Alejandro Lámbarry, El viajero. Sergio Pitol 1963-1988, Editorial A Contracorriente, Raleigh, 2024, 291 pp.
Conocí a Sergio Pitol la mañana nublada de un domingo de octubre de hace casi ya veinte años. Recalco que se trataba de un domingo y de octubre porque fue precisamente ese día que el horario de verano, práctica ahora ya desterrada de la temporalidad oficial mexicana, llegaba a su conclusión y volvía a entrar en vigor el tiempo regular. De esto, sin embargo, yo no estaba consciente, por lo que llegué una hora antes al lugar donde me lo presentarían. Supuse que mis anfitriones se habían retrasado y esperé varios minutos intentando que Pitol no se percatara de mi presencia. Al cabo de media hora en la que nunca me pregunté si la razón por la que nadie más aparecía tendría algo que ver con el cambio de horario, la menor de mis preocupaciones en ese entonces, decidí acercarme a él y presentármele directamente. Ese destiempo que marcó el comienzo de nuestra amistad se mantuvo latente en muchas de las facetas a las que tuve fortuna de aproximarme, aunque por supuesto nunca logré dilucidar bien buena parte de los claroscuros que lo hacían el escritor en el que se convirtió y que parecían haber quedado relegados a la bruma de sus años fuera de México, de la que solo se permitía revelar los detalles que ya figuraban en sus libros, y alguno que otro que mediante un tácito pacto de caballeros estaba destinado a no difundirse.
Ya desde ese entonces Pitol solía decir que esa bruma de la que hablo se despejaba y permitía apreciar el paisaje ignoto de su vida íntima en los diarios que laboriosamente trabajó a lo largo de su trayectoria y que, como en el caso del archivo de muchos otros escritores, terminarían en el depósito de la Universidad de Princeton. No obstante, desde antes de su fallecimiento ya se resentía la carencia de una biografía que diera cuenta sobre estas vicisitudes y que al mismo tiempo se alejara de los vicios de la academia, vicios que ciertamente él mismo propició en distinto grado, dependiendo del alcance de su influencia. Si bien El viajero. Sergio Pitol 1963-1988, libro publicado por Alejandro Lámbarry en 2024, no es esa biografía (porque, además, no es su intención), mucho se le acerca y me atrevo a afirmar que es lo más parecido hasta la fecha, cuando la muerte del autor de El arte de la fuga supera ya el lustro.
En una declaración de intenciones, el biógrafo afirma que “Todo lector de diarios personales tiene una inclinación voyerista”, y ciertamente este es uno de sus grandes aciertos: Lámbarry se sumerge en los capítulos menos conocidos de la vida de Pitol y vuelve a la superficie con un vasto espectro de anécdotas a las que, además, tiene la virtud de darles sentido en medio del frenesí de los años que el retratado pasó en distintos países de Europa y Asia. El tema principal es, por supuesto, la homosexualidad de Pitol, un secreto a voces en el medio literario mexicano del que poco se habló en vida del escritor veracruzano y quizás mucho menos después de su muerte y del más que conocido pleito entre sus herederos y las instituciones que lo cobijaron a su vuelta a México.
En un minucioso repaso por todas las ciudades que Pitol habitó durante sus años en Europa –una recapitulación que incluye sus breves estancias en México y que sirve para vertebrar todo el libro–, Lámbarry toma una respetuosa distancia de los eventos ya narrados e incluso reciclados por el mismo biografiado en sus textos memorialísticos para, en su lugar, adentrarse en las relaciones íntimas que embelesaron y atormentaron a Pitol casi a partes iguales. A través de copiosas transcripciones y comentarios de las entradas en sus diarios, observamos ya no solo al escritor que, luego de no soportar el ambiente enrarecido de la Revolución Cultural en Pekín se aventura a Varsovia, una de las ciudades fundamentales para su formación como narrador y traductor, sino al hombre que en ese mismo lugar, luego de vivir veladas “de erotomanía alcohólica bastante insana” –como consigna en su diario–, queda prendado de un estudiante universitario llamado Krzysztof, un personaje que se volverá amargamente recurrente en los años que Pitol viva en Europa.
Los amoríos que marcan el itinerario europeo, sin embargo, pronto se alejan de la relativa serenidad del antedicho Krzysztof para adquirir tintes de comedia negra, como en el caso del excéntrico Piotr, a quien Pitol logra sacar de Polonia, algo no tan fácil en la época del telón de acero, para, ya en su etapa como diplomático, instalarse juntos en París. No tarda mucho en ser notoria la diferencia de edades e inquietudes, por lo que Pitol trata de convencerlo de volver a Varsovia, hasta el punto de ofrecerle dinero a cambio de su retorno a tierras polacas. Piotr, encandilado ante las libertades parisinas, se niega y decide permanecer allí. La relación, turbulenta como todas las que mantuvo Pitol en esos tiempos y en los ulteriores, fracasa aunque el biografiado nunca deja especular en torno a la suerte de aquel joven que se esfuma tras su episodio parisiense.
