John Guillory, Professing Criticism, The University of Chicago Press, 2022, 391 pp.
John Guillory, Cultural Capital (30th Anniversary), The University of Chicago Press, 2023, 440 pp.
El nombre de John Guillory (1952) resultará extraño para la gran mayoría de los lectores afuera de los Estados Unidos. Pero no es exagerado decir que, hasta antes de la publicación de Professing Criticism a finales del 2022 y la intensa discusión pública que se desarrolló en torno al libro durante el siguiente año, tanto el nombre como la obra de Guillory eran extraños para la gran mayoría de los lectores de su propio país. Había publicado en 1993 (un año antes de que apareciera The Western Canon, de Harold Bloom) el monumental Cultural Capital: The Problem of Literary Canon Formation, el análisis definitivo de las “guerras del canon” y los movimientos de “reforma canónica” que definen, desde los 60s hasta hoy y cada vez en más lugares del mundo, gran parte de los esfuerzos críticos de la academia y los medios públicos americanos. El libro fue recibido con admiración, declarada incluso por sus enemigos, pero su influencia en la crítica literaria durante los siguientes treinta años fue nula. Cultura Capital, me parece, padeció lo que el psicoanálisis llama un olvido motivado –la propuesta de Guillory implicaba una reorientación tan profunda de la crítica literaria que la única reacción posible fue, salvo casos aislados, olvidarla para poder seguir existiendo normalmente. ¿Qué explica, entonces, la presente explosión de interés en la obra de John Guillory? ¿Qué nos dice esta súbita visibilidad, representada cabalmente por la ya icónica foto de Guillory en su departamento de Brooklyn, enmarcado por un viejo reloj, un globo terráqueo, un retrato de la reina Isabel y otros objetos sorprendentes, publicada por The New York Times? ¿Qué ha encontrado la crítica literaria, en su sentido público y amplio, en la obra de este profesor de literatura renacentista, especialista en Milton y en la historia de la retórica?
Para responder estas preguntas, es necesario primero repasar la idiosincrática trayectoria intelectual de John Guillory dentro de la academia de los Estados Unidos. Podemos ofrecer una perspectiva inicial, amplia pero segura, señalando que Guillory practica esa forma de la crítica académica, tan común durante la segunda mitad del siglo XIX y tan desprestigiada hoy en día, que llamamos historia literaria. Su primer libro, Poetic Authority: Spenser, Milton and Literary History (1983), se propuso dilucidar un misterio histórico: los trabajos de Edmund Spenser y John Milton por escribir una poesía sagrada dentro de la cultura secular del humanismo renacentista. Este es un episodio de historia literaria porque contribuye a la definición y comprensión de esa forma específica de escritura que llamamos, en la modernidad, literatura. Al mismo tiempo, el interés por las formas poéticas de la “autoridad” revela la formación académica de Guillory durante el momento de la teoría crítica, esa peculiar alianza entre el posestructuralismo francés (Foucault, Derrida, Lacan, et al), los departamentos de literatura y los movimientos estudiantiles del ´68. De forma más restringida, podemos decir que la obra de Guillory se caracteriza por utilizar la historia literaria para iluminar ciertos puntos ciegos (el término “blindspot” es de suma importancia a lo largo de su obra) de la teoría literaria producida en Estados Unidos durante los últimos cincuenta años. Tanto Cultural Capital como Professing Criticism ofrecen narrativas (más bien: contra-narrativas) históricas que cuestionan las premisas de debates fundamentales: qué es lo canónico, en el primer caso; cuál es la función de la crítica literaria, en el segundo.
