otro.
Por otro lado, está todo lo concerniente al padre a quien conocemos gracias a un diario que contiene, acaso, los puntos más álgidos y emocionales de la novela:
El cóndor volvió y lo vi planear en dirección a la quebrada. Un presagio es un recuerdo, una serie de imágenes que se articulan para anunciarnos lo que sentimos durante la tormenta y lo que sentiremos mañana bajo el sol. Mi hija canta en medio de la noche una canción que abraza la oscuridad. Solía cantarla mi madre para ayudarme a dormir, pero no funcionaba porque en su voz había dos voces. Quesintuu y Umantuu. La música es una expedición nocturna. El recuerdo presagia.
Momentos como este me plantean la interrogante de si todo el universo que ha construido Mónica Ojeda, no hace más que servir de contexto a esta intriga lacaniana que, finalmente, aparece en toda su obra, incluso (sobre todo) en su poesía. Probablemente es así. En su relato “El mundo de arriba, el mundo de abajo” la voz narrativa del padre busca resucitar a su hija a través de un despliegue místico frenético, en esta novela esa voz se replica a la manera de un diario que, por momentos, nos hace sentir sospechosamente cómodos con la crueldad, y nos propone la trampa de una empatía que quizá el personaje no merece: de pronto somos comprensivos con un padre que, al fin y al cabo, no estaba listo para serlo y por eso abandona sin mirar atrás a su hija. Esos dilemas morales solo los puede plantear una buena escritora y Ojeda lo es. Incluso demasiado buena. Insoportable. Brillante. Durante mi lectura he pensado varias veces que la autora ecuatoriana está condenada a ganar un Booker o algún premio norteamericano equivalente. Está a punto. Mi predicción es que la traducción de esta novela tendrá repercusiones muy positivas en el mercado norteamericano y quizá le traiga al Ecuador, como lo hizo Carapaz en el mundo del ciclismo, la mayor presea literaria desde el Xavier Villaurrutia otorgado a Jorge Enrique Adoum en 1976. Y no lo digo de chiste, si uno se pasea por el tipo de novela que interesa en ese mercado, puede darse cuenta que son justo esas obras literarias que consiguen, por decirlo de un modo hasta vulgar, tensionar lo global y lo local, lo intercultural y lo familiar, mejor si la historia ocurre en alguna esquina del sur global o es literatura migrante, las que logran llamar la atención de los premios. Basta recordar el reciente reconocimiento a Selva Almada, pero podríamos mencionar a Samantha Swcheblin, Valeria Luiselli, Chimamanda, Viet Thanh Nguyen, el fenómeno vietnamita, la magnífica YiYun Li.
Quizá por eso la novela está, como se dice, llena de color local. Es hasta turística y lo digo no como un defecto, sino porque ciertamente la novela está más dirigida a los lectores extranjeros que a los ecuatorianos y eso la revierte de cierto carácter universal, por eso, por paradójico que suene, Ojeda ha sido quien mejor ha sabido aprovechar las lecciones de César Dávila Andrade en la narrativa ecuatoriana contemporánea:
Perdí a Carla en el volcán donde la sirena elevó una canción petrificante. Su música me impidió andar. La dureza pasó de mis huesos a mis músculos: fui una piedra humana, luego solo una piedra fría y gris atravesada por los rayos cósmicos. Me asustó mi propia inmovilidad y no poder buscar a Carla. Oí los sonidos entonados por las rocas terrestres y espaciales. Miles de años pasaron ante mis ojos. Retrocedí al inicio de mi vida como piedra, cuando era parte del volcán y este todavía estaba activo, pero los cantos me empujaron al origen mismo de la cordillera andina. Vi la placa de Naza introduciéndose bajo el continente, la elevación de las montañas, y el surgimiento de los volcanes.
Contrario a lo que hizo en su momento el gobierno ecuatoriano, que pagó 20 millones de dólares por un espacio publicitario en el Super Bowl con la frase “All you need is Ecuador”, Ojeda nos muestra un panorama tan monumental como apocalíptico de los Andes, aunque no concuerdo con esa especie de destino manifiesto que presenta una continuidad o equivalencia entre los desastres naturales (la novela termina, predeciblemente, con la erupción de un volcán) y las vicisitudes de la política manifestada en episodios de extrema violencia relacionada el crimen organizado. En ese sentido la novela de Ojeda es muy humboldtiana y quizá, políticamente, me hubiera gustado verla más cerca del ya mencionado Dávila Andrade, quien pese a tu telurismo en el fondo creía en el poder de la rebelión indígena y popular. Quizá Ojeda entiende que un proyecto político así es imposible en el Ecuador de hoy y en definitiva habría que preguntarse si en esta ya cuarta novela, la escritora ecuatoriana más celebrada de los últimos años nos ayuda a comprender el Ecuador de los últimos diez. En parte, creo que sí.