Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Gabriel Wolfson, No sé lo que soy pero sé de lo que huyo: Crítica de una literatura mexicana. Fondo Editorial Universidad Autónoma de Querétaro, Querétaro, 2023, 352 pp.

 


Hace veinte años —una eternidad— en el número 62 de Letras Libres (febrero de 2004) apareció una reseña del poeta y crítico español Juan Malpartida al libro de Jean Franco, Decadencia y caída de la ciudad letrada. La reseña tenía un título que jugaba con el de la profesora Franco y se llamó “Decadencia y caída de la crítica”. En esa época, Malpartida tenía 48 años y trabajaba como editor de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, de la que llegó a ser su director hasta 2021. Hoy Gabriel Wolfson tiene los mismos 48 años que tenía Malpartida cuando se lanzó contra la señora Franco, no solo por su escritura defectuosa sino porque encontraba en ella una deficiencia moral: la del que no mira nunca la viga en su ojo, pero pasa por buena persona interesada en los males y las injusticias del mundo. Más allá de que estemos o no de acuerdo con Malpartida, me parece interesante destacar el último párrafo de su reseña, que no por largo es menos interesante:

Jean Franco sufre el mismo mal que muchos otros de los compañeros intelectuales de su tiempo: tras haber defendido, más o menos abiertamente, a los regímenes comunistas o revolucionarios, han pasado a convertir al capitalismo moderno y sus democracias en el lado responsable de un tercer mundo (pobres e indígenas) que ha sido la víctima de la insaciabilidad y falta de escrúpulos de dichas sociedades prósperas. Añádase un poco de cultura alternativa y urbana, un puñado de gestos contestatarios, de diverso valor y significado, algunas novelas, pinturas y poemas que representen las heterodoxias sexuales y sociales, y tendremos un perfil del nuevo intelectual reciclado con las mismas fobias, solo que donde fue internacionalista ahora es nacionalista y autóctono, donde hubo un economicista (los lectores de Marx estarán de acuerdo) se encuentra ahora un furibundo denostador del capital (en la mejor tradición puritana), y donde había un universalista moral tendremos ahora a un (una) relativista cuyo único absoluto es el odio al Imperio. Jean Franco suma a estas características una visión romántica de la cultura: exaltación de la oralidad y de las tradiciones populares, espontáneas, concretas y ajenas al Estado. Solo una profesora de universidad (quizás habría que añadir: norteamericana) puede hablar de “la impoluta voz del pueblo”.

Sé que Wolfson habrá de perdonar este larguísimo rodeo antes de hablar de su libro, cuyo título es ya una declaración de fe: No sé lo que soy pero sé de lo que huyo, dice la primera parte del título, para luego aclararnos: Crítica de una literatura mexicana. Volveré más tarde al nombre del volumen, pero ahora quiero aclarar que el mismo Wolfson nos relata que él entregaba largas reseñas a la llorada, por ambos, revista Crítica, donde le permitían que no dijera nada del libro reseñado sino hasta la quinta página. Sé que me perdonará, también, porque uno de sus varios rechazos críticos parte de la molestia que le provocan los ensayos o reseñas que ejecutan “una cándida y tenaz deshistorización”. No sé si habré sido cándida, pero al menos intenté no olvidarme de la historia.

¿Qué pasó con la crítica en esos veinte años? ¿Tenía razón Malpartida? ¿Podemos ver algunos de los rasgos que él señalaba, como actuales? ¿Los descartamos porque los escribió un hombre blanco, heteronormado, miembro conspicuo de las élites culturales hispanoamericanas, actual miembro del Consejo editorial de Letras Libres? Todas esas preguntas me causan una enorme confusión que me lleva a preguntarme sobre los datos verificables de la realidad: dependiendo de quienes los profieran, ¿son válidos o no?