En Cultural Capital, Guillory busca revelar y desarticular “the theoretical assumptions upon which the practice of canonical revision has been based”. A diferencia de ciertas lecturas que, hasta el día de hoy, relacionan la crítica del canon con un mítico marxismo cultural, Guillory argumenta que las premisas del reformismo pertenecen al liberalismo pluralista, la cultura política prevaleciente en los Estados Unidos durante la mayor parte del siglo XX. Dentro de este contexto político “individuals are conceived in their relation to the state as members of groups whose interests are assumed to conflict. Hence the object of representing this groups within the legislative institutions of the state […] ‘Representation’ in political institutions now describes an important objective for many social groups…”. Guillory argumenta, así, que la revisión del canon se ha sustentado en el desplazamiento irreflexivo del concepto de “representación” de la teoría política a la teoría literaria. No es posible repasar aquí todos los aspectos de la inteligentísima crítica de Guillory a la “representación,” que incluye análisis devastadores del concepto de “identidad social” o de la falsa analogía entre lo “no-canónico” y los “grupos dominados”. Pero vale la pena señalar que el desplazamiento de la “representación” de lo político a lo literario no es necesario y responde más bien a una situación social concreta, la crisis de las instituciones democráticas de los Estados Unidos: “In retrospect it was only in the wake of liberalism’s apparent defeat in American political culture that such agendas as ‘representation in the canon’ could come to occupy so central a place within the liberal academy”. En este sentido, la “representación” no solo desplaza, sino que sustituye o compensa lo político a través de lo literario: la diversidad social que no se encuentra en los mecanismos del Estado se busca en el canon literario. Así, “the latter sense of representation conceives the literary canon as a hypothetical image of social diversity, a kind of mirror in which social groups either see themselves, or do not see themselves, reflected”. Guillory denomina esta compensación “the imaginary politics of representation”, donde “imaginación” indica un objeto –las imágenes– pero también una confusión: la creencia de que cambiar el canon es cambiar la sociedad, como si el canon fuera el mundo.
En contra de las narrativas que imaginan la formación del canon literario como un proceso de exclusión histórica, basado en nociones contemporáneas de identidad social (no solo las antiguas categorías nacionales o religiosas, sino las más recientes basadas en el género y la raza), Guillory ofrece un análisis del canon literario como “capital cultural”. No es necesario entrar aquí en una discusión profunda sobre este concepto, que Guillory toma del sociólogo francés Pierre Bourdieu. Baste decir que la noción de capital cultural implica entender la literatura como una forma prestigiosa de la lengua cuyo placer y conocimiento implica prácticas cultivadas (aprendidas, artificiales)de lectura y escritura. Según esta definición, la formación del canon no registra un proceso de exclusión social, sino un proceso de selección en el que distintas formas de la escritura adquieren, históricamente, el prestigio de una lengua cultivada. El principio que ha dominado la formación del canon literario no es entonces la identidad social del autor, sino la noción de “lenguaje literario”, una forma distinguida de la escritura. Entender la historia del canon así significa prestar atención, por ejemplo, a la emergencia de los cánones vernáculos en los albores de la modernidad, como parte de una revaluación general de las lenguas vulgares frente a las lenguas clásicas; o considerar la lucha de la novela durante los siglos XVIII y XIX por consagrarse como un género literario, con un prestigio análogo al del teatro y la poesía.
Pero entender la literatura como capital cultural implica otra vuelta de tuerca. Guillory argumenta que la noción de “lenguaje literario” es la condición, pero no la razón suficiente de aquello que denominamos canónico. En última instancia, lo canónico no designa una propiedad de la obra misma, sino que expresa un proceso de transmisión –canónicas son aquellas obras literarias que se preservan y se transmiten de generación en generación. Esta observación obvia es necesaria para enfatizar algo más importante: que la transmisión nunca es espontánea y sucede a través de ciertas instituciones y prácticas sociales. Desde la emergencia de los cánones vernáculos, la institución social principalmente encargada de la selección, preservación y transmisión del lenguaje literario ha sido la escuela, pues es ahí donde se regulan más ampliamente las prácticas de lectura y escritura en la modernidad. Guillory señala que, precisamente porque la lectura y la escritura son un capital cultural que no se reproduce espontáneamente y requiere de un proceso social de transmisión, la dimensión política del canon debe concebirse como un problema de acceso: lo esencial no es verse representado dentro del canon, sino poseer las artes de lectura y escritura que permiten el disfrute de lo canónico, de aquello que hemos decidido recordar. El proyecto de “democratizar” el canon, en este último sentido, sólo puede ser entendido como una democratización del acceso al lenguaje literario, su transformación en un bien común.
