Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Carlos Velázquez, El menonita zen, Océano, Ciudad de México, 2023, 272 pp.

 


Carlos Velázquez es un escritor proclive a los excesos. Qué mejor evidencia de esto que su libro de memorias El pericazo sarniento (selfie con cocaína), testimonio múltiple de su vida personal y del entorno social que le tocó como sino. En estas páginas hay lugar para su tan autocelebrado consumo de drogas, sus experiencias como habitante de una de las ciudades más peligrosas del mundo durante la fallida guerra contra las drogas, su anómala incorporación al campo literario mexicano y su pasión por la gastronomía norteña. Por lo mismo, aquí no solo transitan recuerdos de los dealers de poca monta con los cuales ha convivido, de sus exparejas a las cuales ha decepcionado, de sus amigos quienes encontraron en la droga un pretexto para el abismo, de sus editores preocupados por su salud, sino también episodios de sus tremendas comilonas propiciadas por el aturdimiento de la coca. No son escasas, tampoco, las alusiones a sus visitas al médico: ante la constante amenaza de problemas cardiacos, Velázquez reconoce como culpable su tendencia a inhalar y devorar todo lo hallado a su paso.

Si libro tras libro Velázquez ha logrado afianzar su poder narrativo en la construcción de personajes y de una imagen personal donde bregan distintas facetas del deseo —el deseo por transgredir, el deseo por consumir, el deseo por escribir—, no es raro que, ante una nueva entrega de cuentos, se decante por abordar los terrenos hasta ahora explorados. Siendo un escritor de obsesiones limitadas, lo raro habría sido encontrar en El menonita zen relatos que exploraran modos inéditos de narrar. Lo que aquí hallamos, sin más, es aquello en lo que Velázquez destaca: elaborar historias en las que personajes de distinto origen y latitud se enfrentan a deseos insatisfechos u ocultos, y los distintos conflictos propiciados al tratar de culminarlos.

El mejor ejemplo de esta fórmula llevada a la perfección es el que, desde mi perspectiva, es el cuento central del conjunto: “La fitness montacerdos”. En él seguimos a Kendra, mujer fitness que, al ingerir alcohol, se ve arrastrada por una curiosa inclinación: acostarse con “matalotes”, “mazacotes” o “puercolodontes” (los términos son del narrador). Al ser imagen del gimnasio que administra con su novio Chacho y del cual teme separarse si se entera de sus aventuras sexuales, Kendra se siente impelida a buscar ayuda con su psicoanalista, la doctora Rocha, mujer que, a su parecer, podría mejor su aspecto físico en el gimnasio: “en sus manos, con una rutina matona, la doc Rocha podría ponerse más fitness que Bárbara del Regil. Si algo desconcertaba a Kendra, además de su afición a los sebosos, eran las mujeres de alta autoestima”.

Algo señalado por la crítica desde la aparición de los primeros libros de cuentos del escritor norteño es su capacidad para romper, de forma ingeniosa, con estereotipos asociados a ciertos modos de vida. De ahí parte del entusiasmo suscitado por la publicación de La Biblia Vaquera: si la industria editorial había generado el mote de “literatura norteña” para denominar a una serie de obras cuyos temas eran el crimen asociado al narcotráfico, el desierto y modelos rancios de masculinidad, el dispositivo literario de Velázquez proponía, con riesgo y originalidad, una visión que rompía con esos moldes. Aquí, en contraste con sus siguientes publicaciones, los personajes carecían de profundidad porque el verdadero protagonista era el lenguaje: espacio de tránsito y explosión.