El libro de Wolfson consta de 34 textos (reseñas, artículos, ponencias, una entrevista y algún prólogo), más la presentación del volumen, escritos entre 2005 —un año después del artículo de Malpartida citado al principio de estas líneas— y 2021, cuando, cosas del azar, Malpartida se despedía de la dirección de Cuadernos Hispanoamericanos después de tres décadas de trabajar en la revista. En el penúltimo párrafo de su “Tiempo de adiós”, escribió: “Sin ocio no hay cultura, y debemos pensar que cualquiera que dirige una editorial o una revista ha de disponer de tiempo para leer, porque la lectura diaria, no solo de lo nuevo sino de lo remoto o aparentemente ajeno, forma parte inexcusable de este oficio”. Aunque muy probablemente Wolfson no reparó en este párrafo o lo leyó, lo cierto es que en ese periodo él se dedicó a leer lo más nuevo y aquello que, solo aparentemente, le era ajeno.

Los textos aquí incluidos no están ordenados cronológicamente, sino que fueron reunidos en cuatro secciones con los siguientes títulos: “I. Dos o tres generalizaciones”; “II. El XXI”, “III. México desde / hacia Hispanoamérica” y “IV. El siglo pasado”. Considerando que yo nací el siglo pasado, quizá debería comenzar estos apuntes hablando de los ensayos que lo constituyen, pero llama mi atención —porque llevo meses preguntándome por ese asunto— el titulado “El fin de la edad antológica”, incluido en el apartado III. Escrito en 2010, este ensayo trata sobre las antologías de poesía e inicia advirtiendo que el “clima poético mexicano” de ese tiempo tenía un “perfil polémico” —algo en lo que coincido pues, por esos años, la poesía se había transformado ya en un coto cerrado al que solo entrabas si eras avalado por la academia. En aquel ya lejano tiempo, si osabas contrariar a sus próceres eras tachado inmediatamente de “ternurita”—. Allí dedica sus primeras palabras a Divino tesoro, la muestra de poesía que Luis Felipe Fabre, de quien también se incluye en este libro una larga entrevista. En ese artículo y ya hablando de las antologías publicadas entre 1892 y 1941, lamento encontrarme con Even-Zohar, Lotman, Bourdieu y Mignolo —más preocupados por la sociología que por la literatura—, pero cada generación tiene sus clásicos y el libro que Wolfson comenta —Los museos de la poesía. Antologías poéticas modernas en español, 1892-1941 , editado por Alfonso García Morales— tiene a esos autores por muy importantes, diciéndonos de soslayo que ahora, para estudiar la literatura, no debemos acudir a los escritores que la producen, sino a los sociólogos que se sirven de ella para establecer teorías, multicitadas, por cierto, y pocas veces criticadas: son la nueva hegemonía (aunque se resistan a verlo). Me importa, en cambio, la percepción de Wolfson alrededor del fenómeno antológico, su relación con la Modernidad y las muchas inquietudes que me asaltan al advertir que las antologías, como antes las conocíamos, son casi un animal extinto. Me detengo en este punto para comentar que, desde el principio, Wolfson nos dice que hay literatura de la que huye y que va a hablar de una literatura, dando por hecho que existen muchas otras. Las razones de sus rechazos quedan explícitas en el prólogo y lo cito para no interpretarlo. Wolfson rechaza la crítica “que es pura celebración o propaganda, o bien sinopsis pedagógica a través de lenguajes infantilizados y ornamentales, y que ejecuta una cándida y tenaz deshistorización; por otro, [rechaza] a la que habla de los temas, nudos, ejes o ideologías de los libros sin detenerse en los procedimientos, aun en las minucias específicamente textuales, es decir, la que concluiría lo mismo si en vez de libro estuviera hablando de una película, un videojuego o una dispositiva”. No hay modo de no coincidir con Wolfson. Ya Gabriel Zaid, en “La muñeca de papel”, se había burlado en los setenta de esa crítica genérica e intercambiable.

Wolfson se asume “a un costado” de la discusión sobre la crítica a propósito de la oposición entre el lenguaje académico y el literario, oposición que, sin embargo, no considera relevante. Yo pienso lo contrario. Es tan relevante, que estoy de acuerdo con Wolfson en que la crítica de la literatura debe detenerse en los procedimientos —y el etcétera incluido en su cita—, y no debe ser canjeable. ¿Cuándo se vuelve canjeable? Cuando nos olvidamos del lenguaje y la construcción propios de las obras y queremos ajustarlas a unas teorías que, precisamente, lo que buscan es la homogeneización de la crítica. Afortunadamente, y aunque Wolfson es hijo de su tiempo y algunas veces de su rarificado lenguaje, la suya no es genérica y la mayoría de sus dardos son acertados.