A partir de estas premisas, desarrolladas en el primer capítulo de Cultural Capital, Guillory despliega una narrativa de largo aliento que se enfoca en tres momentos específicos de la formación del canon inglés: la consolidación de un canon vernáculo en las academias disidentes –instituciones pedagógicas que rompieron con el anglicanismo– entre los siglos XVIII y XIX; la emergencia de un canon modernista en las universidades inglesas y americanas durante las primeras décadas del siglo XX, a través de la obra de T.S Eliot y su revaluación crítica de John Donne y los poetas metafísicos; la introducción de la teoría crítica en Estados Unidos a través de la docencia de Paul de Man y la paradójica consolidación de un canon teórico, que depende del canon literario al mismo tiempo que declara su independencia. Guillory muestra que, en todos estos casos, lo que estaba en juego era el concepto mismo de “literatura,” tanto su definición como su posición dentro del sistema de disciplinas académicas. Los tres son estudios históricos maravillosos, eruditos y originales, ambiciosos y sutiles. Algunos argumentos son tan provocadores que merecen ser repetidos, sin más. Un ejemplo entre muchos posibles: la idea de que el lenguaje técnico de la deconstrucción es un esfuerzo por reprimir la relación erótica entre maestro y alumno en la pedagogía literaria contemporánea (!).
Pero Cultural Capital deja lo mejor para el final. En el último capítulo del libro, Guillory regresa al debate inaugural para reflexionar sobre una de las consecuencias de la crítica identitaria del canon: “It is scarcely surprising that a critique of canon formation which reduces that process to conspiratorial acts of evaluation is compelled to regard the discourse of the aesthetic as merely fraudulent, as a screen for the covert affirmation of hegemonic values which can be shown to be the real qualification for canonicity in the first place”. Dentro de la lógica identitaria del canon, las obras literarias adquieren canonicidad porque representan los valores de un grupo determinado (los europeos, los hombres, la burguesía, pero también, inversamente, las mujeres, los homosexuales u otras categorías marginales). Lo estético, concebido como un valor independiente de la obra literaria, independiente precisamente de los valores grupales que la obra supuestamente expresa –“as ‘aesthetic’ objects, cultural works are not so much the sum of the values they express as the effective transcendence of them, the embodiment of ‘aesthetic’ value”– se revela como un “fraude”, una estratagema para el engaño: como ideología. En contra de esta comprensión del valor estético como máscara, Guillory ofrece una genealogía del concepto de valor estético, ubicando su origen en las discusiones más amplias sobre el “valor” características de la filosofía moral practicada a finales del siglo XVIII por intelectuales como Adam Smith y David Hume. La filosofía moral produjo una distinción entre dos tipos de productos humanos “on the basis of whether they were directed to the end of utility (the commodity, the object of craft) or to the end of contemplation (the work of art)”. Esta distinción entre objetos representa el momento final de la filosofía moral, pues a partir de entonces se desintegrará en dos disciplinas distintas: la economía política, encargada del estudio de las mercancía u objetos de utilidad, y la estética, encargada del estudio de las obras de arte u objetos de contemplación y belleza.