Lámbarry se pregunta, como también nos hace preguntarnos a nosotros, qué derroteros habría tomado la literatura de Pitol de no haber temido al escarnio ante su homosexualidad, qué posibilidades habría identificado en la ficción si “El único argumento” no hubiera sido el único relato en el que se atreviera a explorar la atracción entre dos hombres. En mi caso, me aventuraría a responder que el resultado no necesariamente habría sido mejor, aunque ciertamente sí habría significado menores frustraciones para un escritor que lamentaba “tener que escribir siempre sobre relaciones sentimentales y sexuales que no conozco sino por inferencias, en vez de hacerlo sobre las que personalmente me atañen”.
Al margen de los pasajes amorosos, Lámbarry también desentraña uno de los momentos más oscuros en la vida de Pitol, al que aludió muy vagamente en contadas ocasiones, tanto en persona como en sus libros. Escribe el biógrafo: “Era el 16 de septiembre de su segundo año en Varsovia. Viajaba en la carretera acompañado de un joven, Jerzy Serwik. Manejaba un Ford Cortina modelo 72 que adquirió en el mes de julio de ese año después de vender su Volkswagen. Pitol rebasó un tráiler y se topó de frente contra otro carro, un Fiat. En el otro coche iba una familia de tres hijos, una pareja y una anciana”. El accidente se saldó con la muerte de aquella pareja y la orfandad de sus tres hijos. Lámbarry no escatima en detalles: la compensación se finiquitó en diez mil dólares a pagar una mitad de contado y la otra en plazos. La sensación de culpa, por supuesto, fue un fantasma con el que Pitol hubo de aprender a convivir acaso por el resto de sus días.
Una biografía es ante todo una narración y como puede apreciarse en los pasajes que he rescatado, paralelamente a un loable trabajo de documentación, Lámbarry, que ya había incursionado en el género con En busca del dinosaurio (2019), dedicada a Augusto Monterroso, mantiene el interés de su lector merced a una prosa esmerada y mayormente ajena al academicismo dando cohesión a las citas de los diarios y los fragmentos recolectados del Archivo Histórico Diplomático Genaro Estrada, entre otros. A pesar de estas grandes virtudes, El viajero lamentablemente adolece de algunos puntos débiles derivados sobre todo de un trabajo de edición desmerecedor. En cuanto a forma, son frecuentes las erratas y alguna nota al pie se repite idéntica en una misma página. Por el lado del fondo, algunas contextualizaciones realizadas por Lámbarry al comienzo de ciertas secciones resultan sobradas para una biografía de esta índole, especialmente cuando considera necesario explicar desde ese academicismo que con acierto elude en otros apartados las tendencias literarias que surgían y se consolidaban en los momentos en que Pitol forjaba su propia obra. Y es que el libro de Lámbarry, sin lugar a dudas, se habría beneficiado de una labor editorial encaminada a acentuar más su dimensión divulgativa y menos a congraciarse de manera insuficiente tanto con el público lector de Pitol como con determinados sectores de la academia (al final de cuentas, la Editorial A Contracorriente es un sello de la North Carolina State University).
No obstante, Lámbarry escribe en la introducción que “Los años que aborda este primer volumen son los del viaje y las estancias en el extranjero”. Infiero y, como otro gran admirador de la obra de Sergio Pitol, espero que el biógrafo continúe con esta empresa de rastrear las pistas del gran viaje pitoliano, ya que aún queda mucho por dilucidar en torno a los años previos a la salida de México y, sobre todo, la última etapa en Xalapa y el desafortunado pleito previo y posterior a la muerte del escritor. Algo más con lo que soñaríamos los asiduos del autor de El mago de Viena es que este proyecto biográfico que quiero suponer que existe se cristalice en un solo volumen despojado de esos fardos a los que aludo en el párrafo anterior.
Al margen de los pasajes sobre la vida privada de Pitol, El viajero también plantea una cuestión que quizás hemos pasado por alto a los siete años de su partida: la necesidad de editar los diarios que tempranamente legó a la Universidad de Princeton y que con toda certeza constituyen un documento invaluable sobre los tiempos de los que Pitol fue testigo. Esto, quizás, ya sea pedir demasiado, pues más allá del admirable trabajo de investigación realizado por Lámbarry, no parece haber en curso inmersión alguna en ese impresionante universo diarístico, ya sea por disposiciones testamentarias o por el rechazo de los herederos, no lo sé, pero es esa una empresa que habría de considerarse, aunque sea a destiempo.