Así me lo pareció cuando leí, hace casi diez años, la reseña que hizo del libro Octavio Paz en su siglo, de Christopher Domínguez Michael, incluido en este volumen, y no dudo que varios de sus apuntes habrán llevado al autor de esa biografía a considerarlos para publicar una segunda edición bastante corregida. Lo mismo me pasó con su “Alcances y límites de la revista Plural”, ensayo que leí en un tomo, previsiblemente crítico, dedicado al centenario de Paz (Se acabó el centenario) —que, coordinado por Wolfson, incluyó algunos textos a mi juicio poco serios—. Tanto el suyo como el de Nicolás Cabral, incluidos en ese libro, me encantaron. Si bien con el paso del tiempo y el conocimiento de la correspondencia del poeta y otros escritores cercanos a Plural podríamos disentir de algunas anotaciones o conjeturas de Wolfson, su perspectiva sobre los ejes centrales de la revista —“la independencia del escritor y la autonomía del sujeto creador”—, así como las tomas de postura de la publicación durante sus cinco años de vida me siguen pareciendo espléndidas.

Wolfson le pone un repaso crítico y justo a la aburridísima novela de Lizalde, poeta al que tanto admiro; sugiere que dejemos de considerar un “raro” a Francisco Tario —y me encantan las razones que alude para hacerlo, tomando en cuenta que a cualquier escritor, incluso canónico, se le puede considerar como tal—; escribe un entretenido y casi narrativo ensayo sobre Mariano Azuela; se detiene en la forma como un crítico “inventa” la forma de leer a un autor (en este caso Zaïtzeff a propósito de Torri); critica la “amañada disposición” de las obras completas de Martín Luis Guzmán y reivindica la necesidad de leerlo nuevamente; lee El libro vacío de Vicens bajo la luz de El laberinto de Paz, pero propone nuevas lecturas de la escritura de Vicens que, espero, podamos pronto conocer. Finalmente, maltrata, no sin argumentos, la edición de los diarios de mi escritor favorito, Salvador Elizondo. Este artículo, el último del libro (pero que no leí en su orden) manifiesta quizá una de ideas que más claramente se perfila en varios textos del volumen: a Wolfson le molesta el clasicismo y lo dice con todas sus letras. Al criticar la presencia de Enrique González Martínez —tío de Elizondo y poeta que, por cierto, me parece bastante menor— Wolfson nos deja ver de lo que huye: “la poética mexicana justamente clasicista, restrictiva e inútil”. No sé, para qué mentir, si estoy de acuerdo completamente con esto último, aunque la crítica de Wolfson a este poeta y a “su operador político-poético”, Torres Bodet, en el artículo dedicado a López Velarde, es feroz y ampliamente disfrutable. Ya sé que no debo decir que algo es disfrutable, que me gusta o me disgusta tal o cual texto. Perdónenme, como Antonio Alatorre, yo todavía creo que esas opiniones son válidas; sin embargo, ese siglo XX del que habla el autor —mi siglo—, de pronto me queda tan lejano como si Wolfson me pusiera frente al espejo de un tiempo que poco a poco se va diluyendo ante mis ojos.

¿Cómo lee a sus contemporáneos? En uno de los artículos que más me interesó —“Narrativa ‘joven’ en el imperio de la heteronomía: Rafael Toriz”, y después de discutir con pertinencia algunas de las ideas de Ignacio Sánchez Prado, dice esta frase fabulosa: “¿Y qué papel puede jugar la metaficción en ese escenario nuestro donde la mayor aspiración es ser elogiado en Barcelona y leído en los aeropuertos?” Solté la carcajada —aunque ya me había provocado comezón su elogio de la crítica de Sánchez Prado a la “autonomía literaria”, asunto que debe discutirse a la luz, justamente, de lo que el mismo Wolfson propone en su prólogo: leer la literatura desde su especificidad—. Me reí porque algunos de los escritores de los que habla podrían haberse leído, en su momento, teniendo delante aquella pregunta. Pero vino la pandemia —como el mismo Wolfson recuerda en el prólogo— y se llevó todo aquel bluff. ¿Qué nos dejó? Yo pienso, pero puedo estar equivocada, que nos dejó en el abismo de la victimización, de modo que toda literatura que se victimiza ocupa hoy el viejo lugar del aplauso en Barcelona (donde también hoy les aplauden y premian, por cierto). Son las “buenas personas” que hoy le dieron un puntapié a los arrogantes de los aeropuertos. ¡Pero les aplauden los mismos, van a los mismos aeropuertos y son igual de arrogantes! Entonces, ¿qué es lo que importa?: “detenerse en los procedimientos, aun en las minucias específicamente textuales”. Para mí, insisto, eso es parte de la autonomía de la literatura.