El concepto de valor estético emerge históricamente como un esfuerzo por describir ciertos productos humanos que no pueden ser entendidos únicamente por su relación con el mercado económico y sus valore de “uso” y “cambio”. En su sentido más amplio y fundamental, la noción de valor estético indica que ciertos objetos son irreducibles a la lógica del uso y el cambio, que ciertos objetos son inconmensurables (la fantasía del mercado económico, como bien observa Guillory, es que todo es intercambiable). La interpretación de lo estético como una máscara es objetivamente antihistórica y solo se sostiene a partir de las premisas equivocadas de la crítica identitaria del canon. Aún más: esta forma de la crítica es decididamente reaccionaria, pues la reducción de lo estético a los valores tribales que las obras supuestamente expresan niega la posibilidad de construir lo universal como un objeto político. Para Guillory, una cultura democrática no es aquella en la que ha desaparecido el juicio estético, sino aquella en donde su práctica se ha universalizado. Las últimas líneas de Cultural Capital son estremecedoras: “In a culture of such universal access, canonical works would not be experienced as they often are, as lifeless monuments, or as proof of class distinction. In so far as the debate on the canon has tended to discredit aesthetic judgment, or to express a certain embarrassment with its metaphysical pretensions and its political biases, it has quite missed the point. The point is not to make judgment disappear but to reform the conditions of its practice. If there is no way out of the game of culture, then, even when cultural capital is the only kind of capital, there may be another kind of game, with less dire consequences for the losers, an aesthetic game. Socializing the means of production and consumption would be the condition of an aesthetics unbound, not its overcoming. But of course, this is only a thought experiment”. En esta modesta propuesta utópica –nada más que “un experimento intelectual”– la distinción social no desaparece, sino que se identifica con la práctica del juicio: el juego de la distinción social ocurre totalmente sobre el terreno de la estética. El objeto de esta estética socialmente liberada (“unbound” puede traducirse como liberado, pero también remite a lo que no está encuadernado, es decir, a lo no libresco) ya no sería únicamente la obra de arte, sino los distintos modos de vida (“lifestyles”), las distintas artes de vivir.
Publicado casi treinta años después, Professing Criticism ensaya nuevamente la obsesión fundamental de Guillory: la transmisión de las artes de la lectura y escritura. El objeto ahora no es la formación del canon, sino la (bien o mal denominada) crisis de las humanidades: la reducción del estudio de la literatura y la filosofía en los estudios secundarios, y la consecuente caída de matrículas a nivel universitario; el recorte del presupuesto público para las instituciones culturales; su aparente irrelevancia frente a los medios visuales de comunicación. Fiel a su manera de hacer, Guillory ofrece aquí una historia de la crítica literaria, con el objetivo de definir precisamente cuál ha sido y cuál puede ser su función pública. Como en el caso de Cultural Capital, se trata de un relato erudito y original, que va desde el colapso moderno de la retórica como un sistema pedagógico integral, construido en torno a las artes de hablar, leer y escribir, hasta nuestro presente globalizado, en el que el inglés articula un vasto mercado literario internacional.
La historia y pre-historia de la crítica literaria que Guillory propone abarca casi seis siglos, pero gira en torno a un momento preciso: las últimas décadas del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, cuando la crítica literaria pasó de ser una práctica amateur, cuyo espacio eran los periódicos de la esfera pública, a ser una práctica profesional, cuyo espacio son las universidades modernas. Amateur, aquí, no expresa un juicio de valor, sino una condición social objetiva: el hecho de que la legitimidad pública del crítico descansaba en su escritura misma y no en la autoridad profesional derivada de la credencialización escolar. En otras palabras, el crítico no era todavía un experto. Professing Criticism no es, sin embargo, una celebración ingenua de lo amateur, ni una condena fácil de la profesionalización. Más bien, el tránsito de la crítica literaria es análogo al de la literatura misma, desplazada por los nuevos medios culturales (la radio, el cine, la televisión, el internet) desde su lugar central en la esfera pública del siglo XIX hasta el lugar marginal que ocupa hoy. Entender este tránsito significa definir el lugar preciso en donde se sitúan la literatura y la crítica literaria dentro de la sociedad contemporánea y su sistema de medios. Paradójicamente, Guillory argumenta que la crítica solo podrá legitimar su verdadero valor social a partir del reconocimiento de su grandeza pasada y su miseria presente –su dignidad de rey caído, parafraseando a Pascal.
