Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Marian Engel, Oso, Impedimenta, Madrid, 2024, 176 pp.


Publicado en 1976, Oso, de la canadiense Marian Engel, es un paseo encomiable para adultas, como lo fueran aquellas idas al bosque que, cuando éramos pequeñas, nunca se sabía cómo terminarían y resultaron en recuerdos (imágenes) a los que no se piden explicaciones, sino que se acepta, de facto, la perplejidad con que nos dejaron.

Asimismo, Oso es la redención de la novela que hace uso de la invención realista, sobre la que decía Vargas Llosa en su reflexión sobre Madame Bovary que es novela de acción y no de ideas. Con un lenguaje que es usado como el vehículo y no como el fin, la lectora solo quiere terminar rápidamente los 22 capítulos que no tienen título, porque todo es una historia que se cuenta en una noche de fogata, por lo cual no puede dejarse a la mitad y es necesario saber qué pasará con Lou, la protagonista, y Oso, en una sola ración.

La vida de Lou sucede en Toronto, donde las estaciones, a diferencia de México, dictan la cotidianidad. Si es verano y hasta mediados de otoño, el trabajo, el esparcimiento, las reuniones sociales parecen dispersarse, sonreír. Si es invierno, y hasta finales de primavera, la nieve, el viento, la ciclotimia ralentizan los contactos humanos. Miradas ateridas, desenfocadas, es lo normal en las calles del centro o en las estaciones del metro. La naturaleza, pues, es la que dicta la vida, y en ella cabe todo, en un sentido darwiniano.

Lou es bibliotecaria, archivista, bibliófila y, por lo tanto, fetichista, adicta, coleccionista. Escribía Francisco Mendoza Díaz-Maroto en su Introducción a la bibliofilia, que esta pasión, modo de vida y personalidad, es un fenómeno con grandezas y miserias, luces y sombras, al tener, como síntoma, una pasión desmedida por los libros, por las rarezas y tesoros bibliográficos, lo que provoca sinsabores sobre todo en cuestiones de relaciones entre humanos. La protagonista, a la que observamos vivir como se observa a una especie, trabaja en un instituto, recuperando y catalogando documentos que tienen que ver con la historia de su comunidad.

El hecho que desencadena tan exquisita problemática sobre los predecibles días de Lou, sobre la improbable aventura de una archivista que solo aspira a deleitarse, a la luz del invierno –esa que no es tan grotesca ni deja ver la realidad del presente–, en el pasado de sus mapas, de sus cartas gastadas y sus papeles arrugados, es el anuncio y petición de su jefe de ir a evaluar y catalogar documentos históricos del finado coronel Jocelyn Cary, otorgados, tras un largo pleito legal, al instituto donde laboran. La relevancia de la biblioteca, hipotetizan ambos, podía ser la de dar luces sobre los primeros asentamientos de Toronto y, dada la importancia del coronel nacido en tiempos de la Revolución Francesa, soldado de las guerras napoleónicas y luego asentado hasta el fin de sus días en dicha isla a la que bautiza Cary, por ser ya de su propiedad, ofrece a Lou un fin de primavera y un verano entretenido y singular.

Lou partirá a la casona abandonada de la isla sin más contacto humano que el de Homer Cambell, quien será su Virgilio o, por lo menos, su tendero y guía rápida de problemas domésticos. Habrá que hacer inventarios no solo de libros o de papeles, sino de objetos, de antigüedades, de basura y, para su sorpresa, habrá de incluir en el usufructo a un oso. Un oso viejo, encadenado en el garaje o establo que siempre había vivido allí, acostumbrado a la presencia femenina, sobre todo, de la tía de Cary, Lucy. Con el consejo de “tratarlo como a un perro”, Lou comienza a cohabitar la cabaña con el oso y este es el hilo de la novela.  

Así, Oso es el relato transcurrido entre un verano y un otoño de Lou con un animal que, tomando las palabras de Marta Riezu en Agua y Jabón, confirmará que es un ser completo que “no se necesita más que a sí mismo”, ejemplo de la elegancia y la gracia instintiva. Un compañero del ser humano con una personalidad, una historia y con secretos, los cuales, al paso de esta trama, se van develando en favor de una defensa sobre la relación de amistad entre las personas y las bestias, como era normal, ensaya Riezu, hasta antes de que comulgáramos con Descartes y su dualidad en el siglo XVII. En momentos de la novela, la protagonista interiorizará a la bestialidad y, en otros, la bestia será más humana que Lou al negarse a caer en mezquindades o arrebatos febriles, producto del dominio de los afectos.

La lectora se dejará llevar por la facilidad de entablar relaciones profundas con quien sabe escucharnos y vernos, con quien olfatea nuestra presencia y no nos cuestiona a pesar de nuestros actos erráticos, irracionales. Relaciones descritas por la voz omnisciente que todo lo sabe sobre Lou y que, por eso mismo, irá poco a poco encantando a quien, por venturoso azar, ha caído en las garras de esta novela tan deliciosa por su escritura como por su físico, aspectos que enarbolan a los libros impresos de Impedimenta que ofrecen al tacto su papel texturizado y a la vista, una hermosa imagen de cubierta de Gabriella Barouch.

En la contracubierta se nombra a Marian Engel (1933) como parte del canon de la literatura canadiense donde están Alice Munro (1931) y Margaret Atwood (1939). Menos conocida Engel, claro, en las bibliotecas hispanas porque no recibió el Nobel como la primera y tampoco se volvió bestseller por su incursión a la demanda streaming, como la segunda. Engel está entre las dos, afín a la escritura de Munro, tan de condiciones femeninas, tan de cuadros costumbristas, y no distante de las distopías de Atwood originadas por mujeres tan profundas como inconformes, tan lastimadas como nunca víctimas. Las tres, con escenarios de nieve, bosques y lagos congelados canadienses, tienen en común el escribir, decía Natalia Ginzburg en “Apuntes sobre la historia” (Vida imaginaria), novelas para los demás. Esto es, historias que no tienen que ver con la necesidad de las autoras de escribir para sí mismas, para estar menos tristes, menos solas o angustiadas.

Y, en Oso, sobre todo, hay, como decía Ginzburg de la novela de Elsa Morante, una ausencia de los vicios del espíritu y sí una voluntad de, y por eso acude Engel a la tercera persona, crear nuevas posibilidades de vida más allá de lo que uno pudiera imaginar. Esa característica tan generosa es quizás el motivo mayor para leer esta novela que descolocará a la lectora tradicional, y dejará cuestionamientos ontológicos ya abordados en su tiempo por Aristóteles sobre la concepción moral de los animales y su relación con el comportamiento humano, entre otras tantas delicadezas que puede dejar la libertad de lectura y el disfrute de eso, de una gran historia, quizás de amor, erotismo y soledad.

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