Debo confesar que nunca tuve esa devoción por Aguilar Mora que, desde Christopher Domínguez Michael hasta Gabriel Wolfson suscriben, pero admito que, como dice este, fue un ambicioso constructor de argumentos y en este tiempo de descalificaciones, la argumentación inteligente se agradece siempre. ¿Por qué no incluyó a Aguilar Mora en el siglo XX y sí en el XXI? Es una incógnita para mí, como tampoco me explico otras inclusiones en ese apartado donde se ocupa más bien de su generación y de otros escritores más jóvenes. Por otro lado, ya nos había advertido que no buscáramos unidad, de modo que no hay por qué hacerlo. Álvaro Enrigue, Guadalupe Nettel, Eduardo Antonio Parra, Luis Jorge Boone, Julián Herbert, Yuri Herrera, Cristina Rivera Garza, Chimal o Fernanda Melchor, entre otros, son los nombres más reconocibles en esta sección donde también incluye su crítica al libro de Domínguez Michael. Son evidentes sus filias y sus fobias y no tendría por qué ser de otra manera: es un crítico y yo aplaudo que asuma la función judiciaria de la crítica, que se niegue “al elogio imparable, desbarrancado”, como reconoce en la gran mayoría de los comentarios hechos a Temporada de huracanes, novela que analiza puntualmente. Me importa este artículo porque en él, quizá más que en ningún otro, podemos ver la estrategia crítica de Wolfson: aquella que desea sugerirnos desde su prólogo. Gabriel Wolfson quiere que lo leamos como alguien fuera del “sistema”, en su margen. Desafortunadamente para su deseo y afortunadamente para los lectores, no es así. Nadie que publica un libro, que edita otros, escribe en revistas y sobre quien se habla o se reseña, como es este caso, está “fuera del sistema”.

No quisiera terminar esta nota sin decir que, siendo una adoradora de las revistas, agradezco mucho varios de los artículos aquí incluidos, donde Wolfson habla de publicaciones como El Recreo de las Familias, de Rodríguez Galván; de Diáspora(s), la publicación cubana donde publicaron, antes de irse de Cuba, Rolando Sánchez Mejías o José Manuel Prieto —revista cuyo repositorio recientemente descubrí con emoción pero que, evidentemente, Wolfson conoce bien—, o las varias publicaciones periódicas de las que habla aquí y allá en el transcurso de su libro.

Espero que mi lenguaje no haya sido tan “infantilizado y ornamental” al querer situar a Wolfson en el tiempo en que —haciendo caso de Malpartida—, la crítica se volvió el muro de los reclamos identitarios. No estoy de acuerdo con algunos señalamientos de Wolfson, hay ensayos de imposible lectura para mí —el primero y, si me apuran, el segundo también—, pero lo que me parece central es que este libro nos pone a pensar.  Siendo así, más que hacer una reseña, a mí me habría gustado sentarme a discutir con Wolfson. ¿Qué más podría pedirse a un volumen de crítica literaria? El entusiasmo, palabra prohibida en los recintos donde las citas de autoridad son el pan de cada día, es el talismán que se agradece y salta al pasar las páginas del libro; por eso dan ganas de buscar a su autor para discutir con él y aprender también de él. Esto no es algo que me suceda a menudo en estos tiempos de crítica anodina y no puedo más que celebrarlo.

  • Aurelio Malamurga mayo 27, 2024 at 5:56 pm / Responder

    Me agrada tu prosa, aunque desconozca muchos de los temas.

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