El relato de Guillory sobre la profesionalización de la crítica literaria se sustenta en una teoría general de las profesiones, derivada principalmente de Nietzsche y del sociólogo norteamericano Kenneth Burke. Su tesis es sencilla y elegante: “all profesional formation is also, necessarily, deformation”. El término “de-formación” contiene un doble movimiento simultáneo: adquirir una forma es al mismo tiempo suprimir la totalidad de la que toda forma concreta es solo una parte. Así, el término “deformación profesional” implica según Guillory una ambivalencia constitutiva de toda actividad especializada. En el caso de los conocimientos especializados, esto significa que “all new learning is also the inception of new ignorance, the widening of a blind spot that, if it does not engulf the visual field, can dangerously contract it”. Toda profesión –ocupaciones basadas en conocimientos especializados– necesariamente produce “a certain bias of perspective, a way of seeing the world from within an occupational enclosure”. Para ilustrar el doble movimiento que toda práctica especializada implica, Guillory recupera algunos pasajes de la La gaya ciencia en los que Nietzsche ataca y elogia, al mismo tiempo, al filósofo qua especialista: “Almost always the books of scholars are somehow oppressive, oppressed; the ‘specialist’ emerges somewhere – his zeal, his seriousness, his fury, his overestimation of the nook in which he sits and spins, his hunched back; every specialist has a hunched back. Every scholarly book also mirrors a soul that has become crooked; every craft makes crooked […] On this earth one pays dearly for every kind of mastery. I bless you even for your hunched backs…because your sole aim is to become master of your craft.” Guillory señala que el poder analítico de estos pasajes se sustenta en “the indissoluble union of mastery and deformation”, perfectamente expresado por Nietzsche como “every craft [Handwerk] makes crooked”. Hay en la descripción de Nietzsche, además, un tipo de deformación profesional característica de los profesores: “Uncertainty about the social aim of scholarship is the condition for the deformation that is expressed as the compensatory assertion of the very grandest aims. Nietzsche’s comment on the scholar’s ‘overestimation [Überschätzung] on the nook in which he sits and spins’ specifies the inflection of narcissism specific to scholarship, as opposed to medicine or other professional fields”. Se trata de un narcisismo particular, derivado del incierto valor social de su trabajo, y que lleva a los profesors a sobreestimar la importancia de su objeto y, así, su propia importancia.
El presente de la crítica literaria está marcado crucialmente por la emergencia del crítico literario profesional a lo largo del siglo XX. La transición de lo amateur a lo profesional implicó lo que Guillory llama un proceso de formalización, en el que el crítico literario debió acomodarse a “the various standarized techniches of research, style of argument, and modes of publication that mark given activities and writing as ‘scholarly’ in nature”. Guillory muestra, sin embargo, que el proceso de formalización de la crítica literaria en las universidades no fue uniforme y más bien se define, hasta nuestros días, por una batalla permanente entre el principio crítico (generalista) y el académico (especializado). Desde los 60s en adelante, la afirmación del principio crítico ha constituido inevitablemente una paradoja, pues el carácter general de la crítica literaria –la posibilidad de realizar una crítica de la sociedad a través del texto literario– se ha expresado a través del lenguaje híper especializado de la teoría, “a rebarbative dialect that sometimes has a more performative tan communicative function”. Esta paradoja apunta a un hecho incontestable que la crítica literaria ha preferido ignorar: la literatura ya no ocupa el espacio de lo general dentro de nuestra sociedad. En otras palabras, existe una contradicción objetiva entre los espacios de la crítica (universidades y revistas especializadas) y sus motivos (la crítica de la sociedad). ¿Cómo desarrollar una práctica crítica/generalista en torno a un objeto cultural que la sociedad misma ha especializado a través de su marginación? A partir de esta contradicción, Guillory ofrece una definición sorprendente del crítico profesional de nuestros días: “The word ‘profession’ has a long and interesting history, including the concept of the ‘profession of faith […] I want to activate here the religious sense of ‘profession’ to suggest that the professional career of the scholarly critic today functions simultaneously as a covert prophetic career, the secret redemption of the critic’s amateur past, when the critic stood over against society in the reoccupied position of prophet”. El crítico de nuestros días no se define a partir de su oposición a lo amateur (una estrategia propia, más bien, de la primera mitad del siglo XX), sino por su deseo secreto de cumplir la función profética que sus antepasados amateurs realmente cumplieron en la esfera pública del siglo XIX: J’Accuse…! Este deseo es secreto precisamente porque reconocerlo implicaría admitir la marginalidad necesaria de toda crítica literaria profesional y, quizá, de toda crítica literaria en el presente. Satisfacerlo implicaría nada menos que la desaparición del crítico profesional, es decir, del sujeto mismo que desea y produce esta fantasía.
Este deseo secreto define la deformación profesional de la crítica literaria en nuestros días. Sus efectos deformadores van desde la extrema dificultad del lenguaje crítico hasta la primacía de lo que Guillory llama “topicalidad”, la apreciación de textos literarios según la relevancia social de sus temas. A través de estas estrategias, la crítica profesional compensa simbólicamente su marginalidad, re-imaginándose en el centro mismo del mundo social. Pero el efecto más interesante –en apariencia contrario a los dos primeros, en realidad determinado por la misma lógica profunda– es el regreso al escenario de la crítica de un personaje muy popular a principios del siglo XX, que Virginia Woolf llamó el lector común y Guillory llama el lector laico. ¿Qué puede significar el regreso de este personaje ahora, precisamente cuando los lectores de literatura son tan poco comunes? La respuesta de Guillory es compleja. Sin duda, el regreso del interés por las formas laicas (no especializadas) de la lectura es un verdadero ejercicio de autoanálisis y revela una verdad: “the literary professoriate has begun to recognize its professional deformation in just the way such deformations are typically recognized by the laity: as a turn away from the profession’s proper clientele. For our discipline, the identity of this clientele is neither the professoriate nor society as a whole but the readers of literature, and the question before us now is how well we have served them”. Al mismo tiempo, precisamente porque el interés en el “lector de literatura” vuelve a aparecer con una función compensatoria, como un esfuerzo por recuperar imaginariamente la posición central de la literatura en el mundo social, se trata en cierta medida de un personaje fantástico, producto de la fantasía del crítico profesional: “In this world of ‘common readers,’ literary criticisms might even recover its lost social authority”. En otras palabras, el regreso del lector común revela que el último giro en la profesionalización del crítico literario es la idealización, e incluso la envidia, de lo amateur. Precisamente porque regresa como un fetiche, el “lector común” es al mismo tiempo el antagonista y el otro ideal del crítico profesionalizado. Se produce así una relación tergiversada entre lector y crítico, cuya mayor consecuencia es tentar a la crítica literaria con un regreso a la falsa inocencia del aficionado.