De esas primeras exploraciones literarias lo que persevera es la irreverencia. Trátese de crónica o cuento, Velázquez logra poner en crisis los lugares comunes y a veces sale bien librado. Si en “La fitness montacerdos” se recupera cierta idea de corporalidad saludable asociada al exceso de ejercicio y a la comida libre de grasas, es precisamente para ridiculizarla; sin embargo, con la aparición de Lencho, mariachi de proporciones astronómicas del cual se enamora perdidamente Kendra, se trasciende la mera sátira parar poner en escena un vínculo improbable, pero que evidencia las oscilaciones caóticas y complejas de las relaciones amorosas contemporáneas. Pocas veces, creo, Velázquez ha logrado indagar con tanto tino en cómo el amor congrega deseo y rechazo, placer y dolor. Al llegar al final del texto, uno sospecha que, si este cuento largo o nouvelle hubiera sido publicado de forma independiente, habría sido una mejor decisión que publicarlo acompañado de cuentos mal resueltos como son la mayoría de los restantes.

Que el escritor haya encontrado un modelo narrativo no significa, sin embargo, que funcione siempre. Claro ejemplo de esto son los dos relatos con los que abre el libro: “El fantasma de Coyoacanistán” y “El código del payaso”. El primero es una fallida historia de amor y de fantasmas; el segundo es, quizá, el relato más flojo del conjunto. El cuento inicia relatando cómo Rafael, luego de ser abandonado por su esposa, decide convertirse en payaso. A continuación, el narrador se apoya de una larga digresión para explicar los conflictos entre Rafael y Edgardo, su hermano mayor, quien ha estado empeñado en hacerle la vida imposible al primero. Al entrar en la Facultad de Sociología, Rafael se enamora de una mujer llamada Maru y se casa con ella. Con los años, su aparente estabilidad se viene abajo cuando se percatan de la imposibilidad de tener hijos. Es entonces cuando Edgardo aparece de nuevo para quitarle la esposa a su hermano. Esto causa tal trauma en Rafael que, por qué no, decide convertirse en payaso: si la felicidad le fue negada, de ahora en adelante se empeñará en hacer felices a los demás.

Muchos de los mejores cuentos que he leído funcionan a partir de las elipsis y los lugares vacíos. A través de la sugerencia y la ambigüedad. La mayor falla de “El código del payaso” quizá se cifra en la necesidad de explicar demasiado: la larga digresión de la que se vale el narrador para exponer los problemas entre los hermanos parece una técnica propia de las novelas naturalistas del siglo XIX y no de un cuentista ufanado de ser iconoclasta. Aunado a esto, la figura de Maru opera aquí como objeto de deseo y de conflicto y no necesariamente como un personaje complejo con capacidad de decisión. El final tampoco es prometedor; de hecho, ya es una constante en la obra del norteño acudir a acciones violentas de los personajes cuando no logra idear una forma creativa o inteligente para cerrar la narración.

Los otros relatos de El menonita zen, si bien no son malos, tampoco destacan por la factura de “La fitness montacerdos”. Acaso los más destacables son aquellos donde el escritor discurre sobre esa otra de sus obsesiones: la música. Así pues, esta aparece a través de un estresado y endeudado personaje al frente de una disquera independiente en “Discos Indies Unidos S. A. de C. V.”; aparece, asimismo, en ese otro relato coral con nombre excesivamente largo: “La biografía de un hombre es su color de piel (La accidentada y prieta historia oral de Yoni Requesound)”. Imposible no   ver en el protagonista de este relato un homenaje a Richey Edwards, aquel guitarrista y liricista legendario de los Manic Street Preachers que, en el punto más alto de su fama, desapareció —historia que, a propósito, Mariana Enríquez relata de forma magistral en varias crónicas de su libro El otro lado.

En suma, ¿qué encontramos en este conjunto de relatos? Para quienes se acerquen por primera vez al escritor norteño, ahora publicado por una editorial más grande como Océano, quizá presente una buena forma de conocer su peculiar estilo y sus obsesiones temáticas. Para quienes hemos seguido de cerca su obra, es inevitable no notar el agotamiento de sus recursos narrativos. Y se sabe: si bien es cierto que la repetición otorga placer, también lo es que genera, a la larga, pereza y distanciamiento.      

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