Si queremos pensar en una relación alternativa entre lo amateur y lo profesional, es necesario primero deshacerse de la visión idealizada del lector común que emerge como una suerte de neurosis del crítico. Guillory nos recuerda que muchas veces el lector común es un mallector: se identifica con los personajes, toma partido, juzga moralmente al autor; o espera una gratificación inmediata, algo que pueda identificar con su presente y consigo mismo. Los lectores comunes enjuiciaron a Flaubert, condenaron Las flores del mal. Para imaginar una reconciliación real entre ambas prácticas de lectura, Guillory las sitúa en una categoría más amplia, que denomina las “prácticas éticas”de la modernidad: “a practice of self-improvement, achieved in and through the experience of pleasure. This practice is the condition for the distinction between lay and professional reading, as also for the bad conscience of both, the tendency of lay reading to fall to the level of mere consumption or entertainment, and the tendency of professional reading to express frustration in the face of the lay reader’s resistance to having naïve pleasure called into question”. Hemos olvidado que la práctica de mejorarse a uno mismo a través del placer es una de las conquistas fundamentales de la modernidad. Estos placeres cultivados –entre los que se encuentra la lectura literaria, pero también el ejercicio físico, la cocina, la conversación con amigos, el sexo, la música y la pintura, “or any number of other pleasures which enlarge our experience and enrich our sensibility”– se caracterizan por requerir un aprendizaje, es decir, una disciplina: “The pleasure to be had in works of literature is availabe to anyone who can read at least in their native tongue –but not without some pain”. Pero el propósito de esta disciplina y este dolor solo puede ser la intensificación del placer,una experiencia más profunda y compleja del placer. Guillory propone que la subordinación de la disciplina al placer expresada en la noción de una práctica ética caracteriza tanto la lectura laica como la lectura profesional de literatura. Superar la idealización de lo amateur significa, entonces, comprender la lectura y la crítica literaria como un placer cultivado, hecho de “labored pleasure[s]” y “pleasant pains”.
¿Qué ha encontrado, y qué puede encontrar todavía, la crítica literaria en la obra de John Guillory, este inteligentísimo profesor de literatura? Una defensa del placer literario como el fin legítimo de la lectura y la crítica, sin duda. Pero quiero sugerir algo más, insinuado apenas en Professing Criticism: a través de la defensa del placer literario, la crítica encuentra su verdadera función pública como una defensa de la cultura secular. Definir la lectura literaria como una práctica ética –una práctica del cuidado del yo sustentada en el placer cultivado, el placer que requiere un poco de dolor para disfrutarse más plenamente– implica defenderla del reino de la moralidad: “… it has becomes fashionable to speak of an ‘ethics of reading,’ a notion that unhappily reduces ethics in the usual way to a version of morality. Between the Greeks and ourselves, Christianity erected the great wall of morality, meaning the choice between good and evil, right and wrong. But for the Greeks, an ethos or ‘way of life’ implied rather a choice between goods, a cultivation of the self not based on notions of sin or prohibition”. En contra de la distinción entre el bien y el mal, que demarca siempre una prohibición, la ética comprende la vida social del individuo como una “elección entre bienes” o entre distintas formas de cultivarse a través del placer y la disciplina. Para Guillory, la creciente moralización de la literatura (y otros espacios y prácticas sociales) revela que la crisis de la crítica literaria es el síntoma de un problema social mucho más profundo: nada menos que la crisis del placer como un fin legítimo de las prácticas humanas. La crisis del placer literario es evidente, por ejemplo, en su politización: “Our most advanced theoretical defense of pleasure tends to celebrate it only when it comes dressed in the garb of a transgressive politics. To politicize pleasure is once again to moralize it and thus to misplace the politics of pleasure, which resides in the question of what social conditions must obtain in order for individuals to develop the possibilities of pleasure, including the pleasure of reading”. Recuperando las reflexiones de Barthes en torno al placer del texto, Guillory señala que la “alienación política” más profunda de nuestros días reside en el hecho de que “pleasure no longer pleases anyone”. ¿Qué nos espera más allá de la práctica revolucionaria, radicalmente antigua y moderna, del placer cultivado? ¿A qué otro fin legítimo pueden ser subordinadas las distintas formas del hacer humano? ¿La moralidad colectiva? ¿El fundamentalismo religioso? ¿El desierto de la ideología? Contribuir a la respuesta de estas preguntas, que rebasan el ámbito restringido de la literatura, será sin embargo la tarea pública de la crítica literaria en los años por venir.
Muy buena